Se me mandó a llamar, cuenta una enfermera, para cuidar a un enfermo. Le hablé de su alma y del amor de Jesús.
— ¡Oh!, dijo, Jesús no me quiere ahora. He sido demasiado malo, y quizás no muera todavía.
— Es posible, respondí, pero esto podría suceder, y es muy necesario que lo piense. ¿Dice usted que Jesús no lo quiere? Pero ¿conoce la historia del ladrón crucificado al lado del Señor?
En ese momento llegó su esposa y, notando la ansiedad de su marido, me dijo: — Será mejor que se vaya. Ya le dije que no le hable de religión; no quiero que se importune al pobre hombre.
Me fui. Después de tres días ya no estaba más. Poco después vi a su hijo, quien me contó: — ¡Ah! mi padre anhelaba verle, pero mi madre no quería que usted le hablase de religión, pensando que eso atormentaría al enfermo. Pero yo le leí muchas veces la historia del ladrón en el evangelio; nunca se cansaba de escucharla. El domingo de mañana me dijo: «Hijo, todo va bien ahora, porque Jesús llevó mis pecados. Démosle gracias juntos». Se sentó sobre su lecho, oró conmigo y, poco después, murió sin sufrimiento.
Muy a menudo se teme, equivocadamente, llamar la atención de un enfermo cuando, frente a la muerte y sin esperanza, necesita oír el mensaje de salvación. ¡Cuántos han sido salvos así por la gracia de Aquel que “vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”, y que dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera”! ((Lucas 19:10, Juan 6:37).