Es de sumo interés considerar los títulos bajo los cuales Dios quiso hacerse conocer en el Nuevo Testamento.
“El Dios de la gloria”
Esteban dio a Dios este título notable cuando testificó ante el concilio (Hechos 7:2). “El Dios de la gloria apareció a... Abraham” cuando sus padres vivían al otro lado del río Éufrates y servían a dioses extraños (Josué 24:2). Dios llamó a Abraham, quien salió de su tierra y de su parentela, y comenzó su peregrinaje hacia el país de Canaán (Génesis 12). Parece evidente que el título dado a Dios pone en contraste la gloria de Aquel que es eterno y todopoderoso con la vanidad de los ídolos. La fe de Abraham lo apegó a ese Ser glorioso, totalmente por encima del mundo idólatra en el cual vivía. A partir de ese momento, su vida estuvo fundada en Aquel que se le había aparecido: el Dios de la gloria.
De la misma manera, la Palabra nos declara que hemos sido llamados por su gloria y excelencia (2 Pedro 1:3). A causa del pecado, el hombre “está destituido de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Pero, por esta misma gloria hemos salido de nuestra triste condición para andar en el camino que conduce a la gloria eterna, y a lo largo del cual la virtud, la energía espiritual dada por Dios, debe caracterizarnos. “Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14). “También tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”, según la declaración de Romanos 5:2.
“El Dios de amor”
Esta expresión se encuentra en el mensaje de Pablo a la iglesia de Corinto. “Por lo demás, hermanos, tened gozo, perfeccionaos, consolaos, sed de un mismo sentir, y vivid en paz; y el Dios de paz y de amor estará con vosotros” (2 Corintios 13:11).
¡“El Dios… de amor”! Esta expresión pone delante de nuestros corazones el amor infinito del Dios soberano. Juan dice: “Dios es amor” (véase 1 Juan 4:8-10). Este amor se reveló en el don de su muy amado Hijo unigénito. Teníamos doble necesidad de ello. Estábamos muertos: vivimos por Cristo. Éramos culpables: él es la propiciación por nuestros pecados. Cristo fue hecho para nosotros vida y propiciación.
En Romanos 5, versículo 5, leemos que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”; en el versículo 8, que “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. En Romanos 8:39, se nos asegura que nada “nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Notemos cómo el amor y la paz están estrechamente ligados en la Palabra y en la vida del cristiano. Que podamos así andar cada día gozando de ese maravilloso amor de nuestro Dios. “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Dios es por nosotros. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (v. 32).
“El Dios de paz”
Esta expresión se encuentra varias veces en el Nuevo Testamento; dos veces en los últimos capítulos de la epístola a los Romanos (15:33; 16:20). Después de haber puesto a los creyentes en guardia contra las enseñanzas de los falsos maestros, Pablo dice: “Quiero que seáis sabios para el bien, e ingenuos para el mal. Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies”. Dios estará plenamente satisfecho sólo cuando la paz que está en armonía con sus propios pensamientos reine por todas partes. ¡Qué aliento para nosotros! Mientras que el mal parece triunfar en el presente, Satanás, el instigador del mal, será aplastado bajo los pies de los creyentes. El apóstol puede entonces desear que “el Dios de paz sea con todos vosotros”.
En Filipenses 4, el apóstol Pablo habla de “la paz de Dios” y del “Dios de paz” (v. 7, 9). Nuestra vida cristiana comienza por el gozo de la paz para con Dios: Romanos 5:1. La paz de Dios es esa paz que, en la práctica, proviene del conocimiento de que Dios está por encima de todas las circunstancias exteriores, y que hace que todas las cosas nos ayuden a bien (Romanos 8:28). Desde la cárcel de Roma, el apóstol exhorta a los filipenses a no estar afanosos, sino a presentar sus necesidades delante de Dios, y les da seguridad. Obrando así, la paz de Dios guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús; y esta paz sobrepasa todo entendimiento (véase Filipenses 4:6-7). Más adelante, alentándolos a estar ocupados en el bien por medio de una serie de ocho cosas que habían podido ver en él, el apóstol agrega: “Esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros” (v. 8-9). Como fue claramente establecido, tener al “Dios de paz” con nosotros es mucho más que poseer “la paz de Dios”. «Dios mismo es la fuente de la paz. Es el gozo de su bendita presencia en el camino. La paz de Dios es un alivio para nuestros corazones y nuestros espíritus. El Dios de paz con nosotros es el poder. Es imposible que podamos desear algo más» (W. Kelly).
