No hay asunto más precioso para considerar que el del amor del Señor hacia los suyos. Sin duda alguna, el Señor ama a todos sus rescatados; cada uno de ellos puede decir con el apóstol: Él es el “Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Pero el pensamiento de Dios es llevarnos a gozar profundamente en nuestras almas del amor de Cristo. Este amor no tiene decaimiento, es incansable; cada día somos los objetos de este amor. Sea lo que fuere de nosotros, a pesar de nuestras infidelidades e inconsecuencias, el Señor nos ama siempre. ¡Cuán reconfortante es este pensamiento! ¡Ojalá podamos entrar en el gozo de este amor de una manera más real! Así es cómo sacaremos fuerza, gozo y aliento para atravesar el desierto.
En el capítulo 3 de la epístola a los Efesios, el apóstol formula una oración. La oración del primer capítulo está dirigida a Dios; allí el apóstol pide que nos conceda poder entrar por la fe en los consejos divinos, tan ricos y gloriosos. La oración del capítulo tercero está dirigida al Padre de nuestro Señor Jesucristo; en ella se refiere al gozo del amor de Cristo. Para conocer algo de este amor, es necesario que seamos primero “fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). Dios obra, por su Espíritu, en el hombre interior, es decir, en el nuevo hombre. Al nacer de nuevo recibimos una naturaleza divina, una vida nueva que necesita ser desarrollada y enriquecida. El objeto de la actividad del Espíritu Santo en el creyente es nutrir los afectos del nuevo hombre. Para eso, ocupa nuestros corazones de Cristo, verdadero pan de vida. Así enriquecidos, realizaremos que no hay más que un objeto para el corazón: Cristo. Es el resultado alcanzado cuando el hombre interior ha sido “fortalecido con poder”: Cristo habita por la fe en el corazón, en su mismo centro, la fuente de todos los afectos. Entonces, toda la vida práctica resulta transformada; el alma se encuentra en un estado propicio para gozar del amor de Cristo.
El resultado de esta obra divina en nosotros es, en efecto, arraigarnos y cimentarnos en amor. Para crecer, un árbol hunde sus raíces en el suelo y se afirma más cuando penetran profundamente en tierra. El terreno en el cual el creyente (comparado con una planta) debe hundir sus raíces es el amor. Las raíces podrán entonces sacar la substancia necesaria para el sustento de la planta. Un ser redimido por Cristo no puede crecer y prosperar espiritualmente si no se alimenta del amor de Jesús. El apóstol dice también: “cimentado en amor”. Un hijo de Dios ha de ser como un edificio cuyos cimientos están sólidamente puestos. Un árbol sin raíces sería pronto arrancado por la tempestad; una casa sin cimientos no resistiría mucho tiempo. En cambio, las tempestades de la vida pueden sobrevenir, las dificultades y pruebas multiplicarse, pero nada podrá hacer vacilar al que está “arraigado y cimentado en amor” (Efesios 3:17). Sabe que el amor del Señor permanece a pesar de todo y goza de este amor en su alma; nada puede debilitar su confianza en un Salvador cuyo amor es inmutable. Le basta saber que es amado por él.
Éste es el punto más elevado del desarrollo espiritual. Los “hijitos” conocen al Padre, tienen la unción de parte del Santo, conocen todas las cosas y poseen los recursos para ser guardados en la verdad. Los “jóvenes” son fuertes porque la Palabra de Dios mora en ellos; han vencido al maligno. Pero los “padres” conocen al que es desde el principio (véase 1 Juan 2:12-14); conocen al que es amor, están “arraigados y cimentados en amor”.
Esto, realizado primero individualmente, lo será luego “con todos los santos”. ¡Qué hermoso sería si “todos los santos” estuviesen ocupados del amor de Cristo! ¿No es éste el verdadero, el único remedio a tantas miserias por las cuales gemimos? ¡Entrar “con todos los santos” en el gozo de este infinito! ¡Abarcar “la anchura, la longitud, la profundidad y la altura… conocer el amor del Cristo”! (Efesios 3:18-19). Pero, ¿quién le conocerá? Es el misterio insondable. ¡Su amor excede a todo conocimiento!
