La Escritura nos ofrece varios ejemplos de creyentes y de siervos de Dios que se despiden de la escena terrestre y de su ministerio, tales como Jacob y Moisés, Josué y David. También podemos mencionar a Samuel en la conmovedora escena que nos relata 1 Samuel 12.
En el capítulo 20 del libro de los Hechos, encontramos al apóstol Pablo en similares condiciones. Se despide de su ministerio en la playa de Mileto, en presencia de los ancianos de Éfeso. La historia de Pablo en el libro de los Hechos consta de dos partes: su ministerio y sus sufrimientos. En la primera vemos a Pablo el siervo de Jesús; en la segunda, a Pablo el prisionero
La primera parte había comenzado, podemos decir, en el capítulo 13, y termina con el 20; mientras que la segunda empieza en el capítulo 21 y termina con el mismo libro.
Pero lo que ahora atrae nuestra atención, es el apóstol Pablo en el capítulo 20, en contraste con el Señor Jesús en análogas condiciones en Juan 13 a 17. En efecto, el Señor deja allí su ministerio en presencia de los doce, y aquí el apóstol hace lo mismo en presencia de los ancianos de la iglesia de Éfeso.
Hay puntos de contraste que se nos presentan de una manera muy viva, y lo que era humano de una manera tan eminente en Pablo, es puesto en contraste con lo que era divino como también humano en el Señor.
Pero no podíamos esperar otra cosa. Somos instintivamente conscientes de que Pablo, el más admirable y elevado ejemplo de un instrumento de Dios, lleno del Espíritu, ocupa en los afectos y los recuerdos del corazón un lugar muy diferente al del Señor. El amor que sentimos por él es el que reconocemos a una criatura como nosotros, y no más; el que tenemos por el Señor Jesús, en cambio, es un amor de adoración. Eso lo sentimos naturalmente; no es necesario que lo aprendamos. Lo sabemos, y nuestra mente renovada guarda el testimonio de lo que la Escritura nos dice: que Jesús era Dios como también hombre, y que el instrumento más dotado en la casa de Dios, el creyente más consagrado, no es más que una criatura como nosotros.
El contraste que nos ofrecen estos pasajes, donde vemos al Señor y a Pablo cada uno en el momento de la separación, nos da un ejemplo y una ilustración de todo esto, y confirma las conclusiones a las cuales nuestras almas han llegado, instintivamente como lo he dicho.
Podemos notar los siguientes puntos de contraste:
1) El apóstol somete su ministerio a la apreciación de sus hermanos. Les habla de la humildad y de las lágrimas con las cuales lo había cumplido; también de su diligencia, de cómo había enseñado públicamente y por las casas, y de cómo su predicación se dirigía tanto a judíos como a gentiles. Todo eso es muy bello en él y conviene bien a su carácter. Los trata como compañeros de servicio, y somete ante ellos su particular medida y forma de servicio; lo que también ellos habrían podido hacer con él.
Pero, pregunto: ¿es ésta la manera de proceder del Señor Jesús? ¿Ha sometido su obra a la apreciación del hombre? En los capítulos 13 a 17 de Juan, no lo vemos obrar así, ni siquiera con su Padre. Al contrario, deja ese ministerio porque ya lo ha cumplido. “He acabado la obra que me diste que hiciese” (17:4), dice Él, mientras sus ojos se dirigen al cielo, y su voz a su Padre en lo alto. Entrega una obra cumplida, una obra que él mismo sabía que era toda perfecta. Tal era su gloria como siervo, su gloria en su servicio. En lugar de someterla a la aprobación de sus apóstoles, la entrega, como lo dijimos, a su Padre, como perfectamente cumplida.1
2) Pablo anuncia a los ancianos de Éfeso que partía, ligado en su espíritu, rumbo a Jerusalén, pero sin saber lo que allí había de acontecerle, excepto lo que el Espíritu le había atestiguado, a saber, que le esperaban prisiones y tribulaciones.
Pregunto de nuevo: ¿se parece esto a lo que el Señor decía? Es justo lo contrario. Al despedirse de su ministerio y de sus siervos, les hace saber que él conocía todas las cosas, tanto las del presente como las del lejano futuro, las del cielo y las de la tierra; la historia de la enemistad del mundo y la de los padecimientos de los justos en él. Sabía también la historia de la misma eternidad, porque también les dice que vendrá otra vez para tomar a los suyos a sí mismo, y llevarlos a la casa de su Padre para que vivan allí para siempre. Ciertamente vemos aquí de nuevo la gloria del Señor, y un testimonio a Aquel a quien estamos considerando en Juan 13-17.
