Anoche traté el tema del resplandor de las últimas horas de Jacob, en el capítulo 48 del Génesis. Al principio (cap. 27), había obtenido la bendición de su padre con astucia, como si no hubiese estado satisfecho con la promesa de Dios. La debilidad de su fe lo empujó a buscar que su título de herencia fuese sellado por la bendición de su padre, como lo había sido hecho anteriormente por la promesa de Dios.
Pero ahora, al final, sólo escucha los designios de Dios, creyendo firmemente que sólo es bendecido aquel a quien Dios bendice, y que nada puede impedirlo. Por eso, aunque José intercede por Manasés, Jacob hace reposar la bendición sobre Efraín, porque es según Dios poner al menor sobre el mayor, para que toda la bendición venga por la gracia de Dios, y no por los derechos, las pretensiones o los esfuerzos de la naturaleza.
Al final, Jacob pone toda su confianza en la soberana gracia de Dios y no se glorifica en nada más.
¡Cuán felices somos al saber que, también nosotros, de la misma manera somos deudores solamente de la gracia! No tenemos ningún título por nuestros propios medios. Somos como el hijo menor, no los herederos naturales de la bendición. Pero Dios da a aquellos que no merecen nada.