Era de noche; un misionero que se hallaba en una gran ciudad del interior de la China, estaba sentado delante de su Biblia abierta. De súbito, escuchó ligeros golpes a su puerta; al abrir, descubrió, tirado sobre el umbral, en la sombra, un pobre ser que le pedía con voz débil que le escuchara.
— Entra, pues, le dijo el misionero al reconocer que era un muchacho de buena familia que había comprado tiempo atrás una Biblia. El joven se movía a duras penas. El misionero le ayudó a acostarse sobre un colchón.
— Vengo a pedirle que ore por mí, porque Dios me ha manifestado su amor; Él ha ofrecido a su Hijo único en sacrificio por mí y me ha dado la paz de corazón. Hace ya un año que le escuché a usted hablar de Él, pero mis amigos me decían que todo esto era falso. Sin embargo, compré el libro de Dios y, por su Palabra, su Espíritu ha hablado a mi corazón, el que se ha hecho eco de sus palabras.
— ¿Y que han dicho tus padres?
— ¡Oh, ellos no me comprenden; quieren hacerme olvidar estas «nuevas ideas», como ellos dicen!
— ¿Por eso has sido golpeado y maltratado de esta manera?
— No les juzgue, porque no saben lo que hacen, fue la respuesta del joven. Es necesario que antes del amanecer yo esté de vuelta, o bien ellos desencadenarán su cólera contra mí. Hablemos ahora del Hijo de Dios, que tanto ha hecho por salvarme.
El misionero se sentó junto al muchacho; estaba emocionado de ver cómo Dios había subyugado esta alma, con qué poder la luz divina había traspasado las tinieblas del paganismo.
— ¿No podría yo buscarte un refugio? preguntó el misionero.
— No, respondió el joven, sonriendo; porque esto no es la voluntad de Dios. Mi padre y mi hermano se preguntan si mi Salvador sabrá sostenerme. Y Él me promete venir en mi ayuda, como lo hizo por David y por Esteban. Entonces ¿por qué temer? exclamó triunfante.
— Pero ¿y si te quitan la vida?
— Entonces, sobre todo, aquel que ha sido mi sostén durante los dos terribles meses que acabo de pasar, no me abandonará. Mis padres saben que soy naturalmente miedoso y se sorprenden de verme permanecer firme; ellos no conocen al que es mi fuerza.
Antes que el día amaneciese, el misionero ayudó al joven a regresar a su casa, encomendándole al Señor.
Después de algunos días, y de nuevo durante la noche, el misionero oyó llamar a su puerta. Era el criado del muchacho, quien traía este mensaje: — Mi «patroncito» me ha encargado decirle a usted que él se ha ido con su Padre Celestial y que todo está bien ahora.
Varios minutos de pesado silencio siguieron a estas palabras.
— ¿Sufrió mucho antes de morir? ¿Le maltrataron demasiado?…
Un suspiro fue la respuesta afirmativa del chino.
Otros once o doce meses pasaron, hasta que un día el misionero, al abrir su puerta, a la que alguien había llamado, se encontró cara a cara con el hermano mayor de nuestro mártir. A primera vista le había reconocido.
— Yo vengo, dijo él, pues tras la muerte de mi hermano he estado estudiando el libro de su religión para ver de dónde provenía esa fuerza extraordinaria, que le permitía no ceder pese a todos sus sufrimientos. Primero, yo leía este libro a causa de él; ahora, lo leo a causa de aquel a quien se refiere: Jesucristo, el Hijo de Dios. Porque, señor, yo le conozco ahora y le amo y he venido para decirle a usted que quiero servir a Jesús. Yo sé que Cristo es el que ha librado a mi hermano de los terrores de la muerte. ¡Oh, enséñeme a conocerle mejor!
Poseer en Jesús, el Salvador glorioso, la certidumbre del perdón de los pecados, gozar de la paz de Dios, confiarse enteramente a Él, confesarle delante de los hombres, esperar su retorno y, durante esta espera, servirle gozosamente, he aquí el cristianismo. “Y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10).