Seguid la santidad /2

Romanos 6:14-23 – Romanos 7:14-25 – Romanos 8:1-4

2. La liberación

1) ¿Qué es la liberación?

En la antigua Roma, la emancipación era un acto jurídico por el cual un esclavo adquiría la libertad. En el plano espiritual, la emancipación1 es la liberación del poder del pecado.2 El hombre no regenerado tiene una única naturaleza en sí: la naturaleza adámica, que como fruto únicamente produce pecados. Por la operación del Espíritu Santo que viene a morar en él, el hombre regenerado recibe de Dios una nueva naturaleza, divina, perfecta, semejante a Cristo, la cual no puede pecar, porque es “conforme a la imagen del que la creó” (Colosenses 3:10). El poder de esta vida nueva es el Espíritu Santo.

Sin embargo, el nuevo nacimiento no suprime la vieja naturaleza. Ésta, pues, subsiste en el creyente hasta el final de su vida y, además, se esfuerza constantemente en subyugar a la nueva naturaleza. Así pues, hay una lucha permanente en el creyente, no entre él y la carne, sino entre el Espíritu y la carne. “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu (o sea que tiene deseos opuestos a los del Espíritu), y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (o sea la voluntad de la carne) (Gálatas 5:17). Esta lucha es atribuible al hecho de que la carne no soporta ser puesta de lado conforme al juicio que Dios pronunció y ejecutó contra ella en la cruz, en Cristo, cuando “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). Pero los que, por la fe, aceptan con agradecimiento este juicio contra la carne, tienen el derecho y el poder de considerarse muertos, porque Cristo murió y ellos viven de Su vida de resurrección.

Pero, lamentablemente, sucede demasiado a menudo que la carne vence e incluso domina tan completamente al creyente que el Espíritu no puede en ningún caso manifestar su poder en él. Tal hombre es un creyente carnal, cuyo comportamiento no se distingue, o tan sólo muy poco, del de los hombres no regenerados. Tal era, por ejemplo, el caso de los corintios, a quienes el apóstol Pablo tuvo que decir: “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” (1 Corintios 3:1-4).

Hay, pues, creyentes carnales y creyentes espirituales —los primeros, esclavizados por la carne, los otros guiados por el Espíritu; niños en Cristo y hombres maduros— los primeros soportan sólo leche, los segundos se alimentan con “vianda”, “alimento sólido”. Simbólicamente, hay unas tribus que se quedaron de este lado del Jordán y otras que, después de haberlo pasado —figura de la muerte con Cristo— entraron en la tierra prometida; pero las primeras no conocen ni la crucifixión de la carne en Cristo, ni el poder de una vida de resurrección en él, ni el gozo de la bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo (Efesios 1:3).

Sin embargo, esto no es lo que Dios quiere para los suyos. Él quiere que sean hombres espirituales, maduros, que vivan una vida de resurrección, de gozo, de poder, y que gocen realmente de sus bendiciones celestiales en Cristo. Y ¿cómo se logra esto? Librándolos del poder del pecado, llevándolos a considerarse muertos al pecado, porque han muerto con Cristo, pero haciéndolos al mismo tiempo aptos para vivir la vida nueva que les ha dado, porque han resucitado con Cristo. El creyente es, pues, llamado a apropiarse por la fe de una triple verdad y a vivir conforme a ella en su realidad cotidiana:

  1. Ha muerto al pecado, porque ha sido crucificado con Cristo (Romanos 6:2, 6) (ha sido sumergido en el Jordán).
  2. Ha resucitado con Cristo por el poder del Espíritu Santo (Colosenses 3:1-4) (ha sido sacado fuera del Jordán).
  3. Está sentado en los lugares celestiales con Cristo (Efesios 2:4-7), posición que realiza y de la cual goza por el poder del Espíritu Santo en él (es introducido en Canaán).3 La Palabra hace resaltar esta conformidad del creyente con Cristo, usando varias veces la preposición con:
  • somos crucificados juntamente con él (Romanos 6:6),
  • muertos con él (Romanos 6:8; Colosenses 2:20),
  • sepultados juntamente con él (Romanos 6:4),
  • vivificados juntamente con él (Efesios 2:5),
  • resucitados juntamente con él (Efesios 2:6).

