Una sola ofrenda, varios sacrificios /5

Levítico 3 – Levítico 7

4. El sacrificio de paz (Levítico 3; 7:11-36)

En la institución de los sacrificios, el sacrificio de paz estaba tercero en la lista (Levítico 1-5). Ahora, al tratarse de las “leyes” de las ofrendas (Levítico 6-7) vemos que es el último. Éste no se ofrecía para ser “aceptado”, como el holocausto, ni para ser “perdonado”, como el sacrificio por el pecado, sino que el que lo ofrecía lo hacía para dar gracias (7:12). Sabía, por la fe, que había sido aceptado en Cristo, que sus pecados habían sido borrados por Su sacrificio, y que, de esta manera, podía tener comunión con el Padre, con su Hijo Jesucristo y con sus hermanos (1 Juan 1:3).

Tal es el sacrificio de paz. Cristo “hizo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20); “anunció las buenas nuevas de paz” (Efesios 2:17); “él es nuestra paz” (Efesios 2:14).

Expresa, además, la comunión. Hay una parte para Dios: la sangre y la grosura; otra parte para los sacerdotes: la espalda y el pecho, y, finalmente, otra para el adorador y sus invitados: el resto de la ofrenda. Según 1 Corintios 10:18 (V.M.), el que llevaba un sacrificio de paz, deseaba tener comunión con el altar. Asimismo, en la Cena tenemos comunión con Dios respecto al sacrificio de su Hijo; tenemos comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo que fueron dados por nosotros; expresamos la comunión unos con otros participando todos de aquel mismo pan.

Sacrificio de acción de gracias, sacrificio de paz y de comunión, este sacrificio era una ofrenda voluntaria de olor grato. Implicaba un ejercicio personal ante Dios: “Sus manos traerán…” (Levítico 7:30). Sólo aquellos que saben que sus pecados han sido perdonados a causa de la obra del Señor Jesús y que son en alguna medida conscientes de haber sido hechos aceptos en el Amado, pueden ofrecer el sacrificio de paz y realizar la comunión fraternal; aquellos que no conocen al Señor por sí mismos, no tienen aquí parte alguna. No podrían participar —no decimos asistir— del culto de acciones de gracias y menos aún de la Cena del Señor.

La parte de Dios

Como siempre, la ofrenda debía ser sin defecto.

La sangre era rociada alrededor del altar. Incluso cuando no se trata de perdón ni de aceptación, la sangre de Cristo guarda todo su valor ante Dios, sea cual fuere el aspecto bajo el cual se considere la obra de su Hijo. Él es la eterna base de nuestra relación con Dios.

La grosura era quemada enteramente sobre el altar. Ella representa lo que hacía las delicias de Dios en Cristo: la energía interior, la devoción a su voluntad hasta la muerte: “No… mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Juan 10:17 nos da el alcance de esto: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida”. Sólo Dios puede apreciar realmente esta devoción de su Hijo hasta la muerte. Lo contemplamos, adoramos, felices de que en esta obra haya una parte especialmente para Dios.

Levítico 7:22-27 insiste en el hecho de que ningún israelita debía comer la sangre, ni la grosura. No podemos entrar en el “misterio de la piedad”, Dios manifestado en carne (1 Timoteo 3:16), el Señor Jesús, que vino como hombre para poder ofrecer su cuerpo (Hebreos 10:10) en sacrificio y derramar su sangre. “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lucas 10:22). El valor único de su sangre y de su persona sobrepasa el entendimiento de la criatura.

La parte de los sacerdotes

El pecho, ofrecido junto con la grosura, mecido ante Dios, era comido después por Aarón y sus hijos. El pecho nos habla del amor de Cristo que excede a todo conocimiento, según la oración de Efesios 3:19. Como sacerdotes, somos llamados a alimentarnos de este amor de Cristo, y a ser “plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor” (Efesios 3:18) de Aquel que podía decir: “Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos” (Éxodo 21:5). Es el amor de Cristo por su Padre, por su esposa (la Iglesia), por cada uno de sus rescatados. Alimentados de este amor, podremos ser llenos de toda la plenitud de Dios. Pero jamás podremos comprenderlo en su plenitud: ¡Excede a todo conocimiento! Es también la grosura quemada sobre el altar.

El alimento forma al hombre interior; lo que comemos se transforma en parte de nosotros mismos. Llenos del amor de Cristo, los rescatados son conducidos a imitarlo. “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (Juan 15:9): a esto corresponde alimentarse del pecho del sacrificio de paz. Y el Señor añade: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12). Alimentados del amor del Señor, arraigados y sobreedificados en él, manteniéndonos firmes en él, podremos amarnos unos a otros.