Algunos pasajes del evangelio según Juan nos presentan un alma que gozaba de una manera real del amor de Cristo, un alma “arraigada y cimentada en amor”. Pedro amaba al Señor, pero sabemos cuál fue su caída y lo que la causó: su confianza en su propio amor. Sin duda es de desear que nuestros corazones sean más henchidos de amor por Aquel que tanto nos amó, pero nuestro amor es demasiado inconstante para que podamos edificar sobre este terreno. Necesitamos cimientos más sólidos. Juan, tantas veces presentado con Pedro en los evangelios, no habla de su amor por el Señor; no dice: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”. “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte”. “Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti” (Mateo 26:33; Lucas 22:33; Juan 13:37). Pero se llama “el discípulo a quien Jesús amaba”. Lo que le ocupa no es su amor hacia su Maestro, es el amor con el cual Él le ama. ¡Le basta saber que es amado por Jesús!
Gozar del amor del Señor produce resultados prácticos en los cuales es útil fijar nuestra atención. Primero, el «yo» es puesto de lado; Juan no está ocupado en sí mismo, no piensa más que en Aquel que le ama. Si se ve obligado, conducido por el Espíritu, a hablar de sí mismo, se olvida de sí hasta ni siquiera dar su nombre; todas las cosas las converge en Jesús; él no es otra cosa que el objeto de su amor. En el evangelio que ha escrito, divinamente inspirado, ni una sola vez cita su nombre; cada vez que ha de hablar de sí mismo, dice “el discípulo a quien Jesús amaba”. Algunos han llegado hasta dudar que este evangelio haya sido escrito por él. Ése es un pensamiento erróneo, pero esto muestra hasta qué punto Juan se olvida de sí mismo; ¡se halla tan ocupado en el amor del Señor! Todos experimentamos cuán difícil nos es desprendernos del «yo» egoísta alrededor del cual gravita generalmente toda nuestra existencia. “El discípulo a quien Jesús amaba” nos da el secreto para ello.
En la primera parte de Juan 13, vemos al Señor ejerciendo el oficio que aún hoy sigue siendo el suyo. Quiere otorgarnos una parte con él, y para eso nos purifica de toda inmundicia. “Jesús… había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (v. l). Esta parte con él es el conocimiento de su amor que nos introduce en el gozo de su comunión. Pero, ¿es que dejamos siempre al Señor lavar nuestros pies? ¡Ay, muchas veces la Palabra ejerce tan poca acción en nuestras conciencias!
La segunda parte del capítulo nos ocupa del reposo que dimana de la acción purificadora de la Palabra. ¿Por qué gozamos tan poco de este reposo? Precisamente porque nuestros pies no siempre están lavados. Cuando no hay la acción purificadora del agua —es decir, de la Palabra— no se conoce el reposo. Juan no había opuesto ninguna resistencia a la obra que el Señor quería realizar, porque “estaba recostado al lado de Jesús”, gozando de su amor. En él hay un sitio para cada uno de los redimidos, tal como lo expresamos a veces en un himno: «En el cielo, Señor, tú nos has preparado un lugar, junto a ti …». Permanecer “recostado al lado de Jesús”, es estar tan cerca de él que su amor inunde nuestros corazones. Pero primero es necesario que todo esté en regla entre él y nosotros.
