Los hijos

(Respuesta a una carta)

La obediencia

El punto esencial, al tratar con los hijos, es insistir en la obediencia. Es de suprema importancia. Si esto se lleva a la práctica desde el principio, se evitará un mundo de aflicciones, tanto para los padres como para los hijos.

A los hijos se les manda prestar plena obediencia a sus padres. Ésta es la regla divina. Los padres, por otro lado, deben tener cuidado de no provocar a ira a sus hijos mediante una conducta arbitraria, manifestando preferencia por uno más que por otro, o por una ociosa aniquilación de la voluntad del niño al solo efecto de hacer una exhibición de autoridad paterna. El niño siempre debe ver que los padres tienen su verdadero interés en el corazón, y que el verdadero amor es la fuente que motiva todos sus actos. Pero debemos insistir en la obediencia de los hijos, sobre todo en esta época de independencia, una época especialmente caracterizada por la desobediencia a los padres, y no sólo por la desobediencia, sino también, en muchos casos, por una grosera falta de respeto.

Muchos jóvenes de hoy parecen considerar a sus padres como si pertenecieran a la «vieja escuela» y carecieran de aptitud educativa. De ahí la pronta disposición para contradecir a sus padres e imponer sus propias opiniones. Todo esto es contrario a la naturaleza, a la vez que impío. No debería ser tolerado. Y podemos agregar la muy reprensible costumbre —adoptada por muchos jóvenes— de llamar a sus padres por irrespetuosos motes tales como «gobernador», «dictador», etc., lo mismo que a sus madres mediante algún epíteto similar, igualmente objetable.

Instamos a nuestros jóvenes amigos a estar en guardia contra estas cosas y contra el espíritu del cual ellas proceden, y a cultivar un espíritu reverente, el cual seguramente conducirá a un trato respetuoso hacia los padres. Es una admirable prueba de buena educación que los hijos respeten a sus padres. ¡Necesitamos agregar que en todos los asuntos en los que la autoridad de Dios se ve comprometida, es ella la que debe prevalecer sobre cualquier atribución! ¡Y cuánto necesitamos tomar, no un aspecto de la verdad, sino el conjunto armonioso de la gracia y la verdad!

No con severidad y crueldad

No podemos entender cómo uno que se llama a sí mismo padre cristiano puede adoptar ese sistema de tratar a los hijos con severidad y crueldad. Sólo puede terminar haciéndolos mentirosos e infieles. Ellos proferirán mentiras a fin de escapar del flagelo; y despreciarán la religión que guarda relación con tales excesos. Semejante trato, como usted lo describe, es más digno de un cruel amo de esclavos que de un padre cristiano. Sin duda, hay casos en que se requiere una pequeña disciplina; pero debería ser administrada de tal manera que convenciese al niño de que se lo hace sólo para su bien, y no de que es el fruto de un mal temperamento o de una arbitraria severidad. La «vara» debe ser alzada de muy mala gana. Tiene que ser empuñada como último recurso.

En resumen, el padre cristiano siempre debe tener ante sí como modelo el trato de su Padre celestial para con él. Ahora bien, ¿acaso el Padre inflige castigo por pecado confesado? El mero pensamiento de ello sería una blasfemia. Él sólo castiga por amor y con el objeto de hacernos partícipes de su santidad (Hebreos 12). Le duele tener que usar la vara. “Él fue angustiado a causa de la aflicción (o miseria) de Israel” (Jueces 10:16). Éste debería ser el modelo de todo padre cristiano. No creemos en el perpetuo sistema de azote. No hace más que endurecer y embrutecer al niño.

El padre y la madre deben estar perfectamente unidos

Y deseamos agregar, querido amigo, que el padre y la madre deben estar perfectamente unidos en la administración de la disciplina. El hecho de que un niño tenga que acudir a uno de sus padres para que lo proteja del otro, revela un estado de cosas, en el círculo familiar, que resulta chocante a toda mente bien equilibrada. El padre y la madre no deben tener un solo pensamiento divergente con respecto al sistema de disciplina y formación. Ellos deben aparecer ante los hijos como una sola autoridad, una sola influencia. La firmeza del padre y la ternura de la madre deben estar perfecta y dulcemente combinadas, de modo que su acción conjunta se haga sentir en todo el sistema disciplinario. Pero ¿cómo puede esto llevarse a la práctica? Hace falta que los padres estén mucho juntos de rodillas en la presencia de Dios.

Éste es el verdadero secreto de la disciplina doméstica. Si el padre y la madre no oran juntos, no actuarán juntos; y, si no actúan juntos, la educación de los hijos sufrirá las consecuencias. ¡Quiera el Señor, en su infinita bondad, ayudar a todos los padres cristianos a desempeñar correctamente sus elevadas y santas funciones, de modo que Su nombre sea glorificado en los hogares de su pueblo!

