Cristo “vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros
que estabais lejos, y a los que estaban cerca;
porque por medio de él los unos y los otros
tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre.”
(Efesios 2:17-18)
El apóstol Pablo trata aquí de la situación moral existente cuando Jesucristo vino al mundo. Había unos que “estaban cerca”; esta expresión designa a los judíos que poseían las Escrituras. Como descendientes de Abraham, Isaac y Jacob, gozaban de ciertas promesas que habían recibido gracias al pacto que Dios había sellado con los padres; esperaban al Mesías prometido. Ellos se consideraban el pueblo de Dios.
Había otros que “estaban lejos”; eran las naciones extrañas al Dios de Israel, “sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (2:12).
Sin embargo, los que estaban cerca, en realidad se habían vuelto atrás de su Dios. Le honraban con los labios, pero su corazón estaba lejos de él. A tal punto que cuando Jesús, el objeto de la esperanza, vino, su pueblo le condenó a muerte.
Así que los que estaban “lejos” no tenían ningún derecho a la bendición divina y los que estaban cerca la despreciaban. Pero, con la muerte de Jesucristo, todo cambió. No hay más distinción; “la pared intermedia de separación” fue derribada (v. 14). Todos, culpables peca-dores delante de Dios, son llamados del mismo modo por el Evangelio. Cristo les es presentado como el único Salvador, Aquel de quien todos tienen necesidad.
Todos los que lo reciben, es decir, todos los que creen en él, de dondequiera que vengan, tienen el mismo privilegio de inestimable valor —muy superior al de aquellos de los cuales los judíos se envanecían—: se acercan a Dios como hijos, conociéndolo como Padre en Jesús.