El Señor dijo a sus discípulos: “Uno de vosotros me va a entregar”. Frase llena de seriedad que les preocupa a todos. Es un peso abrumador que cae sobre el corazón de cada uno. ¿Será posible que uno de los que le habían seguido, uno de los que poseían la vida eterna entregue a su Maestro? ¡Qué propicia era esta frase del Señor para sondear sus corazones y sus conciencias!, y ¡qué prisa tienen de ver quitado este peso que les oprime y angustia a todos! Sólo el Señor puede decir quién es el que le ha de entregar. Pero ¿quién puede preguntárselo? ¿Será Pedro? No, Pedro ha comprendido muy bien que sólo uno se halla en estado de recibir las comunicaciones del Señor: “el discípulo a quien Jesús amaba”. Es a él a quien se dirige y le hace señas para que pregunte “quién era aquel de quien hablaba”. ¡Y Juan se reclina en el pecho de Jesús! Está en el lugar bendito en el cual se recibe la comunicación de sus pensamientos. Es siempre verdad que “la comunión íntima de Jehová es con los que le temen” (Salmo 25:14). Por este motivo, podemos notar que Juan recibió más tarde las revelaciones consignadas en el libro del Apocalipsis. Es proféticamente testigo de la venida del Señor (Juan 21:22) y el libro del Apocalipsis nos presenta su venida en gracia como también en juicio. ¡Maravillosa revelación dada al “discípulo a quien Jesús amaba”!
¡En cuántas circunstancias de nuestra vida individual, de nuestra vida familiar o de nuestra vida en iglesia quisiéramos conocer el pensamiento del Señor! Permanecemos preocupados, sin saber qué hacer, carentes de discernimiento espiritual. ¿Por qué? Porque no estamos en el lugar que ocupaba “el discípulo a quien Jesús amaba”. Sólo el gozo de su amor nos llevará a conocer su pensamiento.
En el capítulo 19 de este mismo evangelio, contemplamos a nuestro adorable Salvador crucificado. Todos están contra él: los ancianos, los príncipes de los sacerdotes, los jefes del pueblo, cuantos pasan por allí. Algunos, no obstante, están “junto a la cruz de Jesús”. ¡Cuán sensible a ello fue el Señor! Los nombres de los que allí estaban han sido inscritos en el Santo Libro. Hoy todavía, en este mundo, todos están contra Él, sigue siendo “despreciado y desechado entre los hombres” (Isaías 53:3).
¡Qué gozo para su corazón cuando algunos toman parte con él en su posición de rechazado! ¿Pensamos bastante en ello y nos sentimos dichosos de asociamos a él para proporcionarle tal gozo? De las personas que estaban cerca de su cruz, la primera en ser nombrada es “su madre”. ¡Qué dolor para el corazón de esta madre! Había llegado el momento en que se realizaba la profecía del anciano Simeón: “Una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:35). Sólo el Señor podía comprender tal dolor, sólo él podía simpatizar con tal sufrimiento. ¡Aun más!: si él comprende la angustia de un corazón de madre, ¿qué dirá tratándose de “su madre”? Ha terminado el tiempo del servicio, durante el cual estaba obligado a hablar así: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4). Ahora, puede dar libre curso a los afectos de su corazón.
Es muy de notar que en este evangelio, en que pone de relieve la divinidad de su Persona, tenemos la expresión de sus sentimientos humanos cuando pasa por los dolores de la cruz. En medio de sufrimientos indecibles, piensa en su madre. ¡Qué modelo tan perfecto!… Nosotros, los que todavía tenemos una madre a quien amar, no olvidemos nunca lo que hubo en el corazón del Señor para “su madre” en el momento supremo.
“Cuando vio Jesús a su madre …”. Ella es lo que tiene de más querido aquí abajo, sin duda, y comprende su dolor. No quiere dejarla sola en medio de este mundo. ¿A quién confiarla? ¿Quién podría cuidarla como “el discípulo a quien Jesús amaba”? Un objeto común unirá a María y a Juan: la persona de Jesús.
Al que goza de su amor, al que está “arraigado y cimentado en amor”, es a quien el Señor confiará lo que le es más precioso en la tierra. Hoy día, ¿no es su Iglesia? Para servir a los santos, para servir a la Asamblea (o Iglesia), hay que conocer el amor de Aquel que “amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25). Según la medida en que gocemos de este amor, podrá concedernos el privilegio de servir, de dedicarnos a esta Iglesia a la que sustenta y regala.
