El tema acerca del nacimiento de un niño me ha dado que pensar sobre distintos aspectos relacionados con el modo de educar a los hijos que el Señor nos ha confiado. Es una tarea difícil, pero podemos contar para llevarla a cabo, al igual que para cualquier otra cosa, con la infinita gracia de nuestro Dios. Su bendita Palabra nos enseña todo lo necesario a este respecto, y creo que los primeros capítulos del primer libro de Samuel contienen enseñanzas de gran valor acerca de este tema. Podemos leer: “E hizo voto (Ana), diciendo: Jehová de los ejércitos, sí te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza… Y ella dijo (a Elí): ¡Oh, señor mío! Vive tu alma, señor mío, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová. Y adoró allí a Jehová. Y Ana oró y dijo: Mi corazón se regocija en Jehová” (1 Samuel 1:11, 26 a 2:1).
La primera enseñanza que entresacamos de este pasaje es el papel que desempeña la oración en él. Oración antes de que nazca el niño, y después de su nacimiento. Nunca está de más en el hogar cristiano. Si, al fundar una familia, las jóvenes parejas tuvieran mayor conciencia de su responsabilidad y pensaran más en el valor de las criaturas que se les confía, su manera de actuar sería muy diferente a la que vemos a menudo, y la oración por sus hijos sería más ferviente hasta que alcanzaran el objetivo deseado. El precio de estas inmortales almas no puede ser tasado en oro o plata; para redimirlas, fue derramada la sangre preciosa de Cristo. Estos niños serán, o felices para siempre, o desdichados por la eternidad, y el Señor los ha puesto en nuestras manos para que desde su tierna infancia oigan hablar del Señor y aprendan a conocerlo como el camino que lleva al cielo. Tomar conciencia de nuestra incapacidad para cumplir la tarea asignada nos llevará a confiar plenamente en el que dijo: “Pedid, y se os dará” (Mateo 7:7).
Ana sabía que el muchacho era un don de Dios; su nombre, Samuel, lo recordaba, y un don de Dios por fuerza debe ser muy valioso. Estos pequeñitos que llegan a nuestros hogares son un don de Dios; nunca está demás decirlo. Sabido esto, los amaremos doblemente: por un lado son nuestras entrañas, y por otro, un don de Dios. Al recibirlos de Él, nuestra primera oración expresará la alegría y el agradecimiento de nuestros corazones: “Mi corazón se regocija en Jehová”. ¡Cuánta confianza deposita en nosotros nuestro Padre al confiárnoslos!
Ana ha recibido de Dios al niño, y dice: “Todos los días que viva, será de Jehová”. ¡Cuánto más fácil sería nuestra tarea si hiciéramos como ella! Sabríamos qué hay que permitirles y qué hay que prohibirles; los educaríamos para Él y pensando en Él, haciéndoles partícipes de Su disciplina y de Sus enseñanzas. ¿Podríamos desear para ellos algo mayor que el oprobio de Cristo? ¿No es preferible a todo lo que pueda ofrecerles el mundo?
“Y el joven Samuel ministraba a Jehová”, se nos dice varias veces (véase 2:11, 18; 3:1). ¿Acaso hay que esperar a que crezcan para enseñarles a servir al Señor? Samuel servía siendo niño y sin embargo aún no conocía a Dios ni le había sido revelada Su palabra. Es necesario que tarde o temprano nuestros hijos traten personalmente con el Señor, y este trabajo le corresponde a Dios; pero enseñarles a servir al Señor desde su tierna infancia es responsabilidad nuestra, pues es posible servirle tan fielmente en las cosas pequeñas como en las grandes: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Que aprendan a hacer todo para el Señor, a hacerle intervenir en todo momento. Ana fue fiel en lo que atañía a su primer hijo, y el Señor le confió otros (2:21).
Samuel crecía en la pura atmósfera de la presencia de Dios, y le agradaba a Él y a los hombres. Tal presencia le ayudaba a ser humilde, y Aquel que resiste a los soberbios y da gracia a los humildes honró más tarde a este joven. Asusta hoy en día ver cuán orgullosa es la juventud, y tal alejamiento de Dios no puede sino traer su juicio. Algunos padres cristianos, tal vez sin darse cuenta, cultivan en el corazón de sus hijos esta planta venenosa que dañará su existencia. ¡Cuántas veces he encontrado en mis visitas padres tan insensatos como para pregonar delante de ellos lo mucho que valen sus hijos y cuánto saben! Estos pobres niños se creen pequeños fenómenos: sólo ellos saben algo; algunos llegan a conducir la conversación. ¿Debe sorprendernos que más adelante estos hijos, por su carácter, sean causa de humillación y lágrimas para sus padres?