Los sacerdotes también comían de la ofrenda vegetal que acompañaba al sacrificio (Levítico 7:12). Ésta nos habla del andar de Cristo. Alimentarse de ella es, como lo hemos visto, penetrar profunda y personalmente en el andar de Cristo aquí abajo. Llenos así de él, seremos formados interiormente para “andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Amar como él nos amó, andar como él anduvo, tal es la parte de los “sacerdotes”: creyentes que no sólo se gozan de ser salvos, de tener paz con Dios, de experimentar Sus cuidados y bendiciones, sino que toman a pecho lo que conviene a Dios, lo que Él desea, lo que él pide:

¿De qué incienso la fragancia
Pura, a Ti subiera en loor?
El nardo de nuestra alabanza,
¡Oh Jesús! ¿no es tu mismo amor?

La espaldilla elevada también era la parte del sacerdote. Esta espaldilla nos hace pensar ante todo en la fuerza y en el poder (compárese con Éxodo 28:12; Lucas 15:5). Es la oración de Efesios 1:18-20: “para que sepáis… cuál es la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos”. ¡Qué poder debe Dios desplegar para arrancar una alma a Satanás y al mundo, y hacer de ella su hijo! El mismo poder operó en Cristo a fin de resucitarlo de entre los muertos. Pronunciar una simple fórmula no da la vida, pero comer su carne y beber su sangre (Juan 6:54), es decir, creer con todo nuestro ser a un Cristo muerto, implica la operación de todo el poder de Dios, para la apropiación personal por la fe de las virtudes de ese sacrificio.

Pero si consideramos la espaldilla elevada, en relación con 1 Samuel 9:24, desde el punto de vista de Cristo mismo, reconoceremos su parte personal, la porción elevada que corresponde a Aquel que tiene toda la preeminencia. Él dio su sangre y ofreció el sacrificio perfecto (Levítico 7:33). Obediente hasta la muerte, recibió un nombre que es sobre todo nombre; está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas; el principado estará sobre su hombro; y toda rodilla se doblará ante Él.

La parte del adorador

¿Por qué motivo un israelita ofrecía una ofrenda de paz? Como acción de gracias o en cumplimiento de un voto, nos dice Levítico 7:12, 16. Lo hace en respuesta a bendiciones recibidas, como resultado del apego espiritual a Dios. No se trataba de obtener algo, de ser perdonado o aceptado, sino de traer el agradecimiento de corazones que ya habían recibido la bendición divina. Es la misma esencia del culto. Sin duda saldremos edificados, animados, consolados con el culto, pero no es ésa su finalidad. Se trata de traer a Dios lo que Él desea, hablarle de su Amado Hijo. Y esto no es una obligación, como un déspota impondría a sus súbditos. Dios no nos fuerza a expresar nuestro agradecimiento y alabarlo, aunque nos haya salvado para eso mismo. “El Padre tales adoradores busca” (Juan 4:23), pecadores perdonados y hechos hijos suyos, gozosos de recordar ante Él la obra y la Persona por la cual fueron salvos (compárese con Lucas 17:16-18).

La ofrenda podía ser de ganado vacuno u ovejuno, cordero o cabra. No todos tienen la misma apreciación espiritual de la obra de Cristo; pero siempre que Cristo es presentado, una parte es para Dios, y otra parte del alimento es para el adorador, así como para sus invitados, quienes quizá no hayan traído nada: “Toda persona limpia podrá comer la carne” (Levítico 7:19).

El israelita ponía su mano sobre la cabeza del sacrificio y se identificaba con él. En el holocausto, expresaba así que sólo esta víctima perfecta podía ser aceptada en lugar suyo; dicho de otra manera, los méritos de la ofrenda pasaban sobre el adorador. Dios ve en nosotros la perfección de la obra de Cristo. En el sacrificio por el pecado, el culpable, al poner su mano sobre la cabeza del animal, ponía sobre esta víctima pura sus propios pecados: la culpabilidad del pecador pasaba sobre la víctima. Pero en el sacrificio de paz, el adorador pone su mano sobre la cabeza del sacrificio con un profundo agradecimiento y con el sentimiento de que ya ha sido hecha la paz. Con la conciencia de que Cristo ha respondido plenamente a todo lo que Dios demanda (ofrenda macho) y a todo lo que necesitamos (ofrenda hembra), y al poseer la paz con Dios, nos regocijamos en la obra perfecta cumplida en la cruz. Cristo es suficiente para todo lo que somos y para todo lo que no somos. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta” (Deuteronomio 32:4). “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14). Pero también todo lo que Cristo era y todo lo que hizo, era infinitamente agradable a Dios; y en eso tenemos comunión.

