Formados en la escuela de Dios /5

2 Reyes 18 – 2 Reyes 19 – 2 Reyes 20

Ezequías

Ezequías apareció en una época particularmente crítica de la historia de Israel, y la manera en que Dios lo preparó y lo instruyó para ese difícil período es muy instructiva.

Muchas veces existe una gran semejanza entre la posición que nosotros mismos somos llamados a ocupar y la de los siervos escogidos por Dios. Ello es particularmente notable entre «grandes» y «pequeños» en la casa de Dios. El estudio de la manera en que Dios actúa frente a un siervo eminente muchas veces es de ayuda para otro siervo, que puede ser desconocido más allá de su entorno inmediato. No obstante, este último puede aprender de la misma manera, y ser profundamente disciplinado por Él así como el siervo más prominente y distinguido.

La historia de Ezequías nos presenta dos aspectos: en primer lugar, cómo recibió la fuerza para levantar el testimonio de Dios de una manera notable en un tiempo en el cual todo había caído a un nivel tan bajo que todo parecía estar irremediablemente arruinado; en segundo lugar, cómo fue instruido para confiar en Dios por el sufrimiento y la convicción del fin y de la ruina de todas las cosas en este mundo. Es sumamente instructivo considerar una historia como ésta y observar cómo Dios condujo a su siervo, y cómo lo utilizó para que hiciera Su voluntad y anduviera en Sus caminos, enseñándole que todo estaba perdido si se apoyaba en el hombre.

Hallamos la primera mención de Ezequías en 2 Reyes 18:4: “Él quitó los lugares altos, y quebró las imágenes, y cortó los símbolos de Asera, e hizo pedazos la serpiente de bronce que había hecho Moisés, porque hasta entonces le quemaban incienso los hijos de Israel; y la llamó Nehustán” (esto es, Cosa de bronce). Fue un acto audaz y decisivo por el cual empezó su carrera como siervo de Dios, porque los lugares altos ya existían desde antes del reinado de Salomón, durante su reinado y hasta aquellos días (véase 1 Reyes 3:3).

No se sabe por cuál escuela pasó Ezequías, que lo calificó para una acción tan pronta y decidida. El relato de los hechos de su padre y el estado de cosas relativo al testimonio de Dios dirigieron a ese joven de veinticinco años a actuar con tanto vigor y decisión en el mismo momento de su ascenso al trono. Surgió de las ruinas del esplendor pasado, como si jamás hubiese tenido contacto con ellas, como si hasta hubiese sido enseñado a separarse, denunciando todo lo que le rodeaba. Se colocó en primer plano, tal como lo hizo David cuando fue a visitar a sus hermanos en el valle de Ela (1 Samuel 17). Apartado de ellos, y no obstante en medio de ellos, se dedicó a hacer desaparecer todo aquello que deshonraba a Dios. Su obra llevó el distintivo de la escuela donde fue instruido, y del medio en el cual se formaron sus pensamientos. La manera en que actuamos, cuando llega el momento de obrar, pone de manifiesto la naturaleza de los principios en los cuales hemos sido nutridos.

La reforma llevada a cabo por el joven rey puso de manifiesto que fue instruido en la escuela divina de manera poco común. La disciplina de David en el desierto lo preparó para el combate contra Goliat. También era necesario que Ezequías fuese preparado y ejercitado para que pudiera reprimir con tal dominio el desorden que le rodeaba.

Esos mismos desórdenes son los que forman y ponen a prueba al siervo de Dios. Uno puede admitirlos, otro afligirse de ellos, mientras que un tercero puede tratar de remediarlos con medios insuficientes o inapropiados con la esperanza de mejorar las cosas. Pero aquel que ha recibido de Dios la revelación del verdadero orden divino no puede proponer ni aceptar menos que lo que hizo Ezequías. Para él, no hubo compromiso, sino únicamente lo correcto, según la norma de Dios. Así es como actúa el siervo de Dios, cualesquiera que sean las cosas que deben ser puestas en orden. Algunas veces se trata de pequeñas cosas que otros siervos de Dios pueden haber dejado pasar, pero que indican de manera muy particular la altura del propósito de aquel siervo fiel.