“Fuimos plantados juntamente con él” (Romanos 6:5) en su muerte así como en su resurrección (plantados, en el sentido de unidos o identificados con él). Uno con él en su muerte, significa que estamos realmente muertos; uno con él en su resurrección, que estamos realmente viviendo de su vida. El juicio de Dios nos ha alcanzado en la persona del Señor Jesús en la cruz; sin embargo, habiendo sido ya ejecutado este juicio, somos ahora enteramente libres de toda condenación (Romanos 8:1); el juicio quedó a nuestras espaldas y, resucitados con Cristo, vivimos de su vida. “Como él es, así somos nosotros” (1 Juan 4:17).

Así estamos unidos a Cristo en la cruz, en el sepulcro y en los lugares celestiales, de manera que compartimos con él la victoria de su cruz, el poder de su resurrección y la plenitud de su vida gloriosa.

Al asirnos de esta realidad por la fe, tomamos posesión de ella como de una porción bendita que nos pertenece. No se trata, pues, de procurar adquirirla por nuestros propios esfuerzos, puesto que ya la hemos obtenido en Cristo. Cuando, por el Espíritu, hemos recibido esta preciosa verdad en nuestro corazón, ya no nos ocupamos más en nuestro viejo hombre delante de Dios esperando sacar algo bueno de él, y dejamos de exclamar: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). Esto, como ya se ha dicho, es esperar algo que nunca va a llegar, porque ya ha llegado en Cristo. El viejo hombre ha sido crucificado juntamente con Cristo (6:6), de manera que ya no existe delante de Dios. Por la gracia, el viejo hombre ha sido puesto en el sepulcro hace 20 siglos; por la fe, lo mantenemos allí. El tirano ha sido destronado por la victoria que Cristo obtuvo en la cruz, y Cristo es el que reina y vive en nosotros. En otras palabras, la liberación manifiesta en el creyente la vida y el poder divinos:

La vida. Al anunciar a sus discípulos la venida del Consolador, el Señor Jesús les dice: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20). Si “vosotros en mí” expresa nuestra posición en Cristo, tal como Dios nos ve y nos recibe en él, “yo en vosotros” expresa la vida nueva que el creyente posee. Por la fe, yo sé que Cristo vive en mí.

El poder de esta vida nueva es el Espíritu Santo con el cual el creyente fue sellado (Efesios 1:13; 4:30), pero del cual debería estar lleno4 como de un poder que obra, que manifiesta la realidad y los frutos de la vida nueva que posee.

2) ¿Cómo se produce la liberación?

Para gozar del poder de estas verdades, no sólo tenemos que recibirlas como doctrinas, sino también aprenderlas experimentalmente, lo que de ninguna manera significa que debamos aprenderlas con pecados y caídas (como Pedro, por ejemplo). Al contrario, un corazón piadoso y apegado al Señor las aprenderá en presencia del Señor, en comunión con él y dejándose enseñar por el Espíritu Santo. Tal fue el caso del apóstol Pablo.

