Algunas enseñanzas extraídas de la historia de Uzías en 2 Crónicas 26
¡Qué contraste entre el principio y el final de la vida del rey Uzías! Como otros varios reyes, tiene una primera y una última historia. La primera glorifica a Dios; es para la dicha del rey y para la bendición del pueblo. Lamentablemente, la última presenta absolutamente lo contrario.
Fidelidad y prosperidad
Cuando Uzías es puesto como rey, tiene solamente dieciséis años. Su padre era un creyente (v. 4) y tal vez su madre también. Otra influencia buena marcó su educación, ya que se nos dice: “persistió en buscar a Dios en los días de Zacarías, entendido en visiones de Dios” (v. 5). Este profeta ejercía sobre el rey un efecto particularmente benéfico. ¡Dichosos aquellos que tuvieron tal juventud y tal educación! Fue el caso de Timoteo. Este joven privilegiado, después de haberse beneficiado de las enseñanzas de una madre y de una abuela piadosas, pudo sentarse a los pies del gran apóstol Pablo, quien menciona esto en su última carta: “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido” (2 Timoteo 3:14).
Esdras nos recuerda que “la mano de nuestro Dios es para bien sobre todos los que le buscan” (Esdras 8:22). Es la experiencia del rey Uzías: “Y en estos días en que buscó a Jehová, él le prosperó” (v. 5). Podemos decir de él, que durante este período de su vida, iba “de poder en poder” (Salmo 84:7). Tenía un ejército de “guerreros poderosos y fuertes... Y su fama se extendió lejos, porque fue ayudado maravillosamente” (2 Crónicas 26:13, 15). El justo que busca a Dios es verdaderamente “como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará” (Salmo 1:3).
Hay una gran diferencia entre las bendiciones de los creyentes del Antiguo Testamento y las nuestras: las de aquellos eran terrenales, las nuestras son celestiales. Hoy somos bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). En cambio, en lo que concierne a nuestra condición terrenal, tenemos “poca fuerza” (Apocalipsis 3:8). En “el día de las pequeñeces”, Dios no actúa ni “con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu” (Zacarías 4:6, 10), y deberíamos buscar aún más la faz de Dios. ¿Por qué a menudo sufrimos fracasos en nuestra actividad para el Señor? Tal vez porque no hemos estado lo suficiente en su presencia para buscar diligentemente su pensamiento, con un espíritu de sumisión a su voluntad.
Orgullo y ruina
“Mas cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar incienso en el altar del incienso” (1 Crónicas 26:16).
Estas palabras nos llevan al gran cambio de la historia de ese rey. Es la rebelión abierta contra Dios y su Palabra. Uzías entra en el templo para cumplir un servicio de sacerdote para el cual no estaba calificado como tampoco lo estaba Coré y su séquito (compárese con Números 4:15-16 y 16:1). La realeza y el sacerdocio sólo estarán unidos en el Mesías, en el día de su gloria (Zacarías 6:13).
¡Qué diferencia entre Uzías y Nehemías, cuyos enemigos lo forzaban a entrar en el templo para encontrar un motivo de acusación contra él! Su rechazo fue la expresión de una profunda humildad: “¿Y quién, que fuera como yo, entraría el templo para salvarse la vida?” (Nehemías 6:10-14). El Señor Jesús, también originario de la tribu de Judá, nunca fue al templo para quemar incienso, sino solamente para enseñar al pueblo. Judá es la tribu real, y Leví la tribu sacerdotal. El rey Saúl, de la tribu de Benjamín, en un momento de angustia, se tomó la libertad de cumplir un servicio sacerdotal. Ofreció el holocausto. Pero Samuel debió decirle: “Locamente has hecho” (1 Samuel 13:13) y le anuncia la pérdida de su reino.
Uzías, insatisfecho de su alta dignidad de rey, quiere acaparar el sacerdocio. Pero “Dios resiste a los soberbios” (Santiago 4:6). Azarías, principal sacerdote, y con él los sacerdotes de Jehová, ochenta varones valientes, “se pusieron contra el rey Uzías, y le dijeron: No te corresponde a ti, oh Uzías, el quemar incienso a Jehová, sino a los sacerdotes hijos de Aarón, que son consagrados para quemarlo” (v. 18).
Este ejemplo es particularmente especial para poner en guardia a los siervos del Señor. Sin duda que es un gran honor haber recibido un don, y un servicio particular de su parte. Pero si ese servicio no se cumple en la humildad y con fidelidad, la responsabilidad es aún mayor, y la caída más grave. “Recibiremos mayor condenación” dice Santiago (3:1). El orgullo es la tendencia de todo hombre, y sin duda aquel que está puesto más arriba debe tener más cuidado a este respecto.
Los éxitos fomentaron el orgullo en Uzías. Manifiestamente, lo llevaron a un alejamiento sucesivo de Dios, a quien buscó al principio de su reino. No tiene en cuenta las severas reprimendas que le dirigen los sacerdotes y se llena de ira contra ellos.
Entonces, Dios interrumpe a ese pobre hombre que es incapaz de dejarse apartar de su mal camino, ni por la Palabra de Dios, ni por el testimonio de los sacerdotes. “Y en su ira contra los sacerdotes, la lepra le brotó en la frente... y le hicieron salir apresuradamente de aquel lugar; y él también se dio prisa a salir, porque Jehová lo había herido. Así el rey Uzías fue leproso hasta el día de su muerte” (v. 19-21). Según la ley, habría debido morir, porque está escrito que “el hombre que procediere con soberbia, no obedeciendo al sacerdote que está para ministrar allí delante de Jehová tu Dios, o el juez, el tal morirá; y quitarás el mal de en medio de Israel” (Deuteronomio 17:12). En este caso, Dios mismo se ocupa de él. Hiere al rey de lepra y es el fin de toda su gloria. No se oye más hablar de él hasta el día de su muerte. Desaparece, mientras que Dios, contra quien se había elevado, permanece inquebrantable en su gloria (Isaías 6:1). “En el año que murió el rey Uzías”, el profeta Isaías ve al Señor todavía “sentado sobre un trono alto y sublime”.
Este relato habla con insistencia a nuestros corazones y conciencias. ¡Cuán a menudo Dios nos ayudó maravillosamente! Podemos decir con David: “Has aumentado, oh Jehová Dios mío, tus maravillas; y tus pensamientos para con nosotros” (Salmo 40:5). Pero olvidamos fácilmente tales beneficios. En lugar de seguir nuestro camino en la humildad, nos jactamos. Este peligro nos amenaza especialmente cuando descuidamos mantenernos delante de Dios y dejamos de buscar continuamente su presencia en el sentimiento de nuestra debilidad. David oraba: “Examíname, oh Dios... y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24). El Señor mismo nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). “Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:12). “A los fieles guarda Jehová, y paga abundantemente al que procede con soberbia” (Salmo 31:23).
No es sin razón que Dios, que conoce nuestros pobres corazones, quiso que esta palabra de Proverbios 3:34 sea citada dos veces en las epístolas: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6; 1 Pedro 5:5).