La imagen del Maestro

Se cuenta que cierto día un escultor italiano reunió a sus alumnos para anunciarles que debía emprender un largo viaje y que, al despedirse, entregó a cada uno de ellos un regalo. Uno tras otro recibió un paquete y luego el maestro se retiró. Los jóvenes se apresuraron a abrir los bultos misteriosos y, para su gran sorpresa, no hallaron más que sendos pedazos de arcilla.

«¡Es de todo esto lo que mi maestro me cree capaz!» exclamó el primero y, en un acceso de cólera, echó la arcilla en un rincón del taller. Sus compañeros, más prudentes, envolvieron cuidadosamente la masa y la llevaron a su casa.

Transcurrieron las semanas y los meses. Un día se supo que el maestro había vuelto y que invitaba a los alumnos a fin de que le mostrasen lo que habían hecho del don por él confiado. El primero trajo la arcilla tal cual la había abandonado en un rincón del taller, pero enteramente cubierta de polvo y, por consiguiente, inutilizable. Muy avergonzado, bajó la cabeza ante la mirada triste del viejo artista. El segundo había fabricado un ladrillo que no tenía mucho de decorativo, pero que, gracias a sus felices proporciones, podía emplearse para adornar el palacio del rey. El tercero había modelado un vaso magnífico. Y el cuarto de la masa informe había hecho una imagen de su maestro con el mayor de los éxitos.

El Señor ha confiado a cada creyente una vida para que se la consagre. Nadie quisiera asemejarse al joven que menospreció el don recibido, figura de aquellos “que sólo piensan en lo terrenal” (Filipenses 3:19). No tenemos todos las mismas aptitudes, pero, por lo menos, debemos estudiarnos para presentarnos a Dios aprobados, como obreros que no tienen de qué avergonzarse (2 Timoteo 2:15).

No hay nada que deba desanimarnos, puesto que Pablo escribe: “nosotros todos” —no solamente algunos serán los privilegiados—, “nosotros todos, mirando a cara descubierta… la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). En la medida que sepamos contemplar la gloria del Señor tal cual se revela en la faz de Jesucristo, seremos de más en más hechos conformes a su semejanza, hasta el día en que, transformados por su potencia, “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2).