En Romanos 7 hallamos una descripción de tales experiencias.5 El creyente debe aprender:

  1. Que hay en él una naturaleza enteramente corrompida. “Yo soy carnal, vendido al pecado” (v. 14). “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (v. 18). Este descubrimiento es doloroso y produce en nosotros una profunda decepción. Mientras el creyente no haya reconocido que no solamente los frutos del árbol son malos (los pecados producidos por la carne), sino que el árbol mismo está enteramente corrompido, no puede ser librado de él, porque siempre intentará entablar una lucha con el viejo hombre, para tratar por todos los medios de mejorarlo, lo que es un intento totalmente infructuoso. Ésta es la segunda experiencia:
  2. Que no tiene ningún poder para dominar la carne ni mejorarla. “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (v. 15). “Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (v. 18). “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (v. 19). La carne es, pues, una naturaleza indómita e indomable (8:7). Ésta es la razón por la que Dios no intentó mejorarla, sino que, por la ley, demostró su total impotencia y su corrupción irremediable. No espera que sus hijos se esfuercen por corregirla, sino, al contrario, que estén de acuerdo con Él en esto. El apóstol Pablo mismo tuvo que experimentar que la carne en él era tan incorregible que Dios se vio obligado a mandarle “un aguijón en su carne, un mensajero de Satanás que le abofetee, para que no se enaltezca sobremanera” por la grandeza de las revelaciones que le fueron hechas cuando fue arrebatado hasta el tercer cielo (2 Corintios 12:2-10).
  3. Que el pecado ligado a esta naturaleza, y no el creyente mismo, hace lo que éste no quiere. “De manera que ya no soy yo (es decir, no es mi mente con la que sirvo a la ley de Dios, (Romanos 7:25) quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí” (v. 17). “Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (v. 20). El creyente descubre que la carne en él es una naturaleza pecadora que sólo puede actuar en conformidad con lo que es y que sólo puede producir pecados. Pero tiene el privilegio de reconocer solamente a la nueva naturaleza en él; la vieja naturaleza es sólo un enemigo, y hay que tratarla como tal.
  4. La conclusión de estas observaciones tan penosas y humillantes es la siguiente: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (v. 21-24). Pero en seguida, el apóstol Pablo da gracias a Dios por la liberación que Dios ha realizado en Cristo, y cuyos resultados gloriosos los expone en el capítulo 8. Mientras que en el capítulo 7 los pronombres “yo” y “mí” aparecen gran número de veces, y el Espíritu Santo no es mencionado ni una sola vez, en el capítulo 8, en cambio, sólo se los encuentra en tres ocasiones, y el Espíritu Santo es mencionado nada menos que dieciséis veces: el «yo» es dejado de lado, y el poder del Espíritu Santo lo reemplaza en la vida del creyente liberado: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2). Un poder dado por Dios, el Espíritu de vida, interviene en el creyente y lo libera de este poder que lo obligaba a pecar: el creyente, en esta nueva condición, es librado del poder del pecado; sabe que ya no está obligado a pecar, que ya no es esclavo del pecado, que es libre y que, como tal, es hecho siervo de la justicia.

Como ilustración de esta realidad se ha mencionado una grúa que tiene un poderoso electroimán que se utiliza para descargar chatarra. En el momento en que la corriente actúa en el electroimán, la chatarra queda librada de la ley de la gravedad y entonces la grúa puede transportarla de un lado a otro. Cuando la corriente se interrumpe, la carga, por efecto de la gravedad, cae en el lugar asignado. La ley del pecado —la gravedad en nuestro ejemplo— siempre hará que uno peque. Pero, de la misma manera que la corriente anula la gravedad, la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos libra de la ley del pecado y de la muerte. Mientras dejamos que el Espíritu actúe, la ley del pecado está como neutralizada. Pero si se corta un cable, el electroimán ya no recibe corriente y su fuerza de atracción cesa. De la misma manera, si el Espíritu está paralizado por la manifestación de la voluntad propia o contristado por la actividad de la carne, su acción se suspende: entonces perdemos fuerza y dejamos de dar fruto. “Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11).

3) ¿Cuáles son los efectos de la liberación?

El creyente realiza prácticamente

  • que está muerto con Cristo,
  • que ha resucitado con él,
  • que posee el Espíritu, el poder de la vida nueva en Cristo.

