Conducta de los jóvenes creyentes frente al casamiento /2

Segunda parte

Segunda parte

En la primera parte de nuestro tratado notamos que en cualquier circunstancia es malo para un creyente —puesto que es contrario a la Palabra de Dios— casarse con una persona que no pertenece al Señor, por honorable o exteriormente religiosa que sea. Por otra parte, la conversión de una persona hacia la cual alguien se siente atraído, no es la única condición que debe encararse para un matrimonio. No; hay todavía otras cosas que, para tan seria determinación, tienen importancia y deben ser tomadas en consideración.

Todo cristiano, según vimos, tiene generalmente la libertad de casarse, pero en cada caso particular es conveniente examinar si serias consideraciones y dificultades no son un obstáculo para ejecutar ese proyecto. Si, por ejemplo, citando algunos casos, un hermano o una hermana tiene para con sus parientes, padre y madre ancianos e incapaces de ganar su vida, deberes ineludibles, la libertad de desposarse es necesariamente restringida. Si un hermano no se halla en condición de mantener una esposa e hijos, no se puede afirmar, por cabalmente autorizado que sea el matrimonio en sí, que Dios aprueba personalmente tal unión. Así como Dios no me llama a una actividad sin darme lo que necesito para cumplirla, así tampoco estoy autorizado a casarme a menos que disponga de lo necesario. Por no haber tenido en cuenta esta simple consideración ¡cuántos jóvenes cristianos cayeron en la miseria, siendo traspasados por muchos dolores! Y lo que es peor todavía ¡cuántos casamientos, concluidos de esta manera, sirvieron para deshonrar el nombre del Señor durante años!

A la verdad, el mundo que pervierte siempre el orden de Dios, halló un expediente para estos casos: Si dos jóvenes se aman, sin tener todavía la edad de casarse o sus circunstancias son similares a las que acabamos de enunciar, haciendo momentáneamente imposible la realización de sus proyectos, entonces entran en relación, tienen contacto el uno con el otro, pasean juntos, etc., y esos vínculos pueden durar así muchos años. Esta costumbre se hizo tan común que un joven no necesita ya esperar hallarse en posición de formar su hogar; no, aun estando a cargo de sus padres, dependiendo de ellos en todo o en parte, puede emprender los preliminares de tal paso. La idea del casamiento, la mayoría de las veces, no ocupa más que un pequeño lugar en el corazón de esas personas, o quizás ninguno.

Casi no necesitamos expresar nuestra desaprobación sobre este procedimiento, que ni tiene apariencia justificable. Sin embargo, aun donde no se podría invocar esta ligereza de intenciones, no podemos sino reprobar tal costumbre, en primer término y principalmente porque la Palabra de Dios no conoce ese estado ni lo sanciona. Ya este solo hecho debería bastar al creyente para mantenerse alejado de semejante práctica, la que, en la mayoría de los casos, no puede sino acarrear tristes resultados. Si los creyentes que siguieron ese camino quisieran reconocer sinceramente dónde les ha llevado, estoy seguro de que lo dejarían para el mundo. Y si aun esas relaciones, que duran a veces años, no conducen siempre a un mal manifiesto, con todo, por la naturaleza de las cosas, se suscitan innumerables tentaciones.

Quisiéramos, pues, rogar insistentemente a todos los hermanos solteros, en cuyas manos podrían caer estas líneas, que se conserven puros frente a esta costumbre mundana, y ante todo que no principien semejante alianza en secreto, sin haber prevenido de ella a otras personas. Aquel que entra en ese camino, no puede contar con que el Señor lo guarde. Él cuida a los suyos que andan en su presencia, dependencia y temor de Dios, pero no cuando perseveran en sus propios deseos del mundo y la carne. Contrariamente, quedan librados sin defensa a las pasiones y codicias de su vieja naturaleza. Sus corazones no están en comunión con el Señor, sus ojos perdieron su sencillez, y la oración, si aún la practican, no tiene fuerza.

Pero se objetará, ¿no reconoce la Escritura un estado de compromiso? ¡Ciertamente! Hasta se sirve, como de imagen amable, de la relación que existe ahora entre Cristo y sus rescatados. Él es el amado, la Iglesia es la amada. Sólo que no hallamos nada en la Palabra de Dios respecto al trato y las relaciones que acabamos de enunciar; nos habla de un acuerdo entre dos seres humanos o de noviazgo en vista de un pronto casamiento. Tal concierto es muy natural y corresponde al pensamiento de Dios. Puede muy bien transcurrir un tiempo más o menos necesario entre el noviazgo y las bodas, para disponer los preparativos del caso; pero es enteramente otra cosa la mala costumbre apuntada más arriba.

