“Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista” (Mateo 11:11). ¿Qué quiso decir el Señor con esto? Los pasajes de la Palabra que hacen referencia a la vida y al servicio de este profeta nos ayudarán a comprenderlo.
La «grandeza» de Juan se relaciona ante todo con su posición de profeta. No se ha levantado otro profeta mayor que él. Además de eso, por el estudio de su historia, descubrimos las notables cualidades de su carácter. Es algo precioso ver cómo se unen con armonía la altura del llamamiento y la belleza moral en este siervo. La flaqueza que caracterizó el final de su vida echa seguramente una sombra sobre su camino, pero nada quita a su «grandeza».
De ninguna manera es nuestro propósito admirar a un hombre. Pero una breve mirada sobre su persona dirigirá nuestros ojos hacia Aquel que le confió una misión tan grande y única, y que lo hizo capaz, por el poder del Espíritu Santo, de manifestar algo del carácter de su Señor. La posición de Juan es muy diferente de la nuestra, pero su espíritu y su actitud constituyen para nosotros un ejemplo luminoso. ¡Quiera Dios manifestar algo de esto en nuestras vidas! Sigamos el ejemplo de un hombre que se olvidaba de sí mismo porque Cristo era todo para él.
Anuncio y nacimiento del profeta
Juan es el único profeta cuyo nacimiento fue anunciado por otros profetas. En efecto, Isaías y Malaquías hablan de él. El anuncio de Isaías —“Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová…” (40:3)— se encuentra en Juan 1:23 y en Marcos 1:3. La profecía de Malaquías —“He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí” (3:1)— se cita en Marcos 1:2 y en Mateo 11:10. Malaquías describe el estado del remanente de Israel a su regreso de la cautividad. Entonces, éste estaba caracterizado por la rebelión, la infidelidad y la indiferencia. El profeta desvela sin miramientos esta actitud; por eso su profecía está en relación con el juicio. Pero, al mismo tiempo, fortalece a un remanente al anunciar la venida del Señor y el “día de Jehová” (Malaquías 3:1; 4:5). Esta venida sería precedida por un mensajero que tendría el nombre de Elías.
Esta profecía de Malaquías se cumplió unos 450 años más tarde. El ángel Gabriel anunció a Zacarías y a Elisabet el nacimiento de un hijo que había de obrar “con el espíritu y el poder de Elías” (Lucas 1:17). Este niño era Juan; no Elías en persona, sino un profeta tal como él. ¿No es notable que el ángel ya haya dicho antes de su nacimiento: “Será grande delante de Dios” (v. 15)? Mientras aguardaba el momento de este nacimiento, Elisabet, quien había sido estéril hasta entonces, podía elevar sus ojos y admirar la omnipotencia de Dios, y magnificar la grandeza de su misericordia (véase v. 58).
El servicio particular del profeta
Consideremos ahora el relato de Mateo 11. Juan ya estaba en la cárcel. Decepcionado y desanimado porque el Señor no obraba a favor de su liberación, había enviado a dos de sus discípulos para preguntarle al Señor: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” (v. 3). No dudaba directamente de la misma persona del Señor, sino de su venida mesiánica. ¿Cómo la fe puede flaquear así?
Esto probablemente se explica por el hecho de que los pensamientos de Juan estaban demasiado ocupados en la gloria del Señor tal como ella debía manifestarse con poder, según las profecías del Antiguo Testamento. Y ahora parecía que el Señor aceptaba el hecho de ser rechazado por su pueblo. Para un judío creyente, era difícil comprender que el Mesías había venido para sufrir, en lugar de combatir por una corona. Juan tampoco había comprendido la gracia de Dios que el Señor Jesús había venido a manifestar, ocupándose de los que sufrían y liberando a los que estaban esclavizados como consecuencia del pecado. ¿Se debía esperar a un Mesías que viniese con poder, o, en cambio, a un Mesías despreciado y rechazado por su pueblo? La pregunta de fe, decisiva entre todas, era ésa para cada israelita. A esto también se ligaba la cuestión de saber quién estaba preparado para compartir el rechazo con el Señor. ¿Quién estaba dispuesto a tomar “su cruz” y a seguirlo en el camino? (Mateo 10:38).
Es muy significativo el hecho de que el Señor hable de la grandeza de Juan precisamente en un momento en que éste se había vuelto débil. Como alguien lo dijo, Jesús vela su reproche con el manto de la gracia. “De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista” (Mateo 11:11). Al decir eso, el Señor considera el carácter particular del servicio de Juan. Su servicio se distingue claramente del de los profetas del Antiguo Testamento. Éstos tenían por misión hacer que un pueblo infiel se vuelva nuevamente a Dios. Pero ahora, cuando quedó comprobado que todos los esfuerzos de los profetas fueron vanos, Dios comienza algo nuevo. El momento del gran cambio de época había llegado. “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él” (Lucas 16:16). “Los violentos lo arrebatan” (Mateo 11:12). La promesa del reino ya no era para el conjunto de Israel, sino sólo para los que se arrepentían, tal como Juan lo había predicado. Ahora bien, aceptar el reino bajo su nueva forma y por la fe, implicaba un combate. Los que lo recibían estaban en violenta oposición con su entorno infiel. El Rey había venido en humildad y era rechazado. Era necesaria, pues, esta violencia para poder entrar. La puerta estrecha era la única entrada en el reino.
