“Tenemos este tesoro en vasos de barro,
para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros.”
(2 Corintios 4:7)
Dios nunca confiere a los suyos un poder intrínseco, un poder que les pertenezca de forma exclusiva. “Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el poder” (Salmo 62:11). Si esto es importante para todos los creyentes, más aún lo es —si se me permite una distinción— para aquellos que son llamados al servicio de la Palabra. En cada servicio y en cada acto de la vida de los creyentes, el poder de Dios es necesario para caminar y para servir en la energía del Espíritu, manifestando la vida de Jesús en su carne mortal (véase 2 Corintios 4:11).
Para que la vida del cristiano se caracterice por las palabras: “no… yo, mas… Cristo” (Gálatas 2:20), es necesaria la disciplina del Padre, adaptada a las necesidades particulares de cada uno. No dudo de que por esa razón, toda especulación en cuanto a la naturaleza del aguijón en la carne que afligía al apóstol Pablo (2 Corintios 12:7), está condenada al fracaso. Dios, en su sabiduría, juzgó bueno no darnos detalles al respecto. Este desconocido aguijón, que operó en este hombre, pero que se aplica a cada uno de nosotros, nos enseña un gran principio de las sendas de Dios. Cada uno tiene su propio “aguijón”, aquello que contraría su tendencia natural, de manera de despojarlo de toda pretensión al poder y de quebrantar la tan estimada fuerza del hombre.
Vemos esto por todos lados, pero lo vemos mucho más claramente en nuestra propia vida. No está siempre permitido que los demás conozcan el aguijón secreto que hace su obra en nosotros. Antes de entrever “el fin del Señor” (Santiago 5:11) —su objetivo para con nosotros— estaríamos dispuestos a cualquier cosa a fin de que nos sea quitado. Pero Dios clava aún más profundamente la estaca que nos ata a la tierra, en una impotencia total para nosotros. Podemos ver esto, por ejemplo, en situaciones matrimoniales que se apartan del orden normal. Esta situación irregular carcome el alma, particularmente cuando hay sensibilidad espiritual; pero ningún poder terrenal puede cambiar las cosas, y la liberación celestial es rechazada. Puede tratarse también de un hijo cuya conducta quebranta el corazón de sus padres. Toda acción hacia él resulta en fracaso, y el “aguijón” se hunde profundamente en el corazón herido. Dios puede también permitir un motivo de sufrimiento que hace pensar que la muerte sería menos dura de soportar. Quizá las calumnias hayan provocado heridas hasta el fondo del alma. Hay quizá una debilidad física que hace que el afligido sea un motivo de sufrimiento para los que lo aman, o de ridículo para los demás. Todo esto, todas las penas que siembran nuestro camino, son utilizadas por nuestro Padre como aguijón, para mantener en el fracaso la energía de la carne, para quebrantar la fuerza del hombre.
Las circunstancias, los amigos, la familia, la salud, la reputación... todos están vinculados en los caminos de la sabiduría divina, en esta santa disciplina de nuestra alma. En la mano de nuestro Padre, estas cosas son como los muros que encauzan un río de cada lado. La corriente de agua es útil y productiva, pero si se desborda por encima de esos muros, devasta todo a su paso en lugar de llevar bendición. ¿No hemos llegado a pensar que hubiéramos podido servir mejor a Dios si las circunstancias hubiesen sido diferentes, es decir, si los muros que canalizan el río hubieran sido rotos? ¡Qué error! Ellas son sólo las sabias medidas que toma nuestro Padre para mantenernos en el camino, a fin de que podamos glorificarle.
Hay un “cordón de tres dobleces” (Eclesiastés 4:12) que debe encontrarse en el creyente para que sirva bien a su Señor: los motivos, la energía y el objetivo. A veces, los motivos pueden ser buenos, como también el objetivo que nos hemos fijado, pero la energía puede ser sólo la del hombre que piensa cumplir la obra de Dios. Las tres cosas deben ir juntas, y la finalidad de la disciplina de nuestro Padre es que todo sea de Él y no de nosotros.