La destrucción de la serpiente de bronce por Ezequías pronto lo designó como aquel que había sido formado por Dios para Su servicio. Si bien muchas veces no nos damos cuenta de la disciplina, sus frutos, sin embargo, se hacen notar claramente, y ninguna otra cosa habría podido producirlos ni desarrollarlos. Ante todo, la gloria de Dios fue mantenida. Ezequías fue consolidado y afirmó por todas partes los derechos de su vocación y su verdadera dignidad como rey de Judá. “Y Jehová estaba con él; y adondequiera que salía, prosperaba. Él se rebeló contra el rey de Asiria, y no le sirvió” (2 Reyes 18:7). Sin embargo, Ezequías no sólo consolidó y mantuvo su verdadero lugar de rey para Dios, sino que mantuvo también el testimonio de Dios en su integridad. No basta con oponerse y resistir a los enemigos, sino con obligarlos a devolver lo que han usurpado. También se necesita hacer conocer la verdad de Dios. Ezequías no sólo se mostró más fuerte que sus enemigos, sino que se consagró al restablecimiento del testimonio de Dios.

“En el primer año de su reinado, en el mes primero, abrió las puertas de la casa de Jehová, y las reparó” (2 Crónicas 29:3). En esa obra de restauración y de bendición operó de manera tan completa y eficaz, que fue dicho: “Hubo entonces gran regocijo en Jerusalén; porque desde los días de Salomón hijo de David rey de Israel, no había habido cosa semejante en Jerusalén” (30:26). Eso se resume en el versículo 20 del capítulo 31: “De esta manera hizo Ezequías en todo Judá; y ejecutó lo bueno, recto y verdadero delante de Jehová su Dios”. Rechazar el mal e introducir el bien indica que se posee el poder divino. Allí donde no hay nada más que la convicción o la persuasión sin el poder divino, sólo encontraremos imperfección. “Las piernas del cojo penden inútiles” (Proverbios 26:7). Uno puede hacer grandes esfuerzos para resistir al enemigo, pero no tan grandes como para restablecer la verdad. Por otro lado, puede tener un verdadero deseo de restauración mediante un compromiso con el mal, el deseo de suprimir el defecto sin tomar en consideración el testimonio de Dios, o un entendimiento entre lo que es realmente opuesto a Cristo y la profesión de Su nombre. Ezequías no era así. No carecía de fuerza; resistía al mal y buscaba la verdad de Dios en su verdadero poder y la defendía. Obtuvo una altura que todos admiramos, y que también debemos intentar alcanzar.

Lo que esbocé más arriba ocurrió durante los catorce primeros años del reinado de Ezequías, en un tiempo próspero y útil. Pero cuanto más útil sea uno, más necesita saber que no hay nada en sí, y que lo tiene todo en Dios. Por eso vemos que algunos de Sus siervos son profundamente disciplinado por Él al principio, a fin de estar preparados para una carrera útil. Otros, después de un tiempo de fructuoso servicio, son humillados y afligidos a fin de aprender cuán verdadera y perfectamente suficiente es Dios en sí para todo.

El año catorce del reinado de Ezequías estuvo lleno de importantes acontecimientos para él. En efecto, leemos en 2 Reyes 18:13: “A los catorce años del rey Ezequías, subió Senaquerib rey de Asiria contra todas las ciudades fortificadas de Judá, y las tomó”. Y en 2 Crónicas 32:1: “Después de estas cosas y de esta fidelidad, vino Senaquerib rey de los asirios e invadió a Judá”. Aconteció también en aquel tiempo que Ezequías enfermó de muerte (v. 24). Fueron pruebas exteriores y también interiores. Su enfermedad debió tener lugar en el año catorce de su reinado, porque entonces le fueron añadidos quince años a su vida, y sabemos que reinó veintinueve años en total. Del hecho de que su enfermedad ocurriera después de la invasión de Senaquerib, podemos deducir su importancia como figura, pues las pruebas por las cuales pasó Ezequías durante esa enfermedad prefiguran lo que a Israel le acontecerá antes de su liberación final.