“Y Samuel creció, y Jehová estaba con él, y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras. Y todo Israel, desde Dan hasta Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová” (3:19-20). ¡Qué honor para este joven y qué recompensa para su piadosa madre! Las madres cristianas deberían pensar más en ello. ¿Qué meta persiguen para sus hijos? Timoteo, que siendo joven ya servía al gran apóstol de las naciones, tenía también madre y abuela piadosas que le enseñaron desde la niñez las Sagradas Escrituras (véase 2 Timoteo 1:5). Enseñemos a las jóvenes madres a desear esas grandes cosas para sus hijos; en este terreno nunca se es demasiado ambicioso. Ya que está escrito que el que busca halla, que busquen para aquellos que el Señor les ha dado, no grandes cosas en un mundo en el que nuestro Señor sólo halló un pesebre y una cruz, sino las cosas verdaderamente deseables, las que permanecen. Para siempre quedará que Samuel y Timoteo tuvieron madres sabias, ¡y cómo las honró Dios!
Hoy en día, cuando tanto se habla de la actividad de la mujer, sepan nuestras hermanas en qué oculto ámbito, aunque tan bendito y precioso, pueden desarrollar su actividad: “Si ha criado hijos”, se requiere en primer término acerca de la viuda que debe ser inscripta (1 Timoteo 5:10). Las primeras impresiones que permanecen para siempre se producen en la infancia; así que hay una gran labor a realizar con los niños, inculcándoles lo que regirá su conducta a lo largo de toda su carrera; está en juego la gloria de Dios y su eterna felicidad.
Hay también otra cosa que me preocupa desde hace tiempo, es ver a tantos padres que desean para sus hijos algo diferente a lo que el Señor les dio a ellos. Se oye decir: «No quiero que mis hijos trabajen tanto como yo; en mi profesión no se gana lo suficiente; es un trabajo demasiado duro; éste y aquél han sido más favorecidos que yo». Y, sin embargo, estos padres dan gracias por los alimentos de cada día que el Señor les da por medio del trabajo de sus manos, pero ¡querrían más para sus hijos! Así, pues, no se sienten satisfechos con lo que tienen, y no se dan cuenta de que, si bien conocen las dificultades de su trabajo, no conocen las de los demás. Si el Señor les ha dado algún trabajo manual en el campo o en casa, al permanecer sus hijos junto a ellos podrían enseñarles lo que saben, a la par que velar sobre ellos. En lugar de eso, los mandan lejos de casa, y a ser posible a la ciudad. Allí, al parecer, todo reluce, todo es muy fácil, se trabaja menos, y no como nosotros —dicen— con el sudor de la frente. ¿Tan pobre se es trabajando en el campo o en una artesanía? ¿No proporcionan ninguna satisfacción estos trabajos?
Parece que actualmente lo mejor para los nuestros es la inactividad. Esta avidez por vivir en la ciudad, allí donde Lot (hoy en día hay muchos como él) se arruinó material y espiritualmente, tanto él como su familia, ¿de dónde viene? Responda usted mismo. ¿Acaso el Espíritu Santo nos relata en vano las enseñanzas de Jonadab, hijo de Recab, que ordenó a sus hijos, prohibiéndoles todo aquello incompatible con la vida de un extranjero en la tierra? (Jeremías 35:14). ¿No es de envidiar la recompensa de semejante fidelidad? “No faltará de Jonadab hijo de Recab un varón que esté en mi presencia todos los días” (v. 19). En Génesis 18:19 se habla de que Abraham mandase a sus hijos y a su casa. ¿No nos enseña esto sobre la importancia de hacer uso para con nuestros hijos, y por su bien, de la autoridad que nos ha conferido Dios mismo? ¿Tendrá que pedirnos cuenta del ejercicio de nuestra autoridad en la familia y decirnos: «¿Qué has ordenado a tus hijos?»
La rebeldía de los hijos, que cada vez es mayor, debería ser una razón de más para que los hogares de los creyentes contrastasen con un estado de cosas que pide ser juzgado por Dios: “Corrige a tu hijo, y te dará descanso, y dará alegría a tu alma” (Proverbios 29:17). Sin duda no es fácil emplear la vara, máxime si tenemos en cuenta que hallamos en nuestros hijos los mismos defectos que tenemos (en eso se nos parecen asombrosamente); pero, corrigiéndolos, nos corregimos a nosotros mismos y obedecemos al que dijo: “No rehúses corregir al muchacho; porque si lo castigas con vara, no morirá. Lo castigarás con vara, y librarás su alma del Seol” (Proverbios 23:13-14). ¡Cuántos castigos se inventan para esquivar este deber que nos impone la Palabra! No deben extrañarnos las consecuencias.
Termino aquí, el tema es amplio, pero para nosotros se limita a la simple obediencia a lo que escrito está. ¡Que el Señor tenga misericordia de nuestros hogares!