Vamos a considerar, a la luz de las Escrituras, las consecuencias que resultan de estos tres hechos.

a) Los efectos de la muerte con Cristo

Por su identificación con Cristo en Su muerte, el creyente, librado de la ley del pecado y de la muerte, ya no está bajo condenación. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). No se condena a un muerto. Ni los pecados cometidos, ni el pecado que aún habita en ellos, pueden exponer nunca más a los que están en Cristo a ninguna condenación. Su juicio ha pasado enteramente, porque Cristo lo sufrió en su lugar: murió y resucitó por ellos. “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). “A los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30).

En el Resucitado gozamos de una posición perfecta e inquebrantable. A pesar de que la carne esté todavía en nosotros, ya no estamos en la carne, sino en Cristo, o sea hemos muerto al pecado así como él, pero viviendo de su vida. “Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne” (8:12). El pecado no tiene ningún derecho sobre nosotros. Es cierto que todavía está en nosotros, pero no tiene poder sobre nosotros. Antes éramos sus esclavos, pero ahora, por nuestra muerte con Cristo, somos librados de esta esclavitud, no somos más esclavos. Así será para todo creyente que, por gracia, se considera constantemente muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús. Si Dios nos pide que nos consideremos muertos, no es para que muramos, sino porque hemos muerto. Dios nunca nos pide reconocer algo que no corresponde a la realidad.

La carne, pues, ha sido juzgada, y tan completamente que en Cristo poseemos una redención real y total. Nuestra liberación ha sido efectuada de una manera perfecta, porque todo lo que Dios hace, sólo puede ser perfecto. No podía contentarse con perdonar nuestros pecados, y, al mismo tiempo, dejarnos bajo el poder del pecado. Una liberación tan incompleta sólo habría proporcionado a nuestros corazones una paz precaria. Se nos ha asegurado una liberación total: el perdón de los pecados por un lado, y la liberación del poder del pecado, por el otro. Dios, en su amor, ha provisto tanto lo uno como lo otro por el don de su Hijo.

La identificación del creyente con la muerte de Cristo también tiene como resultado librarlo de la sujeción a todo tipo de legalismo. “Si habéis muerto con Cristo… ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques…? pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (Colosenses 2:20-23). A la carne le gusta prescribir preceptos, cuya observación parece conferirle algún mérito, a los ojos de Dios, al que se somete a ellos. El creyente, crucificado con Cristo, no está más sometido a ninguno de tales preceptos: está muerto a la ley y a todas sus ordenanzas. “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (Romanos 7:4-6). “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios” (Gálatas 2:19). Una ley no tiene efecto ni autoridad sobre un muerto. Por nuestra muerte con Cristo, hemos sido absueltos del poder de la ley; y no sólo de la ley dada por Dios en el Sinaí, sino también de todo principio legal, es decir de todo sistema que pretende establecer la justicia del hombre delante de Dios por medio de obras. No nos equivoquemos: el legalismo es innato en el corazón del hombre, sea judío o no, y si no velamos, estamos en peligro de seguir el ejemplo de los colosenses y de establecer preceptos para satisfacer los apetitos de la carne. Ahora bien, a los ojos de Dios, las obras así llamadas religiosas son tan abominables como las demás obras de la carne. Sólo los frutos del Espíritu Santo lo glorifican, porque son producidos, no por el esfuerzo del hombre, sino por el poder divino. Así, nosotros ya no tenemos nada más que ver con la ley. Sin embargo, esto no significa que estemos sin ley en cuanto a Dios, sino que estamos bajo la ley de Cristo (1 Corintios 9:21). De esta manera, las justas exigencias de la ley de Dios se hallan realizadas en aquellos que, sin estar sometidos a la autoridad y a la maldición de la ley, no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu (Romanos 8:4), siguiendo las benditas pisadas del perfecto Modelo.

