“Un hombre”
“Labrador soy de la tierra” (Zacarías 13:5). Cristo fue un hombre en medio de los hombres. Participó con los hombres del castigo que Dios había pronunciado sobre Adán, culpable de desobediencia: “Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida” (Génesis 3:17). Fue un hombre cuya apariencia no permitía distinguirlo de los que lo rodeaban (Isaías 53:2), salvo quizás que su parecer fuera “desfigurado de los hombres” (Isaías 52:14). Fue un hombre que nadie reconocía, mezclado entre la gente pobre y miserable que descendía al Jordán para hacerse bautizar. Juan el Bautista no lo habría reconocido si Aquel que lo enviaba a bautizar no le hubiese dicho: “Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Juan 1:33-34). Fue un hombre sufriente, sobre cuyas espaldas los aradores hicieron largos surcos (Salmo 129:3), cansado, que sentía hambre y sed, el mismo que había creado los manantiales de agua. Fue un hombre que se rebajó hasta el punto de tener que pedirle un poco de agua para beber a una mujer pecadora. Fue un hombre rico, de todas las riquezas del cielo y de la tierra, que se hizo pobre para que nosotros con su pobreza fuésemos enriquecidos (2 Corintios 8:9). Fue un hombre que encontró solamente un pesebre para nacer y que no tenía donde recostar su cabeza (Mateo 8:20). Fue un hombre pobre entre los pobres, un hombre humillado entre los humildes. Pero descendió más bajo aún.
“El hombre”
Cristo no sólo fue un hombre, sino el hombre que, aunque Dios lo llamó su compañero, tuvo que ver su espada levantarse contra él (Zacarías 13:7). Y este hombre salió cargando su cruz, coronado de espinas y vestido con un manto de púrpura para que se burlasen de él. Pilato lo presentó a los judíos diciendo: “¡He aquí el hombre!” (Juan 19:5). Éste es el que sufrió solo el juicio que el hombre pecador mereció; el hombre que representó a la humanidad entera bajo el juicio y en la muerte.
El hombre perfecto, el Hijo del Dios santo, del Dios fuerte, sufrió el abandono, la ira y la muerte
Cristo pudo decir: “Yo soy el hombre (no un hombre) que ha visto aflicción bajo el látigo de su enojo. Me guió y me llevó en tinieblas, y no en luz; ciertamente contra mí volvió y revolvió su mano todo el día” (Lamentaciones 3:1-3). “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53:10). Solamente Él, el hombre perfecto, soportó estas cosas de parte de Dios. Descendió aún más bajo:
“Mas yo soy gusano, y no hombre” (Salmo 22:6)
Conocemos ese Salmo 22, pero ¿nos hemos detenido en este versículo 6? Un gusano es el animal más despreciado que existe, del cual nos damos vuelta con asco y nos alejamos con horror. Sólo la Escritura puede emplear una expresión semejante para hablar de Cristo. Fue puesto más bajo que cualquiera de nosotros, más bajo que un hombre, “oprobio de los hombres”. Ése es el lugar que el Señor de gloria tomó. Pero cuanto más bajó, más brilló su gloria. ¡En la humillación, brilló su gloria! Meditemos y adoremos.
Sin embargo, todavía no es éste el fondo de su humillación:
“Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado” (Juan 3:14)
Una serpiente en el desierto. Un gusano no es sino despreciado y provoca repugnancia, pero una serpiente es temida y provoca terror. Una serpiente es imagen y personificación del pecado. Cristo, el Santo y el Justo, fue tratado como el pecado. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Fue juzgado como si fuese el mismo pecado, y sufrió la cruz como tal. ¿Quién podrá sondear lo que esto fue para Él? Dios, su Padre, apartó su mirada de Él, porque muy limpio es de ojos para ver el mal: no podía dirigirlos sobre Aquel a quien “hizo pecado”. Es un misterio profundo, misterio insondable de su humillación, pero misterio de amor, porque su amor por nosotros es lo que lo hizo descender y humillarse hasta tomar ese lugar. Y porque “se humilló a sí mismo… Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:8-11).
Pronto veremos en la gloria a Aquel que se humilló a sí mismo por nosotros.