Es interesante ver a Ezequías caminando en la tierra durante esos catorce años (dos veces siete, un período doblemente perfecto) en presencia de Dios, con dignidad y fidelidad. Luego, lo vemos en circunstancias muy diferentes, oprimido por el rey de Asiria, profunda y dolorosamente trabajado en su alma ante Dios. De eso podemos sacar fruto para nosotros. La historia es sencilla: En el año catorce del reinado de Ezequías, Senaquerib subió y sitió varias ciudades de Judá. Ezequías le pagó cierta suma, un rescate para que desistiera. Pero Senaquerib volvió (posiblemente después de su regreso de Egipto) y amenazó a Jerusalén. Y entre estas dos invasiones, Ezequías cayó enfermo.

Durante catorce años anduvo con Dios y prosperó. Luego, por primera vez apareció una falta en su carrera. En lugar de rechazar la invasión del rey de Asiria (como ya lo había hecho en otra ocasión) trató de evitarlo con remuneración. Al principio de su reinado, sin recursos aparentes, se liberó del yugo de Asiria, y no la sirvió más. Mientras que en este caso, sólidamente establecido y poderoso en todo aspecto, estuvo manifiestamente sin fuerzas y fue incapaz de mantener la posición adquirida por la sola fe.

Así se explican las frecuentes faltas de los siervos de Dios. Cuando yo sirvo a Dios en Su dependencia, cuando considero Su manera de obrar hacia mí, estoy lleno de valor, aun si no veo ningún medio de mantenerme en Su camino; pero cuando comienzo a apoyarme en los frutos de mi fidelidad, en los bienes y en los recursos que Dios me dio, corro el peligro de perderlos si no los conservo de parte de Él y con Él. Así ocurrió con Ezequías. El que ocupó su verdadero lugar con tanto valor, y que recibió los derechos divinos que le fueron conferidos, no pudo mantenerlos. Se rebajó y recurrió al indigno procedimiento de comprar al que había desafiado cuando andaba con fe.

¡Qué contraste entre la confianza que da la fe en Dios y la que tiene su fuente en los recursos humanos, por grandes que fueren! Cuando Ezequías no tenía nada sino a Dios, rehusó servir al rey de Asiria; pero una vez que hubo adquirido un gran poder y una posición de plena prosperidad, se rebajó a la condición de vasallo.

Pienso que en esta ocasión le fue enviada su enfermedad. Seguramente le era necesaria. Con ella Dios quiso enseñarle lo que era la muerte y cuán terrible era para el hombre en calidad de ser humano. El relato que Ezequías hizo de sus sentimientos fue conmovedor cuando se encontró en presencia de la muerte. Dios le dijo por boca del profeta Isaías: “Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces volvió Ezequías su rostro a la pared, e hizo oración a Jehová, y dijo: Oh Jehová, te ruego que te acuerdes ahora que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho lo que ha sido agradable delante de tus ojos. Y lloró Ezequías con gran lloro” (Isaías 38:1-3).