El tiempo que los novios pasan así, es para ellos particularmente hermoso y agradable, si lo disfrutan en buen entendimiento, pureza y castidad; sin embargo, no debe ni puede ser más que un período transitorio. La experiencia demostró que es harto peligroso prolongarlo más de lo que las circunstancias requieran. Aunque el espíritu quiera el bien, la carne es siempre enferma; y por esto debemos evitar todo peligro.

Quisiera someter este asunto a la consideración de los padres creyentes. Frecuentemente, ellos faltan también a este respecto, lo que les ocasiona más tarde humillaciones y grandes disgustos.

Todavía una vez, jóvenes y señoritas, estad apercibidos. Sed prudentes en vuestras relaciones mutuas. Velad sobre vuestros ojos, vuestra lengua y vuestro corazón. Sed vigilantes, sobrios y castos. Guardaos de esas familiaridades culpables que, sin llegar a lo peor, mancharon muchos corazones juveniles, detuvieron en su crecimiento muchas plantas amables en el jardín de Dios, sumergiéndolas tal vez en la tristeza durante muchos años. Velad y orad, para que no entréis en tentación. Escuchad las advertencias de amor del Buen Pastor que quiere guardar a sus ovejas de todo pasto dañino.

Pero alguien preguntará: ¿cómo deben proceder, pues, los jóvenes creyentes que quieren casarse? ¿Qué deben hacer? Antes de responder a esta pregunta o más bien antes de procurar aclararla, quisiera recordar la relación que existe entre Cristo y su esposa, y que halla su imagen en las relaciones terrenales entre un novio y su novia, entre un hombre y una mujer. ¿Por qué el Señor buscó a su esposa? ¿Fue acaso porque ella podía ofrecerle encantos y atractivos, o porque pensó en Su dicha y en Sus intereses propios? No; la buscó por amor a ella, para darle todo su amor y hacerla partícipe de todo lo que es suyo. ¿Y de qué mano Él la recibió? De la mano de su Padre. “Tuyos eran, y me los diste” (Juan 17:6). Y es precisamente por esto que ella es infinitamente cara a sus ojos y preciosa para su corazón.

Teniendo en cuenta la enorme diferencia que existe entre las cosas eternas y las temporales, entre las relaciones espirituales y las naturales, entre las celestiales y las terrenales, no podemos sino reconocer, en lo que acabamos de decir, principios que deben orientar a todo hermano en la elección de su compañera. El hecho de que por lo general se observen poco esos principios, debe entristecernos profundamente, pero no puede ser un motivo para debilitarlos o aminorarlos. El verdadero amor “no busca lo suyo” (1 Corintios 13:5). Pero ¡ah, de cuántas maneras el hombre persigue sus propios intereses cuando toma la resolución de casarse! Desea tener una mujer agraciada y hermosa con quien pueda presentarse en público; anhela mejorar su situación exterior, procura el bienestar y la comodidad, el dinero y los bienes, una parentela distinguida, o por lo menos tan agradable como sea posible; busca en todo esto sus ventajas. Seguramente, quiere también amar a su mujer, pero teniendo presente el resultado de esta unión, lo que ganará, etc. ¡Cuán distinto es cuando el amor verdadero dirige el corazón! No busca lo suyo, sino lo de otro. No piensa en él, sino en su objeto y el bien de éste.

El segundo principio, citado más arriba, se vincula estrechamente a éste. ¿Qué es lo que imputaba belleza a la Esposa, a los ojos de Cristo? Según sabemos, en sí misma no poseía ninguna. Fue, según dijimos, el hecho de que el Padre se la dio. Tanto más el Hijo honraba al Padre, mayor era el valor de lo que él le confiaba. “A los que me diste, yo los guardé” (Juan 17:12). Éste era el lenguaje de su corazón. Todo lo que el Padre le da, es para Él un precioso joyel que guarda con tierna solicitud. ¡Pues bien! ¿No debe el marido recibir a su esposa como un don que procede del Señor? ¡En cuántos casamientos los primeros días tan suaves y felices son seguidos de amargas desilusiones que hacen del afecto mutuo una tarea casi imposible de llenar! ¿Cuál es la causa de este fenómeno tan afligente? Que en esas uniones el esposo no obtuvo su compañera del Señor mediante la oración, ni la recibió de Su mano. Después de haber llegado a cierta edad, y cuando las circunstancias le hicieron ver el casamiento como deseable, tomó la resolución de buscarse mujer. En su elección (aun cuando se limitó al círculo de las hermanas) miró, como lo hemos señalado, la belleza, el dinero o la consideración, o en el mejor de los casos, se preguntó si había una joven creyente que pudiera convenirle a él y su casa bajo el concepto de disposiciones, carácter, aptitudes. Escogió a aquella que le agradó más, bajo uno o varios de esos aspectos, y su corazón fue tras ella. Tomó esos impulsos de su corazón, de buena fe, como verdadero y fiel amor; por otra parte, la compañera parecía responder, y así el casamiento se concertó bajo los más favorables auspicios. La vida conyugal comienza, pero ¡ah! ¡cuán prontamente se disipa el sueño! y ¡qué despertar doloroso!

Amado lector célibe ¡quiera el Señor preservarte en su gracia de un sendero tan escabroso! Si hoy o mañana se plantea ante ti la cuestión del matrimonio, que Él te conceda un corazón dispuesto a confiarle todo, teniendo la certeza de que tu causa está en sus manos. Y Él te dará, a su debido tiempo y según su voluntad, las peticiones de tu corazón. Para un hijo de Dios es consolador saber que nada queda librado al azar ni a la acción de las circunstancias, sino que todo está en las manos de un Dios y Padre fiel, cuyos cuidados son continuos y cuyo corazón se ocupa de nuestros asuntos, pequeños o grandes. Sabe nuestra situación y nos conoce perfectamente. Si tenemos una inclinación, podemos ir a Él abiertamente y con entera confianza; nos escuchará con gracia y amor paternales, y resolverá nuestros problemas.

¡Oh! si los creyentes fueran más sencillos y tuvieran más fe, ¡cuántas experiencias harían de Su socorro pleno de gracia y de sabia dirección! “Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22). ¡Cuántos pasos falsos en el asunto que nos ocupa, deben atribuirse precisamente a que el ojo no fue sincero y puesto sobre Él! Indudablemente, se tenía el deseo de obrar en su dependencia, pero, aunque se hubiera podido clamar al Señor, pidiendo su bendición, el corazón no estaba bastante calmo para esperar Su dirección.

Hay una gran diferencia entre añadir así la oración a la propia actividad, o remitir el asunto al Señor, confiando en él, sin tratar de precipitar en manera alguna o ayudar su acción. Tomar por sí medidas, realizar esfuerzos, luego orar al Señor para que los bendiga, es completamente opuesto al hecho de poner en primer término la mirada en él, y seguir la senda que ha trazado. En el primer caso, aunque no falte apariencia de cristianismo, el hombre y sus pensamientos están en actividad, Dios y su dirección paterna en último plano. Y hasta, reconociendo que hay una guía divina en el caso de que los ojos no están puestos en él, es imposible discernir y apreciar los designios de Dios, mientras que los intereses propios juegan el rol principal en la manera de obrar. ¿Cómo podrá el corazón agradecer a Dios por una cosa que no le pidió, y que no recibió de Su mano?

Por otro lado, ¡cuán precioso es para un hermano mirar a su esposa como un don de su Padre celestial! ¡Qué alto valor adquiere ella para su corazón desde que puede considerarla como el favor que el Padre concedió a su oración! ¡Y cuán hermoso y bendito es para una hermana, cuando, habiendo esperado en el Señor y viendo sus peticiones contestadas, puede considerar a su esposo como aquel que le ha sido dado por Dios, y del cual debe ser la fiel compañera y ayuda en días buenos y malos! En tal caso, puede en verdad servirse del término: “Lo que Dios juntó” (Mateo 19:6).

 

Antes de finalizar esta meditación, quisiera mencionar todavía un punto de suma importancia, precisamente en estos días en que los hombres se caracterizan, entre otras cosas, por las palabras: “desobedientes a los padres” (2 Timoteo 3:2). En el mundo, cuando un joven logra ganar su sustento, piensa por lo general: «Ahora soy mi propio dueño; no necesito ya los consejos de mis padres; puedo hacer lo que me da la gana». Apenas necesitamos hacer resaltar lo inconveniente de este lenguaje que nunca debiera oírse en una casa cristiana. Que un hijo sea joven u hombre hecho, la ordenanza divina “Honra a tu padre y a tu madre” no cambia. Y hallará siempre que la obediencia a este precepto es el origen de ricas bendiciones. Es el primer mandamiento a cuyo cumplimiento se vincula esta promesa: “para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra” (Efesios 6:1-3).

