Tenemos gran dificultad para caminar humilde y pacientemente por el sendero trazado por nuestras propias caídas. La incredulidad de Israel, que rehusó subir a la tierra de Canaán, hizo necesario, según los decretos del gobierno de Dios, que volvieran atrás y que anduviesen errantes en el desierto durante cuarenta años. No querían someterse a ello. Se resistieron. No podían inclinar su cabeza bajo el yugo que les era impuesto.
Cuán a menudo ocurre lo mismo con nosotros. Damos un mal paso y sufrimos una caída; y, como consecuencia, entramos en circunstancias difíciles y, en vez de inclinarnos humildemente bajo la mano de Dios para buscar andar con Él en humildad y con espíritu contrito, nos volvemos reacios y rebeldes; le echamos la culpa a las circunstancias en lugar de juzgarnos a nosotros mismos; y, en nuestra obstinación, buscamos salir de esas circunstancias en vez de aceptarlas como una consecuencia justa y necesaria de nuestra propia conducta. Tarde o temprano, el espíritu pretencioso debe ser quebrantado. Si no hay fe para tomar posesión de la tierra prometida, no nos queda otra opción que recorrer el desierto en humildad y simplicidad de corazón.