Fue un ejercicio y una disciplina que cada creyente debe experimentar de una u otra forma. Ese momento, tan terrible por naturaleza, hay que conocerlo y probarlo. ¡Qué momento difícil, cuando el hombre tiene que dejar todo lo que ama, lo que le une a sus propias obras y a su voluntad! Cuanto más elevada haya sido su posición, más amplias hayan sido sus ocupaciones, más agradables hayan sido sus relaciones y vivas sus afecciones, tanto más difícil es la separación que experimenta a la hora de la muerte. No obstante, “está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27); pero cuando éste ha adquirido una alta posición en la tierra, le es aún más doloroso y aflictivo poder desprenderse de ella. Cuanto más bueno y útil sea el hombre, tanto más penosa e insoportable le parece la muerte. Sin embargo, éste es el juicio previsto para la humanidad; y aun el creyente como hombre sufre en su alma cuando pasa por la muerte tal como ocurrió con Ezequías. Este último era un muy buen hombre y sumamente útil. Caminó ante Dios en verdad y con un corazón perfecto. Su sufrimiento ante la muerte no resultaba de una duda en cuanto a su salvación final, sino que miró hacia la muerte como aquello que debía separarlo de sus bienes e intereses aquí en esta tierra.

Un hombre que es consciente de ser un centro de utilidad y de fuerza en la tierra, independientemente de otras consideraciones, ¿podrá aceptar a la ligera el hecho de verse privado de su posición y de su esfera de actividad por el poder de la muerte? Si uno se da cuenta de lo que significa ser separado de todo lo que ama, de todo lo que posee como hombre, de todos los que lo estiman y lo consideran como parte de su existencia, puede sólo simpatizar con Ezequías. Su experiencia nos muestra cómo un hombre de Dios, un creyente renovado, sufre ese arrancamiento.

Por supuesto, no deseamos hacer alusión a la forma en que el cristiano atravesaría esa prueba, sabiendo que después de la muerte y fuera de la carne y por encima de ella, tiene la vida en Cristo. Sin embargo, tiene que atravesarla. Por más que lo experimente tan victoriosamente, no significa que sea para él algo menor que lo que tuvo que haber sido para Ezequías, sino que recibió por gracia la vida en el Hijo de Dios resucitado. No sufre menos, sino que conoce muchísimo mejor que Ezequías la dicha que le espera.

La prueba es necesaria para que comprendamos que el cese de nuestra existencia humana es una cosa que debemos aprender moralmente en la cruz de Cristo, que tal cesación, es decir la muerte, no es cosa de poca importancia. Al contrario, es una cosa sumamente amarga que ha de cumplirse, y que la bondad y la actividad de un hombre aquí abajo, en lugar de atenuar la prueba, la agrava, aumentando la angustia.

Para un hombre, entregar su alma es el fin de todo lazo con lo que le interesaba, con lo que lo atraía y con lo que daba valor a su vida. Claro que uno puede estar quebrantado y fatigado por la tristeza o la enfermedad, y anhelar un reposo. No obstante, estar separado de todo aquí abajo sin tener una esperanza celestial, es algo terrible.

Ezequías lo expresó bien cuando dijo: “A la mitad de mis días iré a las puertas del Seol; privado soy del resto de mis años. Dije: No veré a JAH, a JAH en la tierra de los vivientes; ya no veré más hombre con los moradores del mundo. Mi morada ha sido movida y traspasada de mí, como tienda de pastor. Como tejedor corté mi vida; me cortará con la enfermedad; me consumirás entre el día y la noche. Contaba yo hasta la mañana. Como un león molió todos mis huesos; de la mañana a la noche me acabarás. Como la grulla y como la golondrina me quejaba; gemía como la paloma; alzaba en alto mis ojos” (Isaías 38:10-14).

Se comprende que esas palabras de Ezequías son el relato hecho por el Espíritu, son sentimientos producidos en él por esa difícil disciplina. No obstante, cuando dijo: “Jehová, violencia padezco; fortaléceme” (v. 14), se vio una nueva luz en su alma. Entró en la resurrección con esperanza. Entonces pudo decir: “Oh Señor, por todas estas cosas los hombres vivirán, y en todas ellas está la vida de mi espíritu; pues tú me restablecerás, y harás que viva. He aquí, amargura grande me sobrevino en la paz, mas a ti agradó librar mi vida del hoyo de corrupción; porque echaste tras tus espaldas todos mis pecados”. Aquí encontramos también el sentimiento del perdón de Dios. “El que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy” (v. 16-17, 19). La disciplina había alcanzado su propósito. Fue una prueba terrible, pero ninguna otra podía conducirlo a confiar enteramente en Dios, como manantial y fuente de vida.

