Hace más de un siglo, un evangelista predicó sobre el texto de 1 Corintios 16:22: “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema (maldito)”. El tono solemne con el cual fueron pronunciadas estas palabras impresionó profundamente a su auditorio en general y a un muchacho de quince años en particular.
Éste emigró a América, donde se quedó hasta el fin de su larga vida. A la edad de cien años vivía en una chacra que había adquirido en el curso de su existencia laboriosa y gozaba de todas sus facultades; pero esos largos años él los había vivido sin Dios, en el pecado.
Llegado a esta edad que muy pocos alcanzan, un día en el que meditaba sobre su vida, su pensamiento rememoró aquella predicación, tal vez la única que había oído, y en este breve instante trajo a su memoria el semblante del evangelista, su fervor por convencer a su audiencia y el efecto producido sobre ella y sobre quien le recordaba.
Toda la escena de aquel día se reconstruyó en su mente con una claridad y una precisión extraordinarias. Convencido de pecado, fue llevado al pie de la cruz, donde su fe apreció el valor de la sangre de Cristo para purificarle de todo pecado.
Dios permitió a este anciano vivir bastante tiempo aún para demostrar, por su fiel testimonio, que había verdaderamente nacido de nuevo. Nadie diga que es demasiado viejo o demasiado pecador para aceptar a Cristo.
“Al que a mí viene, no le echo fuera… El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:37, 47).