Liberados del Faraón

Éxodo 14

Así salvó Jehová aquel día a Israel de mano de los egipcios;
e Israel vio a los egipcios muertos a la orilla del mar.”

(Éxodo 14:30)

Estar a cubierto del juicio de Dios y la liberación del poder del enemigo son dos grandes bendiciones que pertenecen a cada creyente desde el día de su nuevo nacimiento. Sin embargo, en la experiencia del alma, a menudo la primera de estas bendiciones es conocida sin que exista una plena apreciación de la segunda. En cuanto a lo que han captado, muchos creyentes se parecen a los israelitas acampados en Pi-hahirot. Habían experimentado el valor de la sangre del cordero sacrificado para protegerlos del juicio divino caído sobre Egipto, pero aún no habían experimentado el poder de su Dios Salvador para liberarlos plenamente de la mano del opresor.

Lo mismo sucede para más de un creyente. Sabe que está a cubierto del juicio de Dios que pronto va a alcanzar al mundo. La sangre de Cristo lo ha puesto a cubierto de la ira que merecen sus pecados, pero poco entiende de su gran liberación por el poder de Dios, si es que comprende algo.

Cabe temer que muchos no hayan llegada hasta esto. A pesar de haber puesto su confianza en el Salvador y haber renunciado a cualquier otro modo de salvación, no tienen certidumbre en cuanto a su posición frente a Dios. No pueden pensar en el día del juicio sin una cierta aprensión. No tienen la garantía de que sus almas están en seguridad para la eternidad.

¿Podría haber tal persona entre los que leen estas líneas? Si este fuera su caso, amado amigo creyente, permítame decirle que la gran lección que usted debe aprender es la del valor y de la eficacia de la sangre de Jesús, en quien usted puso su confianza. Esta lección está enseñada en lenguaje típico en Éxodo 12. La sangre del cordero tenía que estar puesta sobre los postes y los dinteles de las casas de los israelitas, por fuera. Dios iba a ejecutar un juicio merecido sobre el país de Egipto. Pero este juicio no iba a alcanzar a las familias que se habían puesto a cubierto de la sangre. Dios se había comprometido para esto. Había dicho: “Veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad” (v. 13).

La sangre que estaba fuera de la casa hablaba de la víctima que estaba al interior de esta, una víctima inocente. Los que estaban dentro de la casa tenían la segura palabra de Dios, sobre la cual podían descansar. Estaban en completa seguridad cuando el juicio cayó sobre el país. La sangre puesta daba testimonio a favor de ellos.

En esto vemos una imagen del medio de seguridad que Dios dio a todos los que confían en el Señor Jesucristo. Su sangre vertida por ellos fue aceptada por Dios como propiciación suficiente por sus pecados. Están a cubierto del juicio para siempre, a causa del valor de esta sangre a los ojos de Dios. Él mismo declara que está completamente satisfecho y que ya no tiene nada más que reivindicar en cuanto a su culpabilidad. La misma Palabra de Dios ¿no es suficiente garantía respecto de esto? ¿No podemos afirmar en verdad y con agradecimiento que todos nuestros pecados fueron echados lejos y que estamos completamente a cubierto por la sangre de Cristo? ¿Podría haber la más mínima duda, cuando Dios habló tan claramente?

Sin embargo, esto solo es el principio de las bendiciones que Dios nos otorga. La certeza del perdón y la seguridad solamente son el umbral de la vida cristiana.

Después de haber celebrado la Pascua, los israelitas empezaron su viaje fuera de Egipto. Guiados por Dios llegaron a Sucot, luego a Etam, en la entrada del desierto (Éxodo 13:20). Después, Dios los dirigió hacia Pi-hahirot, para acampar junto al Mar Rojo (14:2). Y allí asistieron a un despliegue maravilloso del poder de Dios.