Es sumamente necesario que el creyente sepa y comprenda lo que es la muerte como hombre, para poder apreciar la bendición actual que hay de vivir por el Hijo de Dios y para Dios, de manera que le agrade conforme a Su santidad y Su justicia. No es cosa fácil, pues es la suma y fin de toda disciplina. Si nos consideráramos como verdaderamente muertos y si permitiéramos al Espíritu mantener a Cristo en nosotros en todas las cosas, no necesitaríamos disciplina ni nada en nosotros que tuviéramos que hacer morir. Cuando hay en nosotros pocas cosas que tenemos que hacer morir, significa que la muerte moral tomó lugar en nosotros. En unos eso se produce de repente, en otros poco a poco. Sin embargo, la muerte física debe sobrevenir, y en la medida que percibamos que la vida que está en Cristo toma su lugar, podemos soportar la prueba y ser capaces de decir: “El que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy”.

Ezequías hizo maravillosas experiencias. Había llegado a saber lo que era estar en el valle de sombra de muerte. Vio extinguirse las luces en este mundo una por una, cuando “cayó enfermo de muerte”; y también conoció el poder de Dios que lo elevó. Había sido disciplinado por la tierna mano de Dios: ¿Andaría entonces conforme a la enseñanza que había recibido para ser renovado en conocimiento?

El final de la historia de Ezequías nos da a conocer las pruebas a las cuales es expuesto todo aquel que ha sido instruido como lo fue aquel. Vamos a ver cómo cayó en la trampa, pero al mismo tiempo cómo dio pruebas de que había sacado provecho de la disciplina por la cual había pasado. Parece paradójico que, después de un tiempo de profunda y bendita disciplina, un hombre pueda manifestar, por una parte, una gran flaqueza y, por otra, un gran poder. No obstante, así fue. La flaqueza de la naturaleza fue puesta al desnudo, mientras que la fuerza de la gracia fue manifestada.

Muchas veces, se comete el error de pensar que la gracia pone un velo sobre la carne e impide verla. Nunca le da una apariencia falsa. Al contrario, cuanto más gracia hay, más visible es el horror de la carne, si ésta no está juzgada y sumisa. Por lo tanto, no es nada raro ver una grosera manifestación de la carne, donde existe una verdadera y profunda corriente de gracia. Pedro negó al Señor: su carne fue puesta de manifiesto, mientras que la acción profunda de la gracia en su alma le condujo al arrepentimiento (Mateo 26:69-75). Pablo fue enriquecido con los tesoros de la gloria y, como consecuencia, le fue dado un aguijón en la carne a fin de que no se exaltase (2 Corintios 12:1-7).

En realidad, el mal que mora en mí es llevado a la luz por la gracia, mientras que soy conducido de manera más visible por esa misma gracia. El mal debería ser descubierto antes de que pudiera obrar, y así lo será si, en mi andar, estoy cerca del Señor. De otro modo, el hecho de que la gracia esté presente, no es ningún impedimento para que el mal salga a luz. Si ese mal es juzgado ante Dios, será quitado sin que sea públicamente manifestado por los hechos; si no la gracia no lo ocultará. Será traído a la plena luz, y recibirá allí el juicio de parte de Dios. Pues, si nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados (1 Corintios 11:31). Cuanto más avancemos en la gracia, más será puesta en evidencia la carne, si no está sumisa por esta gracia que recibimos, es decir, si no andamos en la entera dependencia de Dios que nos ha dado la gracia.