El mismo adorador degollaba la víctima. Esto habla del profundo sentimiento de que si la paz fue hecha, lo fue por la sangre de su cruz; es la comunión de la sangre de Cristo (1 Corintios 10). Después que la grosura hubo sido quemada sobre el altar en grato olor, se podía comer del sacrificio. Primero se ofrecía, después se comía.

Con el sacrificio se presentaba una ofrenda vegetal (Levítico 7:12). No se puede disociar la vida perfecta de Cristo de su muerte. En nuestras acciones de gracias, a menudo expresamos la perfección de su vida, junto con la ofrenda de sí mismo en la cruz. La grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto. Así tenemos la unión de los tres sacrificios de olor grato, recordándonos que si bien hay diversos sacrificios, todos representan “una sola ofrenda”.

Cosa extraña, con el sacrificio de acciones de gracias se debía presentar pan leudo (v. 13). Estos panes no eran quemados sobre el altar; el uno era comido por el sacerdote y el otro por el adorador y sus invitados. En el culto de adoración, sentimos nuestra flaqueza, lo que somos en nosotros mismos. En lo que representa a Cristo, al contrario, ninguna levadura se permitía.

La carne debía ser comida el mismo día que se ofrecía en acción de gracias, o cuando mucho al día siguiente si se trataba de un voto. Nuestra comunión no puede disociarse del sacrificio, sino se vuelve impura. Las más bellas oraciones, los más bellos cánticos expresados por rutina, sobre todo una liturgia, vuelven el culto formalista, cosa muy grave a los ojos de Dios.

«Desde el momento que nuestro culto es separado del sacrificio, de su eficacia y de la conciencia de la aceptabilidad infinita de Jesús ante el Padre, se torna carnal, formal y para la satisfacción de la carne. Nuestras oraciones se convierten entonces en algo muy triste, en una forma carnal en lugar de la comunión en el Espíritu. Eso es malo, una verdadera iniquidad» (J.N.D.). Ni nuestras expresiones de alabanza, ni nuestra comunión fraternal, pueden ser disociadas, separadas del sacrificio: “Uno solo el pan… somos un cuerpo” en Él (1 Corintios 10:17). Tanto más nos alejamos aún, cuando desacuerdos —por no decir disputas—, llegan a tomar el lugar de la conciencia del sacrificio. Sólo podemos comer juntos la carne del sacrificio de paz en el sentimiento profundo de lo que le ha costado al Señor Jesús ofrecerse a sí mismo a Dios por nosotros y en la realización práctica de la paz entre los hijos de Dios (Mateo 5:24).

“Toda persona limpia podrá comer la carne”; mientras que “la persona que comiere la carne… estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo”. En efecto, el sacrificio “es de Jehová” (Levítico 7:19-21). Un extranjero no tenía ningún derecho; aquel que no es un rescatado del Señor no puede participar del culto ni dar gracias, menos aún participar de la Cena. Pero un verdadero israelita podía estar impuro. ¿Qué debía hacer? No se atrevía a comer del sacrificio de paz, pero se ofrecía un recurso: Levítico 22:6-7 muestra que el hombre impuro debía lavar su cuerpo con agua y “cuando el sol se pusiere, será limpio; y después podrá comer las cosas sagradas”. 1 Corintios 11 nos confirma la enseñanza actual: “Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan” (v. 28). No se trata de abstenerse de la Cena, sino de juzgarse a sí mismo y así comer. Únicamente aquel que había faltado (sobre todo en el caso de una caída grave que interrumpió no sólo la comunión individual con Dios, sino la comunión en la iglesia a la mesa del Señor) se hallaba imposibilitado de comer de las cosas sagradas hasta después de la puesta del sol. Para ese día, la brillante luz de la faz de Dios se había como velado. Era restaurado, podía comer, pero no era ya la plena luz. Pero recordemos que una vez efectuada plenamente la restauración, aparece un nuevo día, no por algún mérito en nosotros, sino a causa de la obra perfecta de Aquel que cumplió todo.

Por fin, recordemos que, según Filipenses 3:3 (V.M.), “adoramos a Dios en espíritu”. Hace falta, pues, poseer el Espíritu Santo para poder adorar (Efesios 1:13). También hace falta que no sea entristecido, si no ¿cómo podría él conducirnos a la adoración? «Si el culto y la comunión son por medio del Espíritu, sólo aquellos que tienen el Espíritu de Cristo pueden participar, y es menester, además, que no lo hayan entristecido, pues harían así imposible, por la mancha del pecado, la comunión que es por el Espíritu» (J.N.D.).

