La mayoría de las personas en la actualidad no creen en la existencia del diablo. En esto se parecen a los saduceos que decían que “no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu” (Hechos 23:8). Sin embargo, la Palabra de Dios nos da indicaciones precisas y ciertas respecto a él. De hecho no lo representa con los rasgos de una especie de sátiro, con cuernos, cola y pies, tal como la superstición popular suele verlo, ni como un ser ridículo con el cual se atemoriza a los niños; tampoco como una concepción teológica, una influencia, una fuerza o un principio. No, la Biblia nos muestra a “la serpiente antigua” que “engaña” (Apocalipsis 12:9) —a la cual los griegos llamaban diablo y los hebreos adversario y Satanás—, como un ser poderoso e imponente, lleno de sabiduría y astucia, príncipe de ejércitos inmensos de la potestad del aire (Efesios 2:2), como príncipe de los demonios, ante el cual deben cesar las bromas y la liviandad de los hombres.
En la epístola de Judas se menciona su considerable poder, y nos previene de no blasfemar de las potestades superiores” (v. 8), porque ni siquiera el arcángel Miguel “se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda” (v. 9).
Hallamos lo mismo en el profeta Zacarías, cuando el ángel hace vestir al sumo sacerdote Josué con ropas de gala. Se opone a Satanás diciendo: “Jehová te reprenda, oh Satanás” (3:2).
En otra parte, la Palabra lo llama “el príncipe de este mundo” (Juan 14:30), y “el dios de este siglo” (2 Corintios 4:4). El Señor Jesús no niega que todos los reinos y su gloria le pertenecen, y que puede darlos a quien quiera (Lucas 4:5-6). Pero Satanás miente cuando, hablando de la gloria, dice: “a mí me ha sido entregada”, porque la ha robado.
Si leemos todavía la magnifica descripción de Satanás bajo la imagen del rey de Tiro (Ezequiel 28:12-19), nos haremos una idea muy diferente de la que tiene la mayoría de los hombres. Aquel que, a causa de nuestro pecado, fue hecho príncipe y dios de este mundo, antes de su caída era “el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura”. Era un “querubín grande, protector”, que estaba en el santo monte de Dios, paseándose en medio de las piedras de fuego, perfecto en todos sus caminos.
Pero todas esas ventajas sirvieron sólo para su perdición. En efecto, vemos que su corazón se enalteció a causa de su hermosura, y que corrompió su sabiduría a causa de su esplendor. La maldad se halló en él, fue lleno de iniquidad, y pecó (v. 16). Se enalteció contra Dios, y fue echado del monte de Dios. Y, en su caída, arrastró a todos los ángeles que le servían.
He aquí todo lo que Dios tuvo a bien comunicarnos en cuanto a la caída de Satanás, la que sucedió antes de la creación del hombre. ¿Por qué Dios le dejó su lugar en el cielo y su poder en la tierra? ¿Por qué aplazó la aplicación del juicio a ese rebelde? ¿Por qué permitió que el mal viniera a la tierra por él? Frente a estas preguntas y otras más, la Palabra de Dios no nos da respuesta.
“No nos toca a nosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad” (Hechos 1:7). Igualmente, estas preguntas referente a Satanás pertenecen a las cosas secretas de Dios (véase Deuteronomio 29:29), y debemos contentarnos con lo que ha sido revelado para nuestro provecho. Aquel que intenta sondear esos misterios de Dios ocultos al espíritu humano, sigue la misma inclinación culpable que condujo a Adán y Eva a la caída. Satanás sabía, por propia experiencia, que tan pronto como una criatura pierde de vista su dependencia de Dios, no hay para ella mayor atractivo que ser igual a su Creador, y esto por sus propias fuerzas y su propio saber. Por consiguiente, no los tentó mediante la promesa de placeres culpables o una libertad sin freno, sino que les prometió la igualdad con Dios mediante la posesión del conocimiento del bien y del mal.
Por lo general, vemos fácilmente en el diablo la causa inicial de todos los vicios y crímenes, pero, según la Palabra, es más bien la corrupción de la carne lo que hace caer al hombre en el pecado: “Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido” (Santiago 1:14; véase también Mateo 15:19).
No cabe la menor duda de que Satanás actúa sobre la naturaleza pecaminosa del hombre para mantenerlo en la muerte. Lo seduce y lo ciega, lo empuja a la revuelta contra Dios, porque así está seguro de su presa. Pero como príncipe de este mundo, su esfuerzo principal consiste en asegurar la estabilidad de su imperio, buscando atraer hacia sí a la raza humana y haciendo de su esfera de actividad la mejor de todas. Y cuando vemos cómo el mundo, con toda su miseria y su maldad, está hábil y maravillosamente organizado y dirigido, y cuántas fuerzas morales, como la cultura intelectual, la civilización, la filantropía, lo llenan, debemos reconocer que su príncipe se preocupa sabiamente del bien de su imperio.
Muchos cristianos se equivocaron. Alaban sobremanera el progreso de la cultura olvidando completamente que no mora el bien en el hombre natural (Romanos 7:18), que está completamente corrompido y sin posibilidades de mejora, y que tampoco existe nada verdaderamente bueno en el mundo, porque las obras de los hombres son malas (Juan 3:19). La educación religiosa no puede convertir al hombre y hacerlo apto para la presencia de Dios, y el mundo no tiene nada en sí que la cultura o la religión pueda desarrollar con vistas a agradar a Dios.
Satanás sabe perfectamente que la nueva vida divina es comunicada por el Espíritu Santo mediante la Palabra, y que ésta arrebata al hombre de su dominio, sometiéndolo a Aquel que lo venció. De ahí procede su constante preocupación de quitar la semilla del corazón de aquellos que oyen el Evangelio “para que no crean y se salven” (Lucas 8:12), o de “cegar el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Corintios 4:4).
Si logra impedir que la simiente del nuevo nacimiento eche raíz, deja al hombre ordenar su vida a su gusto; si consigue tan sólo alejar la Palabra de vida, le resulta perfectamente indistinto que se entregue al pecado, o que permanezca moral, siguiendo una religión humana, ortodoxa o liberal. Por eso, se esfuerza por oscurecer la mente del hombre mediante las cosas que están en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Así le impide prestar atención a la Palabra de Dios que le advierte clara y distintamente que “los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos” (2 Pedro 3:7).
Viene el momento cuando todo el poder de Satanás terminará, cuando los designios que Dios determinó desde antes de la fundación del mundo respecto a la tierra y al hombre tengan su cumplimiento en Cristo, en el cual todas la promesas de Dios son Sí y Amén (2 Corintios 1:20). Entonces, el juicio pronunciado desde largo tiempo será ejecutado contra Satanás. En el gran día de la gloria de Dios, deberá reconocer públicamente que toda honra pertenece a Jesús (Apocalipsis 5:13; Filipenses 2:10). Su fin espantoso será “en el lago de fuego y azufre”, donde será atormentado día y noche por los siglos de los siglos (Apocalipsis 20:10).
Allí acaba su poder. No es el príncipe del infierno, como por error los hombres lo titulan, sino el más miserable de los miserables ángeles caídos y de los infelices seres humanos que rechazaron la salvación, y que en adelante deberán acompañar a su antiguo amo, en el fuego eterno, que Dios no preparó para ellos, sino para el diablo y sus ángeles (Mateo 25:41).