Una tercera consecuencia de nuestra muerte con Cristo es que debemos hacer morir los miembros de la carne en nosotros (Colosenses 3:5-7). Del verbo griego «necroô», que significa “hacer morir”, deriva la palabra española «necrosis». Cuando un miembro u órgano ya no recibe los nutrientes necesarios que lo mantienen con vida, se produce necrosis: decae y muere. Esto es precisamente lo que el creyente debe hacer en la práctica con respecto a los miembros de la carne (fornicación, impureza, pasiones desordenadas, etc.): tiene que privarlos de todo alimento.

El creyente también tiene que renunciar a otras manifestaciones de la carne (“ira, enojo, malicia, blasfemia”, etc., v. 8). Aunque no sean concupiscencias tan poderosas como las anteriores, tal vez sean más insidiosas, y el cristiano necesita la energía del Espíritu para dejarlas. Sin embargo, debemos tener claro que el creyente no efectúa esta mortificación para morir al pecado, sino porque ha muerto y resucitado con Cristo. Es, pues, el resultado bendito de nuestra identificación con la muerte y la resurrección del Señor.

Finalmente, una cuarta consecuencia de nuestra muerte con Cristo es nuestra liberación del mundo. El apóstol Pablo dijo: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). La cruz condena de manera absoluta al mundo, el cual ha rechazado a Cristo. Por un lado, revela el carácter verdadero del mundo: es enemigo de Dios y cualquiera que es amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios (Santiago 4:4). Por otro lado, es un obstáculo infranqueable entre el mundo y el cristiano: la cruz es el poste fronterizo, más allá del cual se halla el territorio del enemigo. El creyente no se aventurará allí, sino que se acordará de que ha muerto al mundo con Cristo, y que no es del mundo, como tampoco Él era del mundo (Juan 17:14, 16).

El cristiano que verdaderamente pone en práctica que es un ser celestial, considera como mancha cualquier marca del mundo en su vida. Si estamos conscientes de que el mundo ha rechazado y crucificado a nuestro Señor, sólo tendremos el deseo de compartir el rechazo y la cruz de Cristo. Entonces, nos consideraremos prácticamente como muertos al mundo, y éste nos verá como muertos a los que no logra atraer por sus concupiscencias. Tengamos cuidado, pues el mundo se desliza muy fácilmente en nuestros corazones. Ahora bien, un corazón dividido pierde el gozo y la comunión en Cristo. “Si la sal se desvaneciere”, nuestro testimonio carece de poder, porque tal vez a pesar de nuestras palabras, nuestros hechos demuestran que un Cristo rechazado tiene poco valor a nuestros ojos.

b) Los efectos de la resurrección con Cristo

El creyente no solamente ha sido identificado con Cristo en su muerte, sino también en su resurrección (Romanos 6:5; Colosenses 2:12; Efesios 2:6). Por consiguiente, hay en él una vida nueva, la de Cristo. “Dios… nos dio vida juntamente con Cristo” (Efesios 2:4-5). “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).6

Resucitados juntamente con Cristo, Dios nos ve ahora en el Cristo resucitado. Por nuestra muerte con él, hemos sido librados de nuestra vieja condición natural. Por nuestra resurrección con él, nos representa para siempre, en una nueva posición, delante de Dios. Por la fe nos apropiamos de estas verdades y, por el poder del Espíritu Santo, somos hechos capaces de ponerlas en práctica en nuestra vida diaria. Entonces podemos andar de una manera conforme a nuestra posición de resucitados en Cristo. No podemos obtener esta posición de perfección delante de Dios por nuestro andar, sino que ella nos es conferida en virtud de la obra de Cristo. Por poseer una posición perfecta, somos capaces de manifestar esta perfección en nuestro andar. Es importante que cada uno de nosotros comprenda que, fuera de sí mismo, en el Cristo resucitado, hay una plenitud de vida y de poder que tenemos por la fe en él.