Sacrificios espirituales

Los sacrificios espirituales de hoy son el “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15): oraciones de acciones de gracias y cánticos de alabanza.

Varias estrofas de cánticos corresponden a uno u otro de estos sacrificios.

El carácter del holocausto se expresa, por ejemplo, con estas palabras:

¿Y quién dirá el gozo que el Padre en Ti sintió
Cuando tu vida dando, el suave olor subió?
De ese perfume llenas el cielo do ahora estás
Junto al Padre ensalzado do pronto volverás.

Estos cánticos no son muy comunes.

La ofrenda vegetal, la vida perfecta del Señor Jesús, se presenta en estrofas como éstas:

¡Jesús, qué dulce nombre!
En Ti viéronse unidas
Divinidad y humanidad
En tan excelsa vida;
Nos revelaste al Padre,
Su grande amor mostraste;
Su gracia acá, su gloria allá
Tú sólo desplegaste.

Encontramos más frecuentemente cánticos que expresan el pensamiento del sacrificio por el pecado. Por ejemplo:

Contemplando, Señor, el miserable estado
Y el abismo del mal do estuvimos aquí,
Quisiste Tú morir, librarnos del pecado,
Que por nos en la cruz, llevaste sobre Ti.

En cuanto al sacrificio de paz, cantamos palabras que expresan el descanso que hallamos en la obra de Cristo, la paz que él hizo, la comunión con Dios y entre nosotros:

Con grande amor ¡oh Cristo! te entregaste,
En cruz colgado, de Dios maldición;
Tu propia sangre, el precio que donaste,
Fue nuestra paz y eterna salvación.

¡Tierno Jesús! de Dios el Muy amado,
Del Padre el don, supremo don de amor;
A Ti Señor, el Hijo consumado,
Te adora el alma con santo fervor.

Da paz y dicha inefable
¡Oh Jesús! tu comunión,
Y de tu amor insondable
Ya gozamos hoy el don;
Santos, de común acuerdo
Demos preces y virtud,
Al Cordero inmolado
Sea gloria en plenitud.

Reflexionemos en el sentido de los cánticos cuando expresamos la alabanza ante Dios. Cantar con el entendimiento nos ayudará a entrar en los diversos aspectos de esta obra maravillosa, única y eterna: la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.

Cantar es el gozo y el privilegio de los redimidos. 2 Crónicas 29:27-28 nos da el fundamento: “Cuando comenzó el holocausto, comenzó también el cántico de Jehová… Y toda la multitud adoraba, y los cantores cantaban… todo esto duró hasta consumirse el holocausto”. Jamás habría habido cántico si no hubiese habido holocausto. Con el sacrificio, simultáneamente comenzó el cántico. Jamás desaparecerá ante Dios el valor del holocausto, y el cántico sigue hasta que el holocausto se termine. Sin duda, Cristo fue ofrecido una vez para siempre, pero el perfume del olor grato de su sacrificio subirá ante Dios. El cántico de alabanza se cantará no sólo durante el tiempo de nuestra peregrinación, sino durante toda la eternidad.

El real sacerdocio

Estos capítulos del Levítico nos mostraron cómo los israelitas llevaban ofrendas a Dios. Ahora, los creyentes somos piedras vivas; somos edificados como casa espiritual, como sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Bajo la ley, se podía presentar a Dios lo que él demandaba, y nutrirse de los sacrificios; pero la parte del cristiano es más amplia. Sin duda, lo más importante es ofrecer a Dios sacrificios espirituales: adorarlo por lo que él es en sí mismo, bendecirlo por todo lo que hizo por nosotros; luego gozarnos en su presencia y nutrirnos del infinito amor de su Hijo.

Pero, bajo la ley, época del “vallado”, del “redil” judaico (Marcos 12:1; Juan 10:1, 16), Israel ignoraba el real sacerdocio: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). Si bien nuestro primer privilegio es ofrecer a Dios sacrificios espirituales, también somos invitados a anunciar a los demás las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable. Al salir del santuario, podremos dar a conocer al mundo de donde hemos sido sacados, esta gracia, este amor, esta luz de que gozamos.

Es lo peculiar de la gracia, de esta gracia que nada retiene, pero que se extiende hasta los confines de la tierra según la promesa hecha por el Señor Jesús mismo por medio de la voz profética: “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Isaías 49:6).

Que podamos responder al pensamiento de Dios ofreciendo sacrificios espirituales y nutriéndonos de Cristo, a la vez que proclamando a nuestro alrededor las maravillas de su gracia.