3) El apóstol también dice a sus compañeros, entre quienes había vivido tanto tiempo y con tal intimidad, que iba a dejarlos y que no lo verían más.
¿Qué dice el Señor? Evidentemente Pablo no podía decir nada más. Como hombre, como criatura, que veía el final de su carrera muy cerca, y la muerte que ponía fin a su ministerio, no podía decir otra cosa que: “ninguno de… vosotros… verá más mi rostro” (Hechos 20:25). Pero el Señor, al contrario, les informa que no dejaría de verlos, y que ellos jamás dejarían de verlo a él. Les dice: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). “El mundo no me verá más; pero vosotros me veréis”, y eso durante la eternidad. Vendrá otra vez a ellos y por ellos. Lo verán en espíritu hasta que ese momento llegue, pero entonces en gloria, en la casa del Padre, con él.
¡Qué cosa maravillosa! Pablo no podía emplear un lenguaje más elevado; el Señor no podía hablar de manera más simple. Por un lado la criatura, por el otro, Dios: en una la forma tan dulce, tan atrayente, tan afectuosa de las relaciones humanas; en la otra, el resplandor de la gloria personal y divina.
4) Luego, oímos al apóstol afirmar que no consideraba importante la prisión ni la muerte; y eso es extraordinariamente bello. Bien puede humillarnos encontrar en otro esta fe dispuesta a sacrificarse. Pablo ponía su vida sobre el altar, y estaba totalmente dispuesto a ofrecerla. Pero cuando escuchamos a su vez al Señor Jesús, oímos el lenguaje de aquel que iba a volver al Padre en la gloria porque había glorificado a Dios y al Padre en la tierra. Es precioso ver a Pablo fortalecerse en vista de lo que le quedaba por atravesar de conflictos y de su viaje; pero el Señor llegaba al término del recorrido en la consciente perfección de aquel que había glorificado a Dios en este mundo de tal manera que eso le daba derecho a ser glorificado con Dios en el cielo.
5) Vemos también a Pablo dando consejos a sus hermanos, consejos excelentes y muy bien adaptados a sus circunstancias. Podemos decir que no podían ser más justos y adecuados. Se referían a servir a Dios en Su iglesia, y mirar por sí mismos, porque había peligros inminentes.
¿Qué encontramos en Cristo que corresponda a eso? Él también da consejos a sus apóstoles, y de varias clases. Pero, entre otros, que ellos deberían dar testimonio de él; y que el Espíritu Santo que iba a venir del cielo también daría testimonio de él, y que glorificaría su nombre tomando de lo suyo y que lo haría saber (Juan 16:14).
¡Qué distancia infinita y, sin embargo, necesaria había aquí! ¿Habría podido Pablo decir algo semejante a los ancianos de Éfeso? ¿Habría podido, o querido, o se habría atrevido a proponerse él mismo como objeto de ellos, o como objeto de su ministerio desde el momento en que los dejaría? Lo que les dice es muy apropiado, a saber, que sirvan a Dios y que miren por sí mismos. Pero, sin considerarlo una rapiña, Jesús se pone en compañía del Dios y Padre, haciéndose junto con el Padre el objeto del testimonio del Espíritu Santo y del ministerio de los apóstoles.
Por cierto que, en cada detalle de este contraste, brilla la gloria de Aquel que estaba infinitamente por encima del primero de los hijos de los hombres. Todo confirma las impresiones de nuestros propios corazones, que nos dicen que con Jesús, pero sólo con él, de todos los hijos de los hombres, estamos en relación con el mismo Dios vivo, con aquel que adoramos, como también amamos.
6) Pero hay aún más. Pablo encomienda a sus hermanos y compañeros a Dios y a la Palabra de su gracia. ¿Qué más hubiera podido hacer? Pero, ¿qué hace el Señor en semejantes circunstancias, dejando atrás a sus apóstoles y a sus discípulos, como Pablo dejaba atrás a sus compañeros y a sus hermanos? Actúa de otra manera y de una manera muy gloriosa. Les deja su paz. Lava sus pies para que cada uno pueda estar ante Dios “todo limpio”. Les promete el Espíritu, el que sería para ellos luz y consuelo, y los confía al Padre, a fin de que Éste continúe haciendo, durante su ausencia, lo que él había hecho cuando estaba con ellos. ¡Qué manifestación de gloria divina! Y Él se propone brindarles sus cuidados, sus pensamientos, su servicio, hasta que los haya hecho perfectos por la eternidad en la casa del Padre. Si Pablo, como hombre, no podía hacer más de lo que hizo, Jesús aquí no hizo nada menos de lo que Aquel que era uno con el Padre podría haber hecho.
