Conozco a un hombre de edad sobre quien cayeron toda clase de desdichas: su esposa enferma, su hija débil y enclenque, su hijo sordomudo. Cuando él trabajaba como albañil, una pesada piedra le golpeó la cabeza y lo dejó sordo para el resto de sus días. Y eso no es todo: el polvo de la cal alteró su vista al punto que puede apenas distinguir a un hombre de un árbol
— ¡Qué triste existencia! exclamará, tal vez, usted. Pues ¡no! Este hombre no se queja; una paz inefable esclarece sus rasgos cansados y cuando se le pregunta cuál es el secreto de su felicidad contesta:
— Oh, es muy simple. Cuando joven, iba a la escuela dominical y no faltaba nunca. Mi placer era aprender de memoria versículos de la Biblia. Hacía provisión de ellos y los memorizaba a menudo; era mi biblioteca.
— Y ahora, agrega el anciano, privado de la vista en el ocaso de mi vida, siego lo que sembré en las horas de la mañana. Tengo tiempo para meditar, extrayendo de mis tesoros. Vea: parece que esas palabras tuvieran alas. Me transportan al umbral de la morada celestial donde mi lugar está preparado. Jesús, mi Salvador, pronto me introducirá allí.
“Bienaventurado el varón… que en la ley de Jehová está su delicia,
y en su ley medita de día y de noche.”
(Salmo 1:1-2)