Acampados en Pi-hahirot, les sobrecogió de repente el terror. El Faraón y su ejército habían empezado a perseguirlos y podían ver los carros de guerra que se les acercaban. Indefensos, presos del pánico, hicieron subir sus quejas. Eran como un rebaño de ovejas aterrorizado por los aullidos de una manada de lobos hambrientos.

Pero las palabras de Moisés colocaron las cosas en una perspectiva muy distinta. No había lugar para una prueba de fuerza entre los israelitas y el ejército de Faraón. La cuestión no era saber cuál de los dos campos era el más fuerte. Se trataba de una cuestión entre Faraón y Dios. Faraón afirmaba que el pueblo le pertenecía, y Dios declaraba que era suyo. ¿Cuál de los dos iba a probar sus derechos?

Moisés dijo: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy… Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (v. 13-14). Los israelitas iban a ser solamente espectadores; el combate estaba entre Dios y el poder de Egipto.

Conocemos bien el resultado de esto. “Así salvó Jehová aquel día a Israel de mano de los egipcios” (v. 30). “Derribó a los egipcios en medio del mar” y “no quedó de ellos ni uno” (v. 27-28).

Todo esto es muy instructivo para nosotros. Faraón y sus ejércitos son una figura de Satanás y del poder de las tinieblas. La cuestión de nuestra posición ante Dios fue resuelta una vez por todas por la sangre de Cristo. Sin embargo, aparece otra cuestión. ¿En qué posición estamos en cuanto al opresor? ¿Qué ocurrió con el poder que nos tenía bajo su servidumbre?

También hallamos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo una respuesta triunfante a esta cuestión. Él no solamente fue la propiciación por nuestros pecados, no solo quitó nuestra culpabilidad, también aplastó el poder del opresor y le venció completamente. Ya no tenemos que temer el poder de Satanás; Cristo triunfó gloriosamente y le infligió una derrota completa. “Nos ha librado de la potestad de las tinieblas” (Colosenses 1:13).

¡Gloria a Dios! ¡Somos libres! Nunca más tendremos que ver con el enemigo bajo su carácter de opresor, como los israelitas tampoco tuvieron que afrentar a Faraón más adelante.

Es cierto que conocieron aún muchos conflictos. Tuvieron que encontrar el poder de Amalec, conquistar a los cananeos, librar guerras con los filisteos. Pero habían acabado con los egipcios; los dejaron muertos en la orilla del mar.

El enemigo no cesará de atacarnos, de una manera u otra, por la carne, por el mundo o por cualquier otro modo sutil. Pero, el opresor, aquel que tenía nuestras almas en la servidumbre, ha perdido su poder para siempre.

Así, no tenemos que detenernos en Pi-hahirot con angustia y terror. Es un hecho seguro: hemos sido liberados de la mano del opresor. Podemos cantar alegremente el cántico de la liberación, como lo hicieron los israelitas.

Un cántico es la expresión del gozo que siente un alma liberada. No se habla de cánticos de Israel en Egipto. Además, el cántico de Éxodo 15 es el primero que está mencionado en las Escrituras.

Ahora, liberados de la casa de servidumbre, Moisés y los hijos de Israel pueden cantar. El tema de su cántico de felicidad es el triunfo de Dios, por el cual ellos mismos fueron salvados.

Para estar libres y felices en el servicio del Señor, es preciso que vayamos más allá de Pi-hahirot en nuestra experiencia. Tenemos que saber, no solo que estamos a cubierto del juicio divino, sino que estamos liberados de la servidumbre.

Dos grandes hechos nos son revelados:

  1. Dios nos perdonó, nos justificó y nos liberó de toda condenación por la sangre de Cristo.
  2. Dios es por nosotros (Romanos 8:31). Entonces, ¿quién podría estar contra nosotros? El opresor fue vencido.

Estos son hechos, cosas verdaderas para cada creyente. Pero, esto se ha de aprender por la experiencia para que el gozo de la salvación sea completo.