La vida del Señor Jesús en la tierra se llevaba a cabo en comunión continua con su Dios y Padre. Esta comunión se manifestaba en una perfecta dependencia, cuya expresión era la oración. “Orando”, tal era el signo distintivo del Señor como hombre en la tierra, y así lo testifican a menudo los evangelios. Tan sólo en el evangelio de Lucas, lo encontramos siete veces en oración. Ningún hombre fue tan constante en la oración; y, sin embargo, Él era Dios y, como tal, no necesitaba depender de ella. Pero como hombre perfecto en la tierra, se dirigía a Dios en oración como ningún otro.
¡Cuánto regocijo tuvo Dios y cuán honrado fue al ver a su Hijo en la tierra, en medio de la humanidad que se había desviado de Él y corrompido! (véase Salmo 14:3). El profeta Isaías compara este mundo con una tierra seca, que no puede llevar ningún fruto para Dios. Sin embargo, en ese terreno estéril debía salir un “renuevo”, una “raíz” (53:2). ¿Cómo iba a suceder esto? Por la venida del Señor Jesús, el santo siervo de Dios, el único hombre que produjo un fruto perfecto para Dios. Ese santo siervo llevaba una vida de oración y de entera dependencia de Dios.
Quedamos admirados cuando vemos que es el Hijo de Dios y, al mismo tiempo, verdadero hombre, que se consagró a Dios en la oración como ningún otro lo hizo. Verdad que nos sobrepasa, y que nos muestra que Jesús había tomado perfectamente la condición humana siendo al mismo tiempo Dios.
Los mismos discípulos, que fueron sus compañeros de camino cada día, pudieron verse impresionados por esta vida de oración sin igual. Lucas nos lo hace ver al relatar el pedido que uno de ellos le hizo: “Señor, enséñanos a orar” (11:1). Deseaban poder orar como lo hacía su Maestro, reconociendo que, por sí mismos, no eran capaces. ¿No debería éste ser también nuestro deseo a fin de parecernos más a nuestro Señor a este respecto?
Habitualmente, el Señor se retiraba a la soledad, o aprovechaba la tranquilidad de la noche, para estar solo con Dios y orar. Los discípulos sabían que oraba, pero sabían muy poco del contenido de sus oraciones. Los evangelios nos relatan muy raramente las palabras mismas que el Señor pronunció. Encontramos algo en Lucas 22 y Juan 17.
Entre los preciosos pasajes que nos relatan las palabras del Señor en sus oraciones, podemos mencionar el Salmo 16. Si bien es cierto que es David quien se expresa allí, el apóstol Pedro nos indica en Hechos 2 que esas palabras pueden ser puestas en la boca de nuestro Señor (v. 25-28).
Miremos un momento el principio de esta oración: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado” (Salmo 16:1). ¡Qué motivo de adoración y, al mismo tiempo, de humillación para nosotros, ver cómo el Señor se encomienda al cuidado de Dios! Aquel que era absolutamente sin pecado y que no tenía ninguna debilidad —como tan a menudo tenemos nosotros— pedía, sin embargo, que lo guarde. Con una profunda dependencia se remitía a Dios. ¡Qué grandeza!
“Porque en ti he confiado.” El fundamento de su pedido es la confianza plena en el poder del «Dios Fuerte» (véase Salmo 22:19) que puede guardarlo. Esta confianza de nuestro Señor era tan grande que los hombres, hasta sus enemigos, pudieron verla y dar testimonio de ella cuando estaba en la cruz: “Confió en Dios…” (Mateo 27:43).
¡Qué ejemplo para nosotros, quienes, muchísimo más que Él, necesitamos el cuidado de Dios y la dependencia que se expresa en la oración!