La escena que podemos considerar en el primer párrafo de Juan 21 nos permite descubrir una cuarta enseñanza. Siete discípulos salieron a pescar, ilustración de un servicio cumplido sin ninguna dirección del Maestro, según el pensamiento del corazón natural. Tal servicio es sin fruto alguno. El Señor quiere hacernos ver claramente la vanidad de nuestros propios esfuerzos: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer?”. Sabía que no tenían nada, pero esta pregunta es para llevarnos —como a los discípulos de aquel tiempo— a confesar nuestra incapacidad. “Le respondieron: No”. Cuando esta lección ha sido aprendida, el Señor manifiesta su potencia, ¡y con qué amor lo hace! Los discípulos echan la red allí donde ordenó el Maestro y “ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces” (v. 6). ¿Quién era Aquel que había obrado así? Nadie lo sabía antes de que obrara: “Mas los discípulos no sabían que era Jesús” (v. 4). Pero, después de su intervención, ¿quién le reconocerá? ¿Será Pedro? Ya le había visto obrar de semejante manera en la escena del lago de Genesaret (Lucas 5:1-11). Pero, para reconocer al Señor, no se debe recurrir ni a la energía ni a la memoria; es necesaria la comunión con él. Por ello, únicamente el “discípulo a quien Jesús amaba” es el que puede exclamar: “¡Es el Señor!” (v. 7). Había gozado de tal manera de su amor que, cuando discierne las manifestaciones en potencia, tiene forzosamente que pensar: ¡sólo Él puede obrar así!
El conocimiento de su Persona, el gozo de su amor, nos conducirán a reconocer su mano potente y misericordiosa en las circunstancias por que tenemos que atravesar. Podemos decir con reconocimiento y adoración: le conozco, sólo Él puede obrar así. En sus hechos le discerniremos.
Finalmente la última parte del capítulo 21 nos da una quinta enseñanza. Pedro es restaurado, el Señor le ha llevado a juzgar lo que le había conducido a tan dolorosa caída y ahora puede decirle: “Sígueme”. Entonces, volviéndose, ve “que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús”. Juan no necesitó ser impulsado a seguir al Señor, después de una restauración consecutiva de alguna caída. La confianza que tengamos en nuestro amor hacia el Señor nos llevará a las tristes experiencias de Pedro, mientras que el gozo del amor del Señor nos preservará de toda caída. No fue necesario ningún llamamiento del Señor para que Juan le siguiera. La persona de Jesús tenía para él tal atractivo que no necesitaba de ninguna orden ni de ningún aliento. Es su amor el que atrae al corazón. Así podremos seguirle sin ningún esfuerzo, sin ningún constreñimiento.
Pero, ¿cómo realizar lo que tan perfectamente realizaba “el discípulo a quien Jesús amaba”? Sentimos en nosotros nuestra inmensa flaqueza y clamamos a Aquel en el cual reside la fuerza para ayudamos. Pero, ¿lo hacemos con bastante fe? Pedimos, sin confiar mucho en que podremos gozar bastante del amor del Señor como para manifestar prácticamente lo que hemos podido considerar en estos diferentes pasajes. Pedimos muchas veces sin gran convicción, más o menos resignados a que no haya ninguna transformación en nuestra vida cristiana. ¿Por qué ocurre esto? Nuestra flaqueza es grande, es verdad; pero nos dirigimos a “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Efesios 3:20). Y, añade el apóstol, “según el poder que actúa en nosotros”. No es por liberaciones exteriores que Él puede obrar a nuestro favor —lo que hace a menudo— sino por una obra interior. Es el poder que actúa en nosotros. Quiere, pues, obrar en nuestro corazón y realizar a este respecto infinitamente más de lo que pedimos o pensamos. ¡Contemos con Él para este trabajo que nos llevará a gozar profundamente en nuestras almas de su amor insondable e inconmensurable!
¡Qué resultados serán manifestados entonces en nuestra vida individual, como también “con todos los santos”, estando todos sustentados y ocupados en su amor! El nombre del Señor será glorificado en cada uno de los suyos y en la Iglesia. “A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios 3:21).