El evangelio de Juan y el tabernáculo

Juan

Podemos observar una analogía entre el plan del tabernáculo y el del evangelio de Juan. Todo el culto de Israel era solo la “sombra de las cosas celestiales”, y los capítulos 8 a 10 de la epístola a los Hebreos nos dan la clave. No nos asombremos, pues, de encontrar el mismo orden y la misma estructura en el evangelio, el cual nos presenta la realidad de estas cosas celestiales (Juan 3:12).

Las diferentes ordenanzas del Éxodo y el Levítico ilustran la obra de gracia de Dios que viene al encuentro del pecador para proporcionarle el medio de poder estar en pie ante Él y entrar en Su propia morada. El hombre no podía dar un solo paso hacia Dios. Él, en Cristo, debió hacer todo el camino para llegar hasta nosotros. Por eso, el evangelio de Juan comienza en el cielo, morada de la gloria de Dios, al cual corresponde el Lugar Santísimo del tabernáculo.

El “Verbo fue hecho carne”, el Hijo de Dios aparece fuera del santuario. “Vimos su gloria”, exclama el autor del evangelio (1:14). Como en otro tiempo la nube en el umbral de la Casa, así ahora la gloria de Dios se muestra en Cristo y vino a habitar en el “atrio” (la plaza exterior), en medio de los hombres. Otrora el israelita, consciente de sus pecados, entraba en el atrio para ofrecer un sacrificio sobre el altar de bronce. En este primer capítulo del evangelio, los que se presentaban al bautismo de Juan, confesando sus pecados, aprendieron que Dios mismo ha provisto el cordero del sacrificio. Aquel que salió hacia ellos de su parte será esta santa víctima. Juan la designa así: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29).

El capítulo 2 nos muestra ese atrio profanado por un comercio vergonzoso (v. 14-16, V.M.). A diferencia de Mateo, Marcos y Lucas, donde esta escena se sitúa al final del relato evangélico, el Señor pone en orden “la Casa de su Padre” en el momento de comenzar su ministerio. Como para santificar el lugar en el que se prepara para trabajar (2 Crónicas 29:5).

En efecto, hasta el final del capítulo 12, lo encontramos en figura en el «atrio», el lugar en el que cada uno podía entrar y encontrar al Salvador sobre la base del sacrificio ofrecido. Jesús está allí, a disposición de todos; enseña, sana, invita… (7:37). Se relaