Es uno de los títulos con los cuales el Señor Jesús se denominaba a sí mismo varias veces cuando estuvo en la tierra. Encontramos este título tanto en relación con sus sufrimientos como con su gloria futura. También lo encontramos en el evangelio de Juan, en el cual el Señor se presenta como el Hijo de Dios. Repetidas veces, el Señor anunció a sus discípulos que el Hijo del Hombre debía ser rechazado, que debía sufrir y morir. Y, en efecto, “Jesucristo hombre”, a quien Dios había enviado, fue rechazado, pero un día volverá como Hombre glorificado y como juez de todos, a fin de establecer su reino en la tierra. Entonces, “todo ojo le verá”, incluso “los que le traspasaron” (Apocalipsis 1:7).
Cuando consideramos con atención el significado de este título de nuestro Señor y Salvador, su persona se hace más grande y más preciosa para nosotros. Por eso nos detendremos un poco en las siguientes páginas.
El Señor Jesús era Dios desde la eternidad, “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18). Como tal, jamás tuvo comienzo. “En el principio era el Verbo” (Juan 1:1), tan lejos como podamos remontarnos en la insondable eternidad. Desde esta perspectiva, no debemos relacionar la expresión “Hijo de Dios” con un nacimiento o un llamamiento a la existencia. Indica identidad de naturaleza. El Verbo no sólo estaba con Dios, sino que era Dios, como lo es el Padre.
De la misma manera, el título “Hijo del Hombre” designa identidad de naturaleza. Así como el Hijo de Dios es verdaderamente Dios, así también el Hijo del Hombre es verdaderamente hombre, pero con esta diferencia: que no lo era desde la eternidad, sino que lo fue “cuando vino el cumplimiento del tiempo”, cuando Dios lo “envió” y “nació de mujer” (Gálatas 4:4).
Verdadero hombre
“Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”, leemos en Juan 1:14. Siendo Dios, el Señor Jesús fue hecho hombre, sin dejar de ser Dios jamás. Es un profundo misterio. ¡Es Dios y hombre en una misma persona! ¿Quién de entre nosotros podría verdaderamente comprender eso? Por esa razón, el Señor dijo: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27).
El Señor Jesús llegó a ser verdaderamente hombre y lo será para siempre. Como hombre dependiente de Dios, fue hecho semejante a nosotros, y como hombre glorificado, está ahora en el cielo donde nosotros seremos hechos semejantes a él. Participó “de carne y de sangre”, “por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos” (Hebreos 2:14, 17). Supo lo que es estar cansado. Conoció el hambre y la sed. Como hombre dependiente, pasaba noches enteras orando. En Getsemaní aceptó que un ángel del cielo lo fortaleciera. En la cruz, durante las tres horas de tinieblas, sufrió como hombre bajo la mano de Dios, y murió después de haber consumado la obra de la redención.
El título de “Hijo del Hombre” nos habla particularmente de lo que el Señor llegó a ser a fin de rescatarnos. ¿Somos conscientes del hecho de que debía ser hombre, a fin de poder sufrir y morir en la cruz? Si no hubiese sido hombre, no habría podido morir. Pero, bendito sea Dios, se hizo hombre y murió en la cruz. Sin embargo, no permaneció en la muerte. Su cuerpo “no… vio corrupción”. Dios lo resucitó (Hechos 2:31-32). Después que su obra fue perfectamente consumada, subió al cielo como hombre glorificado y “se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hebreos 1:3); fue el primer hombre en el cielo. Fiel a su promesa, se fue para prepararnos un lugar, y pronto volverá para tomarnos a sí mismo, para que donde él está, nosotros también estemos (Juan 14:2-3).
Hombre perfecto
No solamente el Señor Jesús fue verdaderamente hombre, sino que además fue perfecto en su humanidad. Era “el justo”, moralmente diferente de todos los demás hombres, el segundo hombre que es del cielo (1 Corintios 15:47). Durante siglos, Dios había puesto a los hombres a prueba. El resultado fue que ninguno de entre ellos era capaz de glorificarlo y hacer continuamente lo que a Él le agradaba. Es cierto que hubo hombres —tales como Abraham, llamado amigo de Dios, o David, varón conforme al corazón de Dios— que tuvieron durante largos períodos de tiempo una vida que agradaba a Dios. Pero todos tuvieron debilidades, todos estuvieron marcados por faltas e imperfecciones.