Ezequías, en la cuestión de los embajadores de Babilonia, faltó a lo que era en su naturaleza, diciendo: “Andaré humildemente todos mis años” (Isaías 38:15), y no fue capaz de resistir a las lisonjas del mundo. “Se regocijó con ellos Ezequías, y les mostró la casa de su tesoro, plata y oro, especias, ungüentos preciosos, toda su casa de armas, y todo lo que se hallaba en sus tesoros; no hubo cosa en su casa y en todos sus dominios, que Ezequías no les mostrase” (39:2). El hombre que había aprendido por la disciplina lo que era la resurrección, se dejó vencer por el orgullo de querer ser reconocido y hacerse estimar por Babilonia. Cedió y, en consecuencia, atrajo el juicio sobre su casa. De manera que vivió sólo para acarrear el juicio sobre los suyos, dando así una sorprendente prueba de la incurabilidad y perversidad del corazón del hombre natural (Jeremías 17:9). Cuando uno hace gran caso del hombre, entonces éste es puesto a prueba. “El crisol prueba la plata, y la hornaza el oro, y al hombre la boca del que lo alaba” (Proverbios 27:21). El simple hecho de ser reconocido y exaltado constituye una gran satisfacción para la carne, y proporciona la prueba positiva del peligro que nos amenaza.

Ezequías cayó en la trampa. ¡Qué caída para un hombre que había conocido la muerte y la resurrección! Babilonia personifica todo el principio del egoísmo y de la independencia de este mundo. En su falta de fe y su vanidad, Ezequías buscó la estima de Babilonia trayendo con ello el juicio sobre su casa; pues el favor de este mundo es puro engaño. La debilidad de Ezequías fue puesta al descubierto, y el juicio le fue infligido a él mismo y a su naturaleza. En efecto, su propia naturaleza fue juzgada en su misma familia, y no sólo la falta, la cual era el fruto de esa naturaleza.

Por otro lado, es un precioso ejemplo de la manera cómo un hombre debería obrar cuando se encuentra ante dificultades aparentemente insuperables. Si la lisonja de Babilonia reveló la debilidad y la vanidad de su naturaleza (lo cual es algo que siempre ocurre en la prosperidad mundana), la invasión y la terrible amenaza de Asiria (2 Reyes 18:17) sólo puso en evidencia la solidez de su confianza en Dios. Esa gran disciplina que atravesó, no quedó sin frutos.

Con respecto al hombre, conservó una serena e imperturbable dignidad. En cuanto a los mensajeros enviados por el rey de Asiria, el mandamiento del rey era: “No le respondáis” (18:36). Sin embargo, descargó su corazón ante Dios declarándole toda su angustia. Anteriormente, por flaqueza, intentó pagar al invasor; en esta ocasión, “rasgó sus vestidos y se cubrió de cilicio, y entró en la casa de Jehová” (19:1). El lugar que asumió y su actitud fueron exactamente lo contrario a lo que más tarde haría con los embajadores de Babilonia; y es consolador ver a aquel que había sido sacado de la muerte (y que supo lo que era realmente la muerte) estar allí como siendo nada en sí mismo, pero teniendo esperanza en Dios.

Cuando Dios prometió a Ezequías curarlo de su enfermedad, también le prometió que lo libraría del rey de Asiria (véase 2 Reyes 20:6). La victoria de Dios fue perfecta, sobre él mismo y sobre el opresor. No obstante, habiendo pasado por la muerte, el corazón debía aprender la manera en que podía resistir mejor en presencia de la muerte y del peligro que ante la lisonja y la aprobación del mundo. Ezequías comprendió lo que Dios es en la muerte. Por eso, bajo la presión de los asirios, se volvió hacia Dios; pero cuando fue rodeado y lisonjeado por los embajadores de Babilonia, cayó bajo la influencia fatal del sistema que ellos representaban. Entonces, en el gobierno de Dios, sus hijos y su pueblo debieron sufrir las consecuencias de su infidelidad.

Aprendamos y caminemos con paciencia, para que seamos perfectos y cabales sin que nos falte cosa alguna (Santiago 1:4).