Dos oraciones no escuchadas

Deuteronomio 3:23-27 – 2 Corintios 12:7-10

Una oración de Moisés (Deuteronomio 3:23-27)

Este pasaje nos muestra lo que probablemente fue el motivo de la mayor decepción para Moisés durante su larga vida. ¡Cuántos trabajos conoció, cuántos dolores sufrió y cuántas esperanzas alimentó, al tener en cuenta la entrada en el país prometido! No obstante, Dios rehusó concederle el anhelo profundo de su corazón: “Basta, no me hables más de este asunto” (v. 26).

A esto hay que añadir que Moisés mismo había merecido esta respuesta negativa, pues en las aguas de Meriba no había honrado a Dios con su fe. Él y Aarón tendrían que haber hablado a la roca para que ella les dé agua para el pueblo sediento. Tenía que ser evidente que era Dios —y no el hombre— el dador de todo bien. Pero, en aquel momento, Moisés actuó de manera inconveniente: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la congregación, y sus bestias” (Números 20:10-11). Dios se compadeció del pueblo, y les dio agua, y hasta agua en abundancia, a pesar de que Moisés no le había santificado delante del pueblo (v. 12). Pero esta desobediencia de Moisés debía tener consecuencias amargas: No obtendrá el permiso para entrar en la tierra de Canaán; y tampoco Aarón.

¿Haría la oración de Moisés cambiar de pensamiento a Dios? ¿No podría pasar por alto este pecado de Moisés, librándole de las consecuencias? En su soberanía, juzgó que sería mejor no hacerlo. Es un Dios de gracia, pero también es un Dios santo. En su gracia, sin duda, perdonó a Moisés; pero en su gobierno, le hizo segar el fruto de su falta. “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).

Moisés aceptó el decreto de Dios y se sometió. Y al fin de sus días recibió de su parte una magnífica recompensa. En el monte Nebo, en plena comunión con Dios, cuando “sus ojos nunca se oscurecieron”, Moisés tuvo el gozo de poder contemplar el país prometido, de un extremo al otro (Deuteronomio 34:1-7).

Una oración de Pablo (2 Corintios 12:7-10)

Como Moisés, Pablo dirigió súplicas urgentes a su Señor. Deseaba con intensidad ser liberado del “aguijón en su carne” que se encontraba en él todo el tiempo. Podría tratarse de un sufrimiento físico, quizás una debilidad de la vista (véase Gálatas 4:15). Sea lo que fuere, en su aflicción, Pablo se dirigió al Señor. Sin duda él escucharía su oración. ¡Pero no! En vez de concederle su petición, el Señor le dijo: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (v. 9). Tenía en vista una cosa más elevada para su siervo. No quería librarlo de su aguijón en la carne, sino otorgarle la gracia para poder sobrellevarlo.

En el caso de Pablo, no había habido falta con anterioridad a esto. Pero ¿por qué entonces este aguijón? Era, por así decirlo, el contrapeso requerido para balancear el privilegio infinitamente elevado que había experimentado cuando fue “arrebatado hasta el tercer cielo” (v. 2). El Señor le había concedido esta gracia extraordinaria, y estaba dispuesto a darle también, día tras día, la gracia de poder soportar el aguijón con paciencia. Pablo debía glorificar a su Maestro de esta manera. Y esto era mucho más para él que ser librado del aguijón.

Pero Pablo no quedó resignado simplemente a aceptar aquello que era ineludible. Declaró: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (v. 9-10). ¡Qué sumisión a la voluntad de Dios! ¡Qué fe y qué amor por el Señor!