Las aguas del santuario

Ezequiel 47:1-12

Podemos considerar este pasaje bajo tres puntos de vista.

Su interpretación profética puede ser material. Es muy probable que el río descrito por Ezequiel y mencionado por Joel (3:18) y por Zacarías (14:8), llegue a ser una realidad geográfica de la Palestina futura.

Sin embargo, su significado profético espiritual nos importa más: Jerusalén, sede de la presencia de Dios sobre la tierra durante el Reino, se convierte en fuente de bendición para el mundo entero; las aguas de la gracia descienden tanto hacia el oriente como hacia el occidente para traer la vida allí donde reinaba la muerte.

Nosotros deseamos, sobre todo, que la aplicación práctica de estas páginas nos hable a nosotros mismos.

¿Qué representan estas aguas que salen del santuario? ¿No son una imagen notable de la gracia y del amor de Dios que brotan de su corazón y se esparcen en bendiciones siempre más amplias y más profundas, en favor de los suyos y del mundo?

Cruzar el río de la gracia

Una vez que el rescatado ha sido llevado al Señor y ha encontrado en Él a su Salvador, hace una primera experiencia de la gracia: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8). En su último mensaje, el apóstol Pedro nos exhorta enseguida a crecer “en la gracia” (2 Pedro 3:18). Muchos cristianos se conforman con un paseo a lo largo de este río sin jamás cruzarlo; no obstante, sólo la experiencia práctica, personal, de la gracia, nos permitirá conocer su profundidad.

Después de andar mil codos, el profeta debe cruzar las aguas, las que llegan hasta los tobillos. Esto representa la gracia en las variadas circunstancias del camino. Cuántas ocasiones para disfrutar de la bondad de Dios, de sus cuidados, de sus liberaciones. Así lo experimentaba Israel en el desierto, donde, a pesar de 40 años de peregrinación, su pie no se había hinchado.

No se puede detener aquí. Ezequiel debe andar mil codos más, y cruzar nuevamente las aguas, las que alcanzan hasta las rodillas. La Palabra nos habla a menudo de rodillas desfallecientes, de rodillas que tiemblan o que están cansadas. Siguiendo la carrera de la fe, ¿a veces no nos encontramos desalentados, cansados del camino y temerosos? ¿Qué hacer entonces, sino cruzar nuevamente el río, a fin de experimentar la gracia de Dios que responde a todo lo que somos y a todo lo que no somos? Con oración, de rodillas, le buscaremos y encontraremos al Señor Jesús siempre dispuesto a ayudarnos, a fortificamos y a restaurarnos.

El profeta debe andar mil codos más y nuevamente entrar en las aguas hasta los lomos. El Nuevo Testamento nos habla a menudo de estos lomos que tenemos que ceñir, figura de nuestro ser íntimo que debe ser formado por la palabra de la verdad y renovado día tras día. No basta conocer la gracia aplicándose a nuestras circunstancias diarias o sosteniéndonos durante nuestros momentos de desánimo. Tiene que penetrar nuestra vida interior, formar nuestra personalidad. ¡Qué resplandor irradia una persona que ha hecho tal experiencia de la gracia de Dios y que queda así compenetrada de la misma!

Hay más aun. “Midió otros mil, y era un río que yo no podía pasar, porque las aguas habían crecido de manera que el río no se podía pasar sino a nado”. En su oración, el apóstol pide que seamos “plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (Efesios 3:18-19). Crecer en la gracia y el conocimiento del Señor ¿no permite conocer que esta gracia y este amor no tienen límites? Hemos podido sondear su profundidad, considerar su anchura y su longitud, sumergimos como en un río inmenso; es demasiado amplio para cruzarlo: ¡el amor de Cristo supera todo entendimiento!

El río desciende

Los versículos 6 a 12 tratan otro tema. El profeta debe “volver por la ribera del río”. Se da cuenta que estas aguas más profundas descienden al Arabá (llanura) y entran en el mar. Es precioso gozar personalmente de la gracia del Señor, pero esta gracia desea esparcirse, y la bendición que hemos recibido puede y debe comunicarse a otros. “Recibisteis, dad” dice Jesús a sus discípulos (Mateo 10:8). No tenían más que cinco panes, pero les dice: “Dadles vosotros de comer” (Marcos 6:37). Las aguas salen… descienden… llegan… y las aguas del mar reciben sanidad. Tal es el camino de la gracia; tal fue el del Señor Jesús mismo, la senda que desciende para alcanzar a los que están en la sombra de la muerte y traerlos a la vida. “Y vivirá todo lo que entrare en este río”. Jesús había dicho a sus discípulos: “Os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:19). ¿No nos hablan los “peces” de las almas, sacadas de este mundo perdido y llevadas al Señor para experimentar, a través del nuevo nacimiento, todo el amor de Cristo?

Los árboles

En la ribera del río había muchísimos árboles a uno y otro lado. La visión de Ezequiel se aplica a la tierra. ¿No representan estos árboles a los creyentes, tan a menudo comparados en la Palabra a un árbol cuyas raíces se extienden hacia la corriente para que cada una de sus hojas se mantenga siempre verde? “Bendito el varón que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto” (Jeremías 17:7-8; véase también Salmo 1:1-3). Nadie ve las raíces, es decir, la vida interior que se alimenta de la gracia; pero cada uno ve las hojas, o sea el testimonio de una vida consagrada al Señor, para bendición de los demás, ya que es “su hoja para medicina” (Ezequiel 47:12). También se produce un fruto y el alimento es dispensado al pueblo de Dios.

El árbol de vida

Observemos una vez más el paralelismo de las visiones de Juan con las de Ezequiel. En Apocalipsis 22:1-2, Juan nos habla del río de agua viva resplandeciente como cristal que sale del trono de Dios y del Cordero. La visión de Juan es para el cielo. En medio de la calle de la ciudad, allí donde hay más movimiento, en medio del río, en el centro de todo lo que refresca, y a uno y otro lado estaba el árbol de vida. En el cielo no hay muchos árboles, sino sólo el Árbol: el Señor Jesús mismo, cuyo fruto siempre fresco y renovado alimentará para siempre a todos los que gozarán allá arriba de su presencia, y cuyas hojas serán para sanidad de las naciones, recurso indispensable para los que serán benditos sobre la tierra durante el milenio.

Jehová-sama

Leamos aún el último versículo de Ezequiel: “Y el nombre de la ciudad desde aquel día será Jehová-sama” (Ezequiel 48:35). ¿No nos da este versículo el resumen de todo el libro, la afirmación final, la única cosa que importa verdaderamente: la presencia de Dios en medio del pueblo al fin reunido? Nube en el tabernáculo y en el templo de Salomón; gloria regresada al templo de Ezequiel: es la bendición para Israel sobre la base de las promesas. Para nosotros, es la aparición del Señor Jesús en el aposento alto, la tarde de la resurrección; es una presencia disfrutada en medio de los suyos reunidos en su nombre durante su ausencia. Es una presencia sentida también individualmente dentro del corazón: “Vive Cristo en mí… Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria” (Gálatas 2:20; Colosenses 1:27). Finalmente, es la presencia eterna y sin velo en el día feliz en que todos sus consejos hayan sido cumplidos. Dios será todo en todos.

Tu presencia es el bien supremo;
Tu amor nunca se agotó;
Tu corazón entrega, a los que ama,
Reposo, dicha y paz perfecta.