Como “mensajero” del Señor, Juan vino justo ante él para preparar su camino (Malaquías 3:1). Esta misión de alta dignidad lo elevaba por encima de todos los demás profetas. No obstante, en relación con eso, el Señor hace todavía una declaración muy significativa: “Pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él” (Mateo 11:11). Las bendiciones que vendrían con la nueva dispensación debían ser tan grandes que ninguno de los creyentes de la antigua —ni el mismo Juan— conoció tales privilegios. Es lo que el mismo Juan dice: “El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo” (Juan 3:29). Con toda humildad y modestia, toma su lugar como “amigo” del “esposo”, detrás del que “tiene la esposa”.
Un profeta moralmente grande
Todavía resta llamar la atención sobre algunos trazos notables del carácter del profeta presentados por el evangelio de Juan. Éstos se refieren a sus palabras y a sus hechos. Incuestionablemente, ellos nos autorizan a hablar de la «grandeza moral» de este hombre.
Al principio del servicio de Juan, le fueron enviados de Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle quién era él (Juan 1:19-23). Su respuesta fue: “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto”. Una persona que se declara ser la voz de otra, se pone ella misma en segundo plano. En contraste con los grandes de este mundo, que aman engalanarse con títulos y nombres, Juan se pone totalmente de lado. Su fe veía de antemano a Aquel de quien no era “digno de desatar la correa del calzado” (v. 27). Estas palabras manifiestan humildad y temor. El Señor era para Juan una persona de una grandeza inestimable, como lo muestran los siguientes versículos. A este respecto, podemos aprender mucho de él. Cuanto más contemplamos al Señor Jesús en su grandeza y gloria, tanto más pequeños nos volvemos a nuestros propios ojos.
La admiración que Juan dirigía al Señor se manifestó al día siguiente de esta escena. Jesús viene personalmente a él, lo que le hace exclamar: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29). Este acontecimiento se repite al día siguiente, cuando Juan dice simplemente: “He aquí el Cordero de Dios” (v. 36). En su primera exclamación, Juan hace alusión al sacrificio del Hijo de Dios; en la segunda, manifiesta un corazón enteramente lleno de la persona del Señor Jesús.
Entonces ocurre un hecho muy notable. Cuando Juan pronuncia esas palabras, dos de sus discípulos lo abandonan para seguir a Jesús. Ninguna pregunta, ningún reproche sale de la boca del profeta. ¡Bienaventurado Juan, que podía decir: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (3:30)! Sólo un corazón lleno de Jesús podía reaccionar de esa manera.
Juan es aquí el modelo de un siervo fiel. Podríamos compararlo con un predicador que, por sus palabras, atrae a los oyentes a Jesús. A su modestia y a su humildad se une la abnegación. ¿No deberíamos imitar acaso la conducta de este siervo, de manera que nuestra vida sea para gloria de nuestro Señor? Nuestros propios esfuerzos, así como también nuestras mejores resoluciones, con toda seguridad no nos darán esta capacidad. Para eso, hace falta que Cristo esté ante nuestros ojos y en nuestros corazones. “Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22). Hace falta que Él sea nuestro todo.
El final del gran profeta
Juan está en la cárcel, abatido y desanimado. El mensaje del Señor —“Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí”; Mateo 11:6— ¿habrá podido consolarlo? La Escritura no nos lo dice. Ahora, el final de Juan se aproxima, y él va a compartir el destino de muchos profetas (véase Mateo 21:35). No obstante, las circunstancias que conducen a su muerte son todavía un testimonio a su fidelidad.
Herodes celebra una fiesta por su cumpleaños, pero la vanidad y “la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16) también festejan sus triunfos. “Los deseos de los ojos” se le despiertan a la vista de una joven muchacha que baila ante él. Le promete darle todo lo que ella pidiere. Impulsada por su madre Herodías, la cual vivía en adulterio con el rey, la muchacha pide la cabeza de Juan Bautista. Éste es inmediatamente decapitado en la cárcel.
Este horrible crimen tenía sus antecedentes. Juan, quien llevaba una vida de santidad y de justicia prácticas, había reprochado valerosamente al rey su vida de pecado. Herodes lo conocía e incluso lo estimaba como un “varón justo y santo” (Marcos 6:20); pero la advertencia que concernía a la mujer de su hermano —“Juan le decía: No te es lícito tenerla” (Mateo 14:4)— fue el motivo para que Herodes metiese en la cárcel a aquel que perturbaba su conciencia. Pero esto no le era suficiente a Herodías. Movida por Satanás, estaba decidida a hacer desaparecer a Juan.
Toda la corrupción de la naturaleza humana se manifiesta en esta escena de festividades: arrogancia herida, orgullo, violencia y, finalmente, para coronarlo todo, el mal gusto de hacer traer la cabeza de Juan a la sala de fiesta. Juan fue víctima de un crimen, pero conoció la vida de un mártir. Murió como fiel testigo por la justicia y la verdad.
La Palabra expone con pocas palabras el efecto que este acontecimiento produjo en el Señor: después que fue informado del asunto, “se apartó de allí… a un lugar desierto y apartado” (Mateo 14:13). En su solitario camino y en su andar “en valle de sombra de muerte” (Salmo 23:4), buscaba frescor para su alma en la oración. Marcos comenta esta costumbre del Señor con estas palabras: “Salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35). Adorable Señor, un “gran” profeta te ha sido tomado. Has proseguido solo tu camino, para mostrar finalmente que eres el más grande y el más excelente.
El ángel Gabriel, cuando anunció a Zacarías el nacimiento de Juan, dijo: “Será grande delante de Dios” (Lucas 1:15). El mismo ángel, al anunciar a María el nacimiento de un hijo, dijo de él: “Éste será grande” (1:32). La grandeza de Juan dependía de la Persona a la cual debía servir, pero Jesús es grande en sí mismo. ¿Lo es también para nuestros corazones?