Habrán notado en estos tres pasajes esta palabra: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
Hay aquí la expresión de la alabanza, de acciones de gracias que se dirigen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, y esta alabanza se eleva a Dios en circunstancias absolutamente distintas las unas de las otras. El alma, nuestra alma, halla en estas circunstancias la ocasión de postrarse ante el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo para celebrar este amor del Padre que nos dio al Señor Jesús y que nos puso en relación con Él. Cuando pensamos en estos vínculos que Dios estableció entre nosotros y su Hijo, Jesús, solo podemos tener en nuestra boca una sola palabra: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
El Espíritu de Dios nos coloca en posiciones muy distintas las unas de las otras. La posición del cristiano en este mundo no es siempre la misma, como lo vemos en estos tres pasajes.
El primer capítulo de la epístola a los Efesios nos introduce en el cielo. Parece que no existe la tierra para el cristiano; cuando leemos los primeros versículos, ya hemos dejado la tierra, después de haber sido rescatados por la sangre de Cristo, y trasladados inmediatamente al cielo. Nos encontramos allí donde está nuestro Salvador a la diestra de Dios; todas las cosas le están sometidas; ahora ha resucitado. Dejó esta escena de sufrimientos y de miserias, conoció el sufrimiento como nunca lo conocimos ni lo conoceremos jamás. Está ahora a la diestra de Dios y, ya que está allí, también estamos allí con Él. Es heredero de todas las cosas, está colocado por Dios en el centro de todas las bendiciones y de todas las glorias. Ya las posee. Es celestial, somos celestiales. Dios ha entregado todas las cosas entre sus manos. Lo ha establecido por encima de todo y nosotros somos puestos junto a Él.
Cuando comprendemos lo que significa estar en ese mundo de los seres celestiales, tener la naturaleza del Señor Jesús, su vida, su espíritu, su posición en la presencia de Dios, ser santos y sin mancha en amor —así es como Dios nos ve, así es como el Señor Jesús está ante Él— cuando comprendemos todas estas cosas, conviene postrarse ante Él y decir: el cielo es mío, Jesús es mío, la herencia es mía, de esto ya tengo ahora las arras, sí, la herencia es mía. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien nos dio, al más débil de entre nosotros, a todos nosotros, una parte celestial, que es la parte de Jesús, la parte de Aquel que en sus consejos Dios estableció como centro de todas las bendiciones. Este Cristo resucitado, quien nos dio un lugar junto a Él, quien nos unió con Él para siempre, será el centro de toda la gloria, de toda la historia futura, cuando todo sea conforme a los pensamientos de Dios, cuando todas las cosas estén en la perfección.
Ahora, si leemos el primer capítulo de la epístola de Pedro, nos damos cuenta que el Espíritu de Dios nos coloca en una posición absolutamente distinta de la que ocupamos en el pasaje anterior. El cielo en los Efesios, la tierra en la epístola de Pedro.
Aquí estamos, pobre tropa de creyentes, obligados a atravesar este mundo. Estamos exhortados a la virtud y al ánimo moral, nos enfrentamos a toda clase de dificultades; al llegar al final de la carrera, aunque pensemos poseer algo, no poseemos nada.
Por cierto, la salvación es una realidad, una gran realidad, pero en la epístola de Pedro, esta salvación es futura como lo son todas las bendiciones. Solo tenemos la salvación del alma, pero de momento no poseemos nada. Basta leer el primer capítulo de la primera epístola de Pedro para ver que el cristiano no tiene nada. ¿Es triste por eso? Para nada: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
En ningún momento piensa en las dificultades del camino. ¿Estaría desalentado? De ninguna manera: la misma alabanza que vemos en los Efesios se halla en la epístola de Pedro: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
He aquí un alma llena de felicidad, de gozo, de acciones de gracias; sin embargo, no posee nada, sino la fe que se apropia de las bendiciones por venir. Estas bendiciones son nuestras con la misma seguridad con que hemos sido rescatados por la sangre de Cristo. Ya podemos dar gracias por ellas, y esto porque nuestra fe, la fe que nos fue dada por Dios, se aferra a nuestra esperanza como una realidad eterna. Dios jamás nos engañará en lo que prometió. Si en este mundo nos hace sentir que no hay nada que poseer y si hemos de seguir un camino que es el camino del desierto, sabemos que al final de este desierto hay un país de delicias del cual nuestros corazones pueden gozar ya, desde ahora, por la fe, y en el cual entraremos cuando el Señor se levante de su trono y venga a buscarnos para que estemos siempre con Él.
Leamos ahora el primer capítulo de la segunda epístola a los Corintios. ¿Qué hallamos allí? “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
¿Por qué este “Bendito sea”? ¿Qué llena el corazón del apóstol y lo amplia tanto, que desborda de acciones de gracias y de bendiciones ante su Dios?
Está en circunstancias terribles; la muerte le acecha en cada paso, solo encuentra sufrimientos, lágrimas, gemidos en este mundo. Tiene penas de toda clase; está angustiado, en dificultades, y ¡qué dificultades! Y a pesar de esto dice: “¡Bendito sea!” y lo dice porque ese Dios a quien se dirige es el Dios de toda consolación.
Sufrimos, pero… Él nos consuela; nos rodea de su fuerza y de su poder, nos llena de gozo y de paz en medio de lo que nos causa sufrimientos; no solo para hacernos felices, sino para que seamos capaces de comunicar algo de las consolaciones que hemos recibido nosotros mismos, de manera que otros puedan junto con nosotros postrarse ante el Padre y decir, día tras día: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación”.
Aprendamos a decir esta palabra, hagamos esta experiencia, consideremos el mundo como es, como Dios lo ve, consideremos los sufrimientos que hemos de soportar en este mundo como un medio para hacer conocer lo que son las consolaciones del Padre. Consideremos este mundo como siendo separados de él, a fin de vivir en un mundo donde todo es luz y amor, un mundo capaz de edificar nuestras almas, en el cual a cada paso podemos hallar bendiciones celestiales porque hemos aprendido a vivir, no de la tierra o sobre la tierra, sino porque hemos aprendido en Cristo, nuestro amado Salvador, a vivir en el cielo, y a vivir del cielo.