Esta vida nueva nos pertenece, pero está en Cristo, escondida con él en Dios, segura en su eterna fuente. El mundo no puede conocerla, pero verá los frutos que produce en nosotros si somos fieles. «Los hombres no pueden ver la fuente, pero es preciso que vean correr el agua» (J.N. Darby). En Cristo hallamos una fuerza viva que nos libra de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2). Por nuestra unión con él tenemos pues la vida y el poder.

¿Cuáles son los efectos prácticos de nuestra resurrección con Cristo?

“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal… ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (6:12-13). “Así que, hermanos, os ruego… que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (12:1).

El creyente se pone, pues, enteramente a disposición del Señor. Sabe que ya no se pertenece más a sí mismo porque ha sido comprado por la sangre preciosa de Cristo, de manera que tiene el privilegio de glorificar a Dios en su cuerpo (1 Corintios 6:19-20). Cristo “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15). No le entregamos, pues, nuestra vida para ser suyos, sino porque somos suyos.

“Como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:4). Mientras aún estábamos en la carne, servíamos al pecado y llevábamos fruto para muerte. Pero por nuestra resurrección con Cristo, hemos venido a ser siervos de la justicia, a fin de que llevemos fruto para Dios. Nuestro servicio es totalmente distinto: Antes era el pecado, hoy es la justicia. El fruto de este servicio es igualmente muy distinto: Antes era la muerte; ahora es la santidad para la vida eterna (6:22). Esta liberación de la esclavitud del pecado y esta vida según la voluntad de Dios sólo pueden ser realizadas por la fe y en el poder del Espíritu Santo.

Esta consagración al Señor se extiende a todos los miembros de nuestro cuerpo. Todo está incluido, nada es omitido. Se produce fundamentalmente en el momento del nuevo nacimiento, pero debe ser renovada a diario. Cada día, como si fuera la primera vez, tenemos que abrir la puerta de nuestro corazón al Señor, y decirle: «Señor, ven a hacer tu morada en mí; ¡estás aquí en tu casa!». Igualmente, para el servicio, debemos decirle al principio de cada día: «Señor, ¡heme aquí! ¿Qué quieres que haga para ti?». Tenemos el ejemplo del apóstol Pablo quien, sabiendo que todavía no había alcanzado la perfección, proseguía a la meta, para ver si lograba asir el premio (Filipenses 3:12-14); era un esfuerzo constante. En cuanto a la identificación con la muerte de Cristo —fundamento de la liberación— dijo: “Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10). Era algo que se renovaba permanentemente en su andar diario. «Siempre por todas partes»: ¡que estas palabras se graben en nuestros corazones!

c) Los efectos de la presencia del Espíritu Santo en el creyente

El Espíritu Santo que mora en el creyente lo hace consciente de su posición de hijo y le confiere el gozo de su relación con el Padre. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). El gozo de esta relación es muy precioso, porque por medio de él el creyente liberado experimenta plenamente el amor de Dios en la perfecta libertad de un hijo. “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo” (Gálatas 4:6-7). Ya no somos esclavos, no hemos recibido un espíritu de esclavitud, no somos esclavos que un amo severo ha vendido a otro amo tan duro como él, sino que somos hijos; hemos recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! (Romanos 8:15). Este Espíritu de adopción nos permite acercarnos a Dios con confianza, como a un Padre con un corazón que ama, porque sabemos que Dios es por nosotros, que ninguna condenación hay para los que están en Cristo, que nada puede separarnos del amor de Dios. Estamos en Cristo, y Dios nos ama como ama a Cristo. “Los has amado a ellos como también a mí me has amado… para que el amor con que me has amado, esté en ellos” (Juan 17:23, 26). Pero cada creyente tiene que hacer suyas personalmente estas preciosas verdades: “Ya no eres esclavo, sino hijo”. Desde el momento que puede clamar “¡Abba, Padre!” ha recibido el Espíritu de adopción, porque es preciso ser hijo primeramente para recibir el Espíritu de adopción.

