Cuando nos arrodillamos a la hora de la oración, debemos recordar los diversos elementos que constituyen la sustancia vital de la auténtica oración:
- La adoración. Tener el espíritu exclusivamente ocupado por Dios mismo, esperar en Él hasta que tengamos conciencia de estar verdaderamente introducidos en Su presencia santa. Es un acto de fe por el cual soy transportado fuera de mi ambiente terrenal hasta el santuario de Dios, hasta Su sala de audiencia celestial.
- La confesión. Esto me recuerda lo que soy y, sin duda alguna, cada uno de nosotros sabe bien que no pasa un solo día de nuestra vida sin que tengamos alguna falta, algún pecado que confesar.
- La acción de gracias, cuando reflexionamos acerca de las riquezas inauditas de misericordia, acerca de las abundantes bendiciones de las cuales nuestro Dios nos ha colmado.
- La petición, pues vivimos en un mundo en el que son innumerables las necesidades que se hacen sentir y muchos los que conocen la penuria. La promesa del Señor Jesús siempre es de actualidad: “Sí permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:7). Sin embargo, un creyente aventajado me dijo un día: «A medida que envejezco, a medida que vivo más y más cerca del Señor, descubro que mis peticiones son cada vez menos para mí y más para los otros».
- La intercesión. ¿Conocemos algo de esta fuerza tan poderosa, de ese servicio sacerdotal que es la intercesión? ¿Hemos ya experimentado en alguna medida ese trabajo de alumbramiento en la intensa oración por la salvación de las almas? ¿Hemos tomado parte en ese servicio sagrado (del cual nos habla el apóstol Pablo en Gálatas 4:19) en el que el alma se afana por la formación de Cristo en cada creyente? ¿Hemos ya experimentado ese santo dolor a causa de las lamentables divisiones que desgarran al pueblo de Dios, como así también en cuanto a la creciente invasión de falsas doctrinas y de la apostasía que se propaga como un río?
Antes de empezar nuestra jornada de trabajo, antes de ver la cara de ninguno de nuestros semejantes, busquemos ante todo, hermanos y hermanas, este encuentro sagrado con nuestro Dios y Padre. “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17).