En cualquier lugar y tiempo que sea, tratándose de un paso tan importante como la conclusión de un casamiento, los hijos deben tomar consejo de sus padres. No temo en afirmar que compromisos, o para hablar más claramente, noviazgo a ocultas de los padres, son positivamente malos. Nadie piense que el hecho de haber alcanzado mayoría de edad hace superfluos esos derechos. Al contrario, si hay en los hijos buenos sentimientos, cuanto más avancen en edad más respetarán a sus padres y apreciarán sus admoniciones. Considerarán como un gran privilegio poder recurrir a su amor y simpatía, para proceder en armonía con ellos.

En caso de haber diferentes opiniones entre padres e hijos (supuesto que no se trate de asuntos de conciencia, sobre los cuales la Palabra de Dios da sus directivas), de 99 casos sobre 100, los hijos que respeten el consejo de sus padres tendrán menos oportunidad de arrepentirse que persiguiendo su propia voluntad.

Y deseo llamar aún la atención a esto: junto a la familia terrenal está aquella de Dios, el círculo de los hermanos y las hermanas que tienen también sus derechos. ¡Cuántos jóvenes pensaron y dijeron cuando era ya irremediable: «¡Ah, si hubiese pedido consejo a los creyentes de más edad y más experiencia que yo!»! Pero el arrepentimiento llega tarde. Tal vez el corazón y la conciencia se encargaron de avisar a tiempo, pero la propia voluntad estaba en actividad. Se evitaba quizás esos consejos porque se sabía de antemano que no conformarían los propios deseos.

¡Oh, si cada uno quisiera considerar que un asunto mal comenzado no puede terminar bien! Lo que es iniciado por la carne, difícilmente puede seguir por el Espíritu. Y cuando esto ocurre, no puede ser sino en el camino de la disciplina por la cual nuestro Padre celestial nos enseña a juzgarnos, así como los motivos de nuestras acciones, debiendo soportar humilde y pacientemente sus penosas consecuencias que a veces duran toda la vida. ¡Cuánto es de desear que aquellos por los cuales nuestras advertencias llegan demasiado tarde, caigan a lo menos en el polvo delante de Dios! Porque aun andando bajo el peso de las consecuencias de semejante locura, la vara desaparecerá tan pronto como se juzguen sinceramente a sí mismos y sus caminos.

Para las jóvenes cristianas el asunto es más fácil, desde que no están llamadas a buscar o a actuar. Por consiguiente, corren menos peligro de un mal paso. Por otra parte, el asunto es más difícil para ellas puesto que se ven obligadas a confiar más de cerca en el Señor. Y sabemos que nada es más dificultoso, o más imposible a nuestra naturaleza, que permanecer tranquilo esperando en Él. Como en el caso de Saúl, ellas aguardarán siete días; pero, al desaparecer gradualmente los proyectos y las esperanzas, se impacientan, quieren resolver por sí mismas y obran “locamente” (véase 1 Samuel 13:8-13). “Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia”, dice el Salmo 37:7 (V.M.). Evidentemente, es un precioso estado de alma que auguro siempre a mis jóvenes hermanas solteras. Y les recordaré también las palabras del apóstol: “Hay asimismo diferencia entre la casada y la doncella. La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu; pero la casada tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido” (1 Corintios 7:34).

Terminaremos con el deseo de que cada uno examine cuidadosamente los primeros pasos en el camino del matrimonio. Si andamos en la luz y ante la faz del Señor, resultará para propia bendición y la gloria de Dios. No hay relación alguna donde sea más importante recordar esto, porque es el lazo más íntimo que pueda existir en la tierra. Y si no hay nada más hermoso y más amable que esta unión, no hay nada más repugnante que su degeneración o su falsificación. Hasta los hijos del mundo admiten de dos cosas una: o se es feliz en el matrimonio, o enteramente desdichado; no hay término medio. ¡Ah, cuán triste es ver entre los cristianos tantos casamientos desgraciados que deshonran al Señor y escandalizan al mundo! Si por la gracia de Dios estas líneas contribuyeran a preservar a muchos jóvenes creyentes de decisiones ligeras o voluntarias, el blanco y el deseo del autor habrán sido plenamente alcanzados.