Hay otra referencia al Dios de paz en la oración del apóstol por los tesalonicenses: “El mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5:23). En este pasaje, quizá hubiéramos esperado encontrar otro título que el de Dios de paz. Pero el apóstol considera el cumplimiento final del trabajo de Dios en los suyos y por los suyos, cuando venga el día en que no habrá ninguna nota discordante, cuando los creyentes estén para siempre con el Señor.
La última mención del Dios de paz se encuentra en los versículos 20 y 21 de Hebreos 13: “El Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
La epístola a los Hebreos apela al Dios de paz para que Su obra en los creyentes se cumpla en perfección por Jesucristo. La base de la paz del rescatado es la sangre de Cristo. Dios manifestó su plena satisfacción en la obra de la cruz resucitando a Jesús de los muertos, por la sangre del pacto eterno. Este pacto abarca los pensamientos de Dios desde la eternidad, respecto a todos los rescatados celestiales y terrenales. El Buen Pastor que dio su vida por las ovejas, fue resucitado de los muertos, y es ahora el soberano pastor que cuida de los suyos. Velemos para que, de nuestra parte, no haya obstáculos para el trabajo de gracia que el Dios de paz cumple en nuestros corazones y en nuestras vidas, para realizar sus designios hacia nosotros.
“El Dios de esperanza”
Este título se encuentra solamente en Romanos 15:13: “El Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo”. ¡Qué título maravilloso! Dios es a la vez la fuente y el dispensador de la esperanza. Es aquel que quiere llenarnos de todo gozo y paz en el creer, si conservamos una fe infantil en cuanto a las verdades desarrolladas en la epístola, de manera que por el poder del Espíritu Santo abundemos en esperanza, como vasos que desbordan de bendiciones sobre nuestros hermanos.
Seguramente, la fe de Abraham descansaba sobre el Dios de esperanza. Al respecto leemos que “creyó en esperanza contra esperanza” (Romanos 4:18). “Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido” (v. 20-21).
Que podamos seguir el ejemplo de Abraham, y contar realmente con la palabra del Dios de esperanza. Recordemos la exhortación del salmista: “Esforzaos todos vosotros los que esperáis en Jehová, y tome aliento vuestro corazón” (Salmo 31:24).
“El Dios de paciencia y de consolación”
Estos dos títulos se hallan juntos en Romanos 15:5-6: “El Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”. La mansedumbre debería caracterizar a todos los creyentes. Son exhortados a tener un mismo sentir según Cristo Jesús. Para esto se necesita que cada uno tenga el espíritu de Cristo. Así, todos podrán unirse para la alabanza, y rendirla a Dios unánimes y a una voz. Tal unidad no puede ser realizada por medio del esfuerzo humano. Por eso, el apóstol nos hace volver a la fuente: el Dios de paciencia y de consolación.
Meditemos el hermoso pasaje de 2 Corintios 1:3-4: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios”. ¡Cuán precioso es que Dios transforme las pruebas por las cuales pasamos, en tan grandes bendiciones! Nosotros mismos experimentamos sus consolaciones, y así somos hechos capaces de alentar a los demás en sus penas y sus tribulaciones.
“El Dios de toda gracia”
El apóstol Pedro termina su primera epístola con estas palabras notables: “El Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca. A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (1 Pedro 5:10-11). ¡Qué nombre precioso el de Dios de toda gracia! ¿No puede “hacer que abunde en nosotros toda gracia” (2 Corintios 9:8)? ¿Podríamos tener todavía motivos de desaliento y de temor? Dependemos de Él, el fin está asegurado. El Dios de toda gracia nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo. El camino de la prueba no será demasiado largo. Él mismo quiere perfeccionar, afirmar, fortalecer y establecer a aquellos que llamó a su gloria eterna. Seguramente nos conducirá hasta allí, y nos es suficiente aquí abajo. A ese Dios, que es el nuestro, damos, junto al apóstol, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.