Criarlos en disciplina y amonestación del Señor (Efesios 6:4)

No vemos ninguna dificultad en cuanto al término “hijos” en Efesios 6:1. En todo el contexto, el Espíritu Santo está exhortando a los cristianos, en sus diversas relaciones, a que desempeñen las funciones que les corresponden. Sólo a los cristianos van dirigidas las epístolas, y solamente a ellos se los exhorta en esas cartas. Por eso los “hijos” a que aquí se hace referencia son cristianos. Los padres cristianos son exhortados a criarlos en disciplina y amonestación del Señor (v. 4). Esto, obviamente, comprende a todos nuestros hijos, a quienes tenemos que educar desde el principio para el Señor, contando con él para ellos, y él nunca le fallará a un corazón que se le confía. Debemos tomar los principios de Dios para elaborar todo el sistema de educación moral que apliquemos para nuestros hijos desde su nacimiento; el Señor seguramente honrará la fe que cuenta con su ayuda para los hijos y que los cría para él. “Él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13), ¡bendito sea su Nombre para siempre!

Los matrimonios mixtos (1 Corintios 7:14)

1 Corintios 7:14 se halla en contraste con la ley mosaica, la cual obligaba a los hombres a repudiar no sólo a las esposas extranjeras, sino también a la descendencia de matrimonios mixtos. No se trata aquí del estado práctico de los hijos mismos —de si ellos son salvos o no—; el pasaje afirma simplemente que los hijos son santificados por el hecho de su relación con el padre o la madre creyente, y no necesitan, por tanto, ser rechazados. La idea de construir, sobre la base de este texto, el error de que los hijos de padres cristianos son salvos, como tales, sin la gracia vivificadora del Espíritu Santo, es tan grosero que no merece espacio para su consideración.

La salvación de los niños

Le expresamos nuestra sincera simpatía e interés en el tema de su carta. Su senda es muy simple. Sólo tiene que criar a sus hijos para Dios y contar con Dios para sus hijos. Sólo el Espíritu de Dios puede hacer que un niño comprenda las cosas divinas; no nos corresponde a nosotros fijar un límite en cuanto a la edad precisa en que un niño es capaz de asimilar la verdad de Dios. Ésta es obra del Espíritu, y él puede hacer entender tanto a los bebes como a los sabios (véase Mateo 11:25). Un niño es el modelo según el cual ha de ser formado todo aquel que haya de entrar en el reino de Dios.

Creemos que Mateo 18:10–14 constituye el fundamento de la preciosa verdad de la salvación de los niños. ¿No lo cree usted? ¿No está plenamente persuadido de que todos cuantos mueren en la infancia son salvos? ¿No cree que aunque sus pequeños cuerpos sobrellevan la pena del pecado de Adán, sus preciosas almas participan de los beneficios del sacrificio expiatorio de Cristo? Pues bien, si usted cree esto, ¿por qué habría de estar atribulado su corazón respecto del destino de su niñito cuando el Señor regrese? ¿No puede confiar plenamente en ese Bendito que en los días de su carne dijo: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios”? (Lucas 18:16). ¿Puede su corazón abrigar, siquiera por un instante, el indigno pensamiento de que su misericordioso Señor, cuando vuelva en busca de su pueblo, sería capaz de tomar a la madre para que esté con Él y dejar a su bebe que perezca?

Usted nos pregunta si «podemos citarle algún pasaje que muestre lo que será de los pequeños hijos de creyentes cuando el Señor haya arrebatado a su Iglesia». Contestamos al punto: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos. Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido.1 ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se había descarriado? Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquélla, que por las noventa y nueve que no se descarriaron. Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños” (Mateo 18:10–14).

Ahora bien, ¿no es ésta una preciosa respuesta a su pregunta? ¿No es divinamente a propósito para ahuyentar toda su ansiedad en cuanto a su precioso bebé durante el evento de la venida del Señor? ¿Piensa usted que el Salvador de gracia, quien profirió estas palabras, ignorará a los niñitos cuando venga por su Iglesia? Nuestro misericordioso Señor será plenamente glorificado al recibir en su pecho y llevar a su casa a los pequeñuelos de su pueblo, lo mismo que a sus padres. No es su voluntad, ahora, ni podría serla entonces, “que se pierda uno de estos pequeños”. Que su corazón halle pleno reposo en cuanto a esta cuestión, en la eterna verdad de Dios y en la rica y preciosa gracia que resplandece tan brillante y bienaventuradamente en Mateo 18:10–14.

 

  • 1En Lucas 19:10, donde no se trata de una cuestión de infantes, leemos: “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”.