Durante el ministerio de nuestro Señor en Israel, sólo dos personas encontraron una aprobación especial de Su parte a causa de su fe. Ninguna de las dos era judía: la mujer sirofenicia (Marcos 7:24-30 y Mateo 15:21-28) y el centurión romano. Era difícil encontrar una gran fe en el pueblo elegido a causa del formalismo religioso de los judíos que había paralizado mucho el desarrollo de esa fe.
El centurión se dirigió al Salvador en favor de su siervo, el cual, a pesar de su condición despreciada, tenía gran valor a los ojos de su amo. Contrariamente a la mayoría de los israelitas, este centurión discernía que Dios estaba presente en la persona del humilde carpintero que recorría el país. Apremiado por la necesidad, acude sin titubeos a Él en busca de socorro. Entonces recibe la respuesta: “Yo iré y le sanaré”. Pero el centurión, en seguida, ruega al Señor que no se moleste, aduciendo que no era necesario que viniese. “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará” (Mateo 8:7-8). Y esto precisamente es lo que suscita la aprobación sin reserva de nuestro Señor: la confianza en el poder de su palabra, aun cuando no esté presente personalmente.
Tenemos aquí un principio de suma importancia para nosotros hoy. Cristo no está aquí abajo, sino a la diestra de Dios en el cielo. Pero su Palabra está con nosotros, de manera que en todo momento podemos oír la voz de Cristo en las Santas Escrituras. Su Palabra proclama la eficacia de su sacrificio ofrecido una vez para siempre (Hebreos 10:12); ella anuncia el perdón y la justificación para todos aquellos que creen en su nombre (Hechos 13:38-39); ella da a todos la preciosa seguridad de que la vida eterna les pertenece desde ahora y que no vendrán jamás a condenación (Juan 5:24).
La persona de Cristo no es visible para nosotros, pero nos apoyamos en su Palabra, y ella es nuestro todo. Si su Palabra pudiese ser arrancada de nuestras manos y de nuestros corazones, estaríamos envueltos en densas tinieblas.
Llaman la atención las diferencias entre los dos relatos de este milagro, dados respectivamente por Mateo y Lucas. Ellas no se deben a ningún traspié de los escritores, sino a la guía especial del Espíritu Santo, quien indicó a cada escritor los detalles que debían incluirse y los que debían omitirse, en función del carácter particular de cada uno de los evangelios.
Por ello, en Mateo, el cual tiene particularmente en vista a Israel, el Espíritu agrega la solemne advertencia que el Señor hace a esta nación: muchos vendrán de lejos y serán bendecidos con Abraham, Isaac y Jacob, mientras que los “hijos del reino” serán echados afuera. Tal palabra era muy necesaria para un pueblo que basaba su esperanza en sus derechos y privilegios religiosos, y que había descuidado la fidelidad personal hacia su Dios.
Lucas, por el contrario, que no era judío y que escribió a los gentiles, omite la advertencia hecha a Israel. Sin embargo, menciona el hecho, tan instructivo para las gentes de las naciones, de que el centurión gozaba del apoyo de los ancianos de los judíos, de manera que ruegan por él al Salvador. Si la advertencia narrada por Mateo fue dada con la intención de rebajar el orgullo judío, el detalle dado por Lucas debía servir para decir a los gentiles que “la salvación viene de los judíos” (Juan 4:22).
El siervo del centurión fue sanado. La fe de este hombre, tal como el Señor lo demuestra aquí, no podía quedar sin respuesta. Asimismo hoy, la fe en la Palabra del Salvador ausente será siempre reconocida y honrada por Dios.