7) Por fin, vemos a Pablo someter no sólo su ministerio, sino incluso su conducta a la consideración de sus hermanos. “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido” (v. 33-34). Está ante ellos con el testimonio de una buena conciencia. No lo censuro ni quiero rebajarlo por eso, aunque en otra ocasión había podido decir que en muy poco tenía el ser juzgado por los hombres (1 Corintios 4:3), y había reconocido que era un necio al glorificarse (2 Corintios 12:11; compárese con cap. 11:16). Lo repito, no me atrevo a censurarlo ni a rebajarlo por eso. Pero pregunto: ¿Es ésta la manera de proceder del Señor Jesús? ¿Acaso Él somete su conducta o su ministerio al juicio de los hombres? No, por cierto.
Antes bien, afirma tres grandes y gloriosos hechos morales relativos a Él, a sus caminos, a su vida, a su conducta en el mundo. Dice ante sus apóstoles que había glorificado a Dios en la tierra; dice al Padre que lo había glorificado en su ministerio respecto de los elegidos (Juan 17); y dice de sí mismo: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30).
¡Qué elevación moral, con plena consciencia, se expresa en esas declaraciones! Es la gloria moral de una cualidad necesaria y esencialmente divina; una vida y una conducta que sólo Dios manifestado en carne podía mostrar. No osaríamos buscar una vida semejante a ésta en otro que no sea Jesús; y es nuestro gozo saber que no podemos encontrarla en ningún otro, ni en el cielo ni en la tierra, ni entre los ángeles ni los hombres; que nadie sino el Hijo, que está en el seno del Padre, que era también el Hijo del hombre, podía ofrecer semejante sacrificio vivo de incienso puro, de olor grato; un sacrificio más aceptable para Dios que la obediencia que habría podido ofrecer toda la creación junta.
Hemos podido echar un vistazo a “la gloria más eminente” (2 Corintios 3:10). En Pablo hay ciertamente una preciosa belleza moral; y podemos humillarnos al observar a tal hombre o al pensar en él. Pero, nuestros propios pensamientos nos lo dicen, y también la historia nos lo muestra, esta belleza era de otra especie y de otra calidad, radicalmente diferente de aquella que se revelaba a nosotros en el Señor Jesús. En Él esta belleza moral es divina. Son hilos de oro tejidos en la tela del efod (Éxodo 39:3).
Al final de esta escena, hay una expresión de conmovedora humanidad que no podríamos encontrar en la escena análoga entre el Señor y sus apóstoles. Pablo “se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo, le besaban” (v. 36-37). ¡Qué dulce es para el corazón! Suspiramos por tener más de esta comunión; porque somos rígidos y fríos. El corazón es muy poco capaz de derramarse de esta manera. Pero, ¿habría podido producirse esto entre el Señor Jesús y sus apóstoles? ¿Qué dicen a esto nuestros instintos renovados, las concepciones y sensibilidades de la nueva criatura? ¿Y qué dice el relato de la Escritura? Jesús oró, igual que Pablo; pero lo hizo volviendo sus ojos al cielo, y dirigiéndose a su Padre sobre la base de su obediencia cumplida, y luego expresando su voluntad y deseo acerca de sus redimidos. Los discípulos estaban tristes, muy tristes, como lo estaban los compañeros de Pablo. La tristeza había llenado sus corazones porque creían que iban a perderlo. Pero sabían muy bien que Él era para ellos mucho más y muy diferente de lo que Pablo era para sus hermanos. En su humana intimidad, total y caluroso afecto, no se habrían atrevido a echarse al cuello de Aquel que acababa de lavarles los pies, en gracia divina, dándoles el derecho de presentarse ante Dios, su Padre, sin mancha sobre ellos.
Estas distinciones, llenas de significado, son de perfecta belleza. Y yo creo —y es para mí un feliz pensamiento— que nuestros propios instintos, como creyentes, nos habrían sugerido esos mismos contrastes que encontramos en estos dos pasajes de la santa Escritura.
- 1Asimismo, en su debido tiempo, entregará el reino (1 Corintios 15:24); aquí, después de haber servido como testigo; entonces, cuando haya servido como rey: todo es perfecto en las dos ocasiones. Entrega su ministerio como alguien que ha sido fiel.