Estos términos, que se repiten muy a menudo en la Palabra, ¿no nos recuerdan la gran necesidad que tienen nuestros débiles corazones de exhortaciones y de estímulo, y que los peligros a los que están expuestos son numerosos? Hemos recibido un tesoro de incomparable valor, ¡guardémoslo! Hemos sido introducidos en una maravillosa posición; ¡permanezcamos en ella y estemos firmes! Tenemos una carrera que correr, una meta a proseguir, ¡perseveremos! Hemos sido llamados de las tinieblas a la luz, ¡velemos!
Debemos guardar la Palabra del Señor
“El que me ama, mi palabra guardará” (Juan 14:23). “Pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado” (1 Juan 2:5).
Su Palabra nos habla de Él, de su amor, de su humillación, de su gloria; ella mantiene ocupados nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo; nos nutre de Él; nos reanima; es la Palabra de verdad; somos santificados por ella: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Ella nos purifica.
Guardar la Palabra de Dios es la hermosa porción del hombre fiel, como lo expresa el Salmo 119:57: “Mi porción es Jehová; he dicho que guardaré tus palabras”. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (v. 105).
La Palabra nos ha sido confiada a fin de que la guardemos fielmente, tal como nos fue dada, en toda su pureza. “Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado” (1 Timoteo 6:20). En ella hay preciosas promesas para aquellos que la guardan, promesas hechas a Filadelfia (Apocalipsis 3:8), y para aquellos que guardan las palabras de la profecía (1:3; 22:7).
Debemos guardar la fe
El apóstol Pablo dirige esta exhortación a Timoteo: “Mantener la fe y buena conciencia” (1 Timoteo 1:19). Él mismo lo cumplió y pudo decir: “He acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). Guardar la fe no es solamente creer lo que se oye por la Palabra de Dios, sino también obedecer y esperar la promesa, “la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13), es vivir por fe, puesto que “el justo vivirá por fe” (Hebreos 10:38).
Debemos estar firmes
Estamos expuestos a las asechanzas del diablo, tenemos que luchar contra él, estar firmes contra sus artimañas, y, si no tenemos ninguna fuerza en nosotros mismos para llevar esto a cabo, la encontramos en el Señor. Se nos dice que tomemos toda la armadura de Dios y que nos vistamos de ella (Efesios 6); sus elementos son la verdad, la justicia, el Evangelio y la fe con la cual podremos apagar todos los dardos de fuego del maligno. Para vencerlo, tenemos una espada, la Palabra de Dios, el arma con la cual el Señor lo venció. Santiago 4:7 dice: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros”.
El apóstol Pablo dice a los corintios: “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes” (1 Corintios 15:58). “Velad, estad firmes en la fe” (16:13). A los hebreos: “Retengamos nuestra profesión” (Hebreos 4:14). “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza” (10:23).
El Señor, en sus cartas a las siete iglesias en el Apocalipsis, le dice a Tiatira: “Lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga”, y a Filadelfia: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” (2:25; 3:11).
Debemos perseverar y velar
El Señor les dijo a sus discípulos que tenían que velar: “Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Marcos 13:37).
Debemos velar para no dejarnos sorprender por el diablo, que “anda alrededor” de nosotros (1 Pedro 5:8); debemos velar como aquellos que esperan a su señor, velar manteniéndonos en oración: “Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2). “Velad, pues, en todo tiempo orando” (Lucas 21:36). Tenemos que velar siendo sobrios. “Sed sobrios, y velad” (1 Pedro 5:8). “Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios” (1 Tesalonicenses 5:6).
Cuando se trata de perseverar, cuántos cristianos, aunque empezaron bien, terminaron mal. Serán salvos así como por fuego (1 Corintios 3:15), pero no recibirán la corona de justicia que el Señor, juez justo, dará a todos los que aman su venida, a los que hayan guardado la fe, y se hayan mantenido firmes, perseverando y velando. No habrá corona para aquellos que se hayan desviado de la verdad, como Himeneo y Fileto, y que trastornaron la fe de algunos, ni para aquellos que amaron este mundo, como Demas (2 Timoteo 2:17-18; 4:7-8, 10).
Numerosos peligros se manifestaron desde el principio, los cuales se describen en las epístolas:
Los corintios estaban divididos; no guardaron “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3).
Los gálatas no se mantuvieron firmes en la fe; abandonaron el principio de la fe para someterse a la ley.
Los colosenses no estaban asidos con firmeza a la Cabeza.
Los tesalonicenses estaban en peligro de dejarse turbar por doctrinas extrañas.
Los hebreos estaban en peligro de desmayar ante los sufrimientos que tenían que pasar.
Finalmente existe el gran peligro, el lazo del diablo en el cual Diótrefes se dejó atrapar: estaba inflado de orgullo (3 Juan 9).
Si bien Dios nos proporciona “toda la armadura” para resistir los ataques del enemigo y para escapar de todos los peligros, eso no es todo: Él vela por nosotros para guardarnos, y somos guardados “por el poder de Dios mediante la fe”. “Es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (1 Pedro 1:5; Judas 24).
Y sobre todo, por fin, nuestros corazones tienen que estar llenos del amor por nuestro Señor y Salvador que nos une a su persona, y ¡que este amor no se debilite! Al contrario, tiene que crecer siempre en el conocimiento de Su amor, el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento.
El Señor dice: “El que me ama, mi palabra guardará”. Y añade: “Y mi padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:23).
¡Que el amor con que Él nos amó esté en nosotros, y que permanezcamos en su amor! (15:9).