Le crucificaron, y con Él a otros dos

Juan 19:18

Para añadir aún más a su vergüenza, los hombres crucificaron al Señor de gloria junto a dos delincuentes comunes. No sabemos mucho de ellos, sino solo que ambos lo injuriaban (Mateo 27:44). Condenados los tres a la misma suerte, uno podría pensar que se establecería cierta solidaridad entre ellos. Pero hasta ellos estuvieron en contra del Señor. Algunas veces se habla del ladrón bueno y del ladrón malo, pero no nos engañemos, ambos eran malos.
La Palabra subraya que “lo mismo le injuriaban también” ellos. Y ¿qué era “lo mismo”? Lo mismo que hacían los sacerdotes y escribas. A cualquier clase social que pertenezca, ya sea instruido, como los sacerdotes y los escribas, o ladrones impíos, el corazón del hombre siempre se opondrá a Dios. Y su maldad se muestra allí, contra el Señor. 
Pero, mientras que las personas importantes no tienen sino injurias contra el Señor de gloria, Dios, quien hace lo que quiere y con quien quiere, hace abrir una boca para dar testimonio de la vida pura de su Hijo. No elige la boca de un sacerdote o un escriba, sino la de un ladrón. Nosotros no elegiríamos un instrumento semejante, pero Dios, en su sabiduría, elige este mensajero para que proclame la perfección del Señor. Es un milagro tan grande, como hacer clamar a las piedras (Lucas 19:40). Este ladrón, que da testimonio de la vida perfecta del Señor, venía de mostrar, por sus injurias, una voluntad enteramente opuesta a Dios (como actúa siempre el hombre natural). Solo el Espíritu de Dios puede abrir de esa manera la boca de un hombre que, a los ojos de los hombres, parecía tan poco calificado. Por otro lado, la declaración de este ladrón no puede ser fruto de un conocimiento humano; en la cruz, sin duda, fue la primera vez que se encontró con Jesús.

“Éste ningún mal hizo” (Lucas 23:41)

¿Por qué ese hombre puede hablar de una forma tan justa y hermosa del Señor? Porque toma el lugar que le corresponde: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos”. ¡Dichoso estado! ¡Oh, si pudiéramos ser conscientes de nuestro estado natural ante Dios, a la vez que de la perfección del Señor! Y si el Espíritu de Dios produjo esto en un malhechor, ¿no podrá producirlo en nosotros?

En seguida declara: “Acuérdate de mí” (v. 42)

Humanamente, parecía que el Señor en la cruz era el último del cual se podía esperar ayuda. Sin embargo, este hombre, iluminado por el Espíritu de Dios, no se equivoca en su elección. El Hijo de Dios, que durante toda su vida se compadeció de las angustias que encontraba, hace lugar también a las del ladrón que le suplicaba. Con misericordia, como él solo sabe hacerlo, en un momento en que cualquier otra persona pensaría en sí mismo, el Señor le otorga su gracia a quien unos momentos atrás lo había injuriado. ¡Nutrámonos, pues, amados en el Señor, de este amor divino que no depende de lo que somos!
Por más que sus manos y sus pies estén clavados en la cruz, Jesús es suficiente para satisfacer plenamente las necesidades de aquel que está crucificado junto a él. La respuesta del Señor tranquiliza el corazón del malhechor y lo llena de una paz que no existe en esta tierra. 
¿Qué había de bueno en este ladrón para que el Señor le respondiera? Toda una vida de violencia, de asesinatos quizás, justificaban que su oración fuese rechazada. Pero el Señor oyó la confesión de su pecado: “Recibimos lo que merecieron nuestros hechos”. Y la respuesta supera toda expectativa: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Como lo expresó un creyente: 

  • hoy: ¡Qué prontitud!
  • estarás: ¡Qué certeza!
  • conmigo: ¡Qué compañía!
  • en el paraíso: ¡Qué dichoso lugar!

Pero, instantes después, casi en la misma hora, se elevaba otra oración desde lo más profundo de una angustia incomparable: la del Señor.  
¡Qué diferencia con la oración del ladrón! Esta oración se eleva al final de una vida de perfecta obediencia. Nunca nadie dio motivos a Dios para ser oído: solo el Señor dio razones para que Dios satisfaga sus demandas. Pero, si bien el ladrón recibió una respuesta que satisfizo plenamente su corazón, nosotros consideramos con asombro el abandono de Aquel que, en ese terrible momento, necesitaba ser socorrido. 

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34)

Aunque fue un verdadero sufrimiento, no fue el hecho de que todos sus discípulos lo dejaran solo, a pesar de sus bellas palabras, lo que provocó el doloroso clamor del Señor. Tampoco se debió a los terribles sufrimientos físicos que tuvo que soportar. Para él, ser privado en esas horas de la comunión que gozaba desde la eternidad con su Dios, era peor que todas sus demás angustias. En ese momento, Dios lo hiere y lo desampara. La santidad de Dios era tal que el pecado debía ser juzgado, incluso si el que lo llevaba sobre sí era el Amado de su alma.
Nadie jamás podrá seguir al Señor en sus sufrimientos expiatorios, pero, ¡qué enseñanza nos da el valor que tenía para él vivir continuamente en la intimidad con su Dios y Padre! Y para nosotros, entonces; ¿qué es lo más importante en nuestra vida?
¡Qué perfume para Dios en el sacrificio de su Hijo, en el momento mismo en que era desamparado! Mientras que Dios declara que no hay quien le busque, que todos se desviaron (Romanos 3:11-12), he aquí un hombre con la prioridad absoluta de vivir en comunión con su Dios. ¡Y es aquel a quien él mismo hiere! ¡Qué misterio! Pero, también, ¡qué demostración de justicia y amor del Dios Salvador para los pecadores de los cuales su Hijo tomó el lugar!