El creyente liberado anda en el Espíritu, lo que lo hace capaz de no satisfacer los deseos de la carne (Gálatas 5:16). “No andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4). Librado del pecado, libre ante Dios, el creyente “por el Espíritu hace morir las obras de la carne” (8:13). En vez de hacer las obras de la carne, manifestará el fruto del Espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gálatas 5:22-23). Y ¿cómo es posible? Porque ha “crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (5:24), y puede considerarse muerto al pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús (Romanos 6:11). El cristiano que vive por el Espíritu ha entendido que Cristo es su vida y que está unido a él por el Espíritu Santo. Mientras el Espíritu no esté contristado, nos hace gozar de una comunión ininterrumpida con Cristo, quien es nuestra vida. De esta manera andamos por el Espíritu, puestos los ojos en Jesús, y con el corazón tan lleno de él que permanecemos fuera de la carne y de sus apetitos. Nuestra alma vive ocupada en Cristo, contemplándole, hablando con él; es, por decirlo así, librada de sí misma y vive de la vida de otro, por el Espíritu. La carne es mantenida en el lugar que Dios le asignó: en el silencio de la muerte, el Espíritu Santo manifiesta todo su poder y produce en nosotros su fruto para la gloria de Dios.

La posesión del Espíritu de Dios es, por fin, la garantía de la resurrección del cuerpo. “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (Romanos 8:11). Nuestro cuerpo también tiene parte en el poder de la resurrección. Llegará el día en que estará en armonía con la vida nueva que tenemos por el Espíritu Santo.

La liberación del poder del pecado es, para la vida práctica del creyente, uno de los resultados más gloriosos de la obra de Cristo. El cristiano librado anda en el poder del Espíritu, lo que lo vuelve capaz de vivir una vida de victoria y de santidad, en una conformidad siempre mayor con Cristo. La vida de Cristo se manifiesta en él, y el poder del Espíritu anima esta vida y produce fruto para gloria de Dios.

 

 

  • 1La palabra griega «eleutheroô», es decir “hacer libre”, “librar” o “libertar”, se halla en los siguientes pasajes: Juan 8:32, 36; Romanos 6:18, 22; 8:2, 21; Gálatas 5:1.
  • 2Puesto que esta liberación incluye todo lo que se refiere a la vieja naturaleza, se puede aplicar esta expresión a la carne (Gálatas 5:24; Colosenses 3:3), al «yo» (o sea a la voluntad propia, a la confianza en sí mismo; 2 Corintios 1:9; 12:11), a la ley y a su principio (Gálatas 2:19; Romanos 7:9), y, por último, al mundo (del cual el creyente es librado cuando, por la fe, se da cuenta de que en Cristo ha sido crucificado al mundo; Gálatas 6:14; Colosenses 2:20).
  • 3La verdad de la muerte del creyente con Cristo (punto 1) la encontramos en la epístola a los Romanos, la de su resurrección con Cristo (punto 2) en la epístola a los Colosenses, y la de su introducción en los lugares celestiales con Cristo (punto 3) en la epístola a los Efesios.
  • 4Efesios 5:18. «Estar llenos del Espíritu Santo no resulta de ninguna manera del hecho de haber sido sellados con Él» (J.N. Darby).
  • 5No todos las hacen de la misma manera, ni necesariamente de la manera que se describe en Romanos 7.
  • 6Muchos cristianos dieron su vida por aferrarse a esta preciosa verdad. Así es como Ignacio, antiguo discípulo del apóstol Juan, obispo de Antioquía desde el año 70 aproximadamente, fue condenado a muerte más o menos en el año 107 por el emperador Trajano quien pronunció la siguiente sentencia: «Puesto que Ignacio confiesa que lleva en él a aquel que fue crucificado, ordenamos que sea llevado, atado por los soldados, a la Gran Roma, a fin de que sea desgarrado por las bestias, para diversión del pueblo».