Después de los combates del país de Canaán y de que Dios diera reposo a Israel sobre todos sus enemigos, Josué, ya anciano, hace sus últimas recomendaciones al pueblo. En primer lugar, les recuerda a los israelitas lo que Dios hizo por ellos y cómo combatió por ellos para darles la posesión del país. Luego, les dice que todavía quedan naciones por destruir y los exhorta a poner su confianza en Dios, quien las echará de delante de ellos. Para esto, debían esforzarse mucho en guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés para no mezclarse con esas naciones, no hacer mención de sus dioses, ni servirlos ni prosternarse delante de ellos.
Para Israel, el peligro no estaba en el poder de las naciones que quedaban, sino en el hecho de abandonar a Dios, de asociarse a ellas, de hacer pacto con ellas y de volverse hacia sus dioses para servirlos. Su corazón era lo que más debían guardar, pues, al olvidar a Dios y su Palabra, corrían peligro de dejarse guiar por sus propios pensamientos. Esto ya había ocurrido cuando los gabaonitas se presentaron ante Josué en el campamento de Gilgal; no consultaron a Dios, Josué hizo paz con ellos y también los príncipes de la congregación juraron haciendo alianza (Josué 9:14-15).
Hoy, el peligro es el mismo para los hijos de Dios. Uno de los caracteres de la vida cristiana es la lucha, no “contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). Tenemos que luchar para gozar de las bendiciones con que somos bendecidos en los lugares celestiales (Efesios 1:3). El enemigo está continuamente alrededor de nosotros para intentar privarnos de este gozo y, con este fin, busca atraernos y llevarnos al mundo. Él fue vencido en la cruz, pero nuestros corazones naturales están siempre inclinados a volverse hacia el mundo. ¡En qué triste condición caemos cuando nos dejamos llevar por él! La historia del pueblo de Israel en el libro de los Jueces nos muestra el estado miserable de aquel que se deja subyugar y desarmar por Satanás. El recurso para mantener el combate consiste en aferrarse firmemente al Señor en quien debemos fortalecernos. Solamente al acercarnos a Él estaremos revestidos de “toda la armadura de Dios” (Efesios 6:11).
Uno de los últimos mensajes de J.N. Darby a los hermanos fue: «Que se mantengan fuertemente asidos de Cristo y cuenten con una abundante gracia en él». Unidos a él, como el pámpano lo está a la vid, no estaremos abandonados a nuestros propios pensamientos, a nuestra apreciación personal sobre tal o cual cosa, a nuestra concepción del bien o del mal. Guardaremos la Palabra de Dios para practicarla, no nos apartaremos de ella ni a diestra ni a siniestra. Viviremos continuamente en el juicio de nosotros mismos, realizaremos la mortificación de la carne, que fue muerta en la cruz de Cristo, y seremos guardados de la mundanalidad, en la cual caemos tan frecuentemente porque no nos examinamos a nosotros mismos. Unidos a él, seremos “más que vencedores por medio de Aquel que nos amó” (Romanos 8:37) y podremos gozar por la fe de las bendiciones prometidas “al que venciere” de los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis.
Para los israelitas, apegarse a Dios, con la Palabra, constituía el medio de guardar sus bendiciones (Josué 23:6-8). Josué los exhortó a guardar con diligencia sus almas, para amar a Dios (v. 11). En el capítulo precedente, exhortó a los rubenitas, a los gaditas y a la media tribu de Manasés, que habían quedado al otro lado del Jordán, a que pusieran diligencia en cumplir el mandamiento y la ley que Moisés ordenó, para amar a Dios y seguirle (22:5). Fue lo que Moisés también repitió al pueblo varias veces, en el libro del Deuteronomio (6:5; 10:12, 20; 11:1, 13, 22; 13:4; 30:6, 10, 16).
Esta misma exhortación es tanto más necesaria para nosotros en el día de hoy. El alma necesita estar continuamente en guardia contra los deseos carnales que batallan contra ella (1 Pedro 2:11) y que debilitan el amor por el Señor. Mantengámonos siempre cerca de Cristo, donde el alma está protegida gozando profundamente de su amor. Dirijamos nuestras miradas hacia la cruz, donde vemos brillar este amor y el del Padre con un resplandor maravilloso durante las tres horas de tinieblas. Pero no nos detengamos allí, contemplemos a Cristo en la gloria, como el tesoro de nuestros corazones. Su hermosura, sus afectos, su gracia ilimitada, su amor inalterable atraerán nuestros corazones, produciendo un amor ardiente por él. Llenos de su gracia, él ocupará todo el lugar y podremos pasar a través de este mundo como por un desierto, como forasteros, extranjeros capaces de resistir las tentaciones y las lisonjas de los hombres, de rechazar todas las ofertas que el mundo pueda hacernos. Como Abram, en otro tiempo, respondió al rey de Sodoma: “He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram” (Génesis 14:22-23). Abram podía responder así porque se alimentaba del pan y del vino que le había traído Melquisedec, el sacerdote del Dios Altísimo, y porque su corazón estaba apegado a Dios. Deseaba y esperaba con toda su alma “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10). Los propósitos del rey de Sodoma no tenían ningún valor para él; su corazón estaba allí donde estaba su tesoro.
Y para nosotros también: si las riquezas insondables de Cristo son nuestra porción, si Cristo es realmente el tesoro de nuestros corazones, si lo amamos con toda nuestra alma, no escucharemos la voz del tentador, sino que buscaremos “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1), viviremos de la vida de resurrección que él nos dio. Las cosas eternas tendrán para nosotros un valor infinitamente mayor que todo lo que el mundo puede ofrecernos.
Entonces, guardemos diligentemente nuestras almas para amar al Señor, para estar apegados a él, para nutrir nuestros corazones de él y vivir en la comunión con él. Velemos para evitar que se infiltren en nuestras almas afectos desordenados, sentimientos que nos desvíen del Señor; procuremos siempre crecer más en su conocimiento, el cual llenará nuestros corazones y despertará nuestros afectos para con Él. Amémoslo, no sólo por lo que hizo por nosotros, sino sobre todo por lo que Él es. María Magdalena necesitaba el objeto de su corazón y de su amor (Juan 20:11); la pecadora de Lucas 7 amaba mucho a Aquel que le había perdonado sus muchos pecados (v. 47).
¿Podemos decir al Señor, como David: “Mi alma tiene sed de ti... está mi alma apegada a ti” (Salmo 63:1, 8) para seguirlo? ¿Guardamos su Palabra como resultado de nuestro amor para con él, de tal modo que, según su promesa, el Padre y el Hijo puedan venir a hacer morada con nosotros? (Juan 14:23; 1 Juan 5:3). Para el corazón de Cristo, el alma del redimido es preciosa: dio su vida, y su sangre fue derramada para poseerla, pagó un precio incalculable por ella; ¿lo privaríamos de su salario? ¡Mantengámonos aferrados a él! Guardados y liberados por él en la lucha que sostenemos contra los principados, potestades, gobernadores de las tinieblas, huestes espirituales de maldad (Efesios 6:12), confiemos tranquilos en él. Amparados en la sombra de sus alas, nos regocijemos (Salmo 57:1; 63:7). Él dice: “Yo amo a los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan. Las riquezas y la honra están conmigo; riquezas duraderas, y justicia... Para hacer que los que me aman tengan su heredad, y que yo llene sus tesoros”, anduvo por “vereda de justicia… por en medio de sendas de juicio” (Proverbios 8:17-18, 20-21). “A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad” (2 Pedro 3:18).