Cuando Dios envió a Aquel que había “destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:20), su amado Hijo, y lo vio andar en la tierra, vio por primera vez a un hombre que lo amaba y que lo servía con todo su corazón y con toda su alma (Deuteronomio 10:12-13). ¡Cuánto se regocijó su corazón al ver a este hombre que lo glorificaba en todo! Era Aquel de quien algunos hombres del Antiguo Testamento eran tan sólo débiles imágenes. Era aquel que siempre y en todo buscaba solamente la voluntad de Dios. Era su “comida” hacer la voluntad del que lo envió, y que acabara su obra (Juan 4:34). Dios, al ver a un hombre en la tierra, expresó el gozo y la satisfacción que encontraba en él. En dos ocasiones se hizo escuchar su voz: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17; 17:5).
El Señor Jesús manifestó una vez para siempre lo que el hombre debería ser según los pensamientos de Dios. En él el hombre apareció como Dios quería que fuese cuando lo creó. Es el postrer Adán, el verdadero hombre a la imagen de Dios (Génesis 1:26-27). Ya sea su vida personal, sus hechos, sus palabras, todo lo hacía en perfecta dependencia de Dios, estaba en perfecto acuerdo con el hombre a la imagen de Dios. Hubo muchos “hijos de los hombres”, pero ninguno es comparable con Cristo. Él los sobrepasa a todos. Este “Hijo del hombre” es único, “más hermoso… que los hijos de los hombres” (Salmo 45:2, V.M.). ¿No es digno de nuestra profunda admiración y de toda nuestra adoración?
Heredero de todas las cosas
Jesucristo, como Hijo del Hombre, es, según los designios de Dios, el “heredero de todo”. Dios lo “hizo señorear sobre las obras de sus manos” y “todas las cosas las sujetó debajo de sus pies” (Salmo 8:6; 1 Corintios 15:27; Hebreos 1:2).
Por el hecho de que Adán y su descendencia hayan fallado totalmente en satisfacer las demandas de Dios, perdieron todo derecho como administradores de la creación (compárese con Lucas 16:2). Pero Cristo, el “segundo hombre”, respondió perfectamente a todas las demandas de Dios. Por eso, él solamente es el legítimo heredero, aquel a quien la heredad pertenece por derecho. También es el único capaz de entrar en posesión de la heredad y de darla, en virtud de lo que es y de lo que cumplió. Adquirió todos los derechos para eso por medio de su muerte y de su resurrección.
Dios, en su inmensa gracia, nos hizo herederos a nosotros que fuimos reconciliados con él por medio de Jesucristo. Somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17). En Cristo “tuvimos herencia” (Efesios 1:11). ¡Cuán grande es la gracia de nuestro Señor! “Por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9). Nuestra herencia —en contraste con la herencia terrenal de Israel en Canaán— es “incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros” (1 Pedro 1:4).
Juez de todos los hombres
El Señor Jesús, como Hijo del Hombre, no sólo es el legítimo heredero de todo, sino que también es aquel a quien se remitió el juicio de todos los hombres. Dios el Padre “le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:27). ¿Quién mejor que él podría estar capacitado para este cargo, el que conoce perfectamente al hombre, que hizo todo para traerlo de vuelta al Dios de amor, y que es él mismo el hombre perfecto a los ojos de Dios? Juzgará un día con justicia y reinará hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Será honrado como “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16). Traerá de nuevo todas las cosas en armonía con Dios. “La voluntad de Jehová será en su mano prosperada” (Isaías 53:10). ¡Qué magníficos y gloriosos tiempos comenzarán en la tierra cuando el cetro de la justicia esté en su mano!
Pero para todos los que no lo conocen, el Hijo del Hombre aparecerá como el Juez justo, cuando “venga en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pague a cada uno conforme a sus obras” (Mateo 16:27). Si alguien de los que leen estas líneas es todavía uno de aquellos a los que deberá decir: “No sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad” (Lucas 13:27), le rogamos que evalúe bien esto: “Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:30-31). Hoy existe la posibilidad de aceptarlo a él, el Hijo del Hombre, como Salvador y Señor. Mañana, podría ser demasiado tarde, por la eternidad.
Y nosotros, sus rescatados, ¡cuánto más deberíamos amarlo siempre, a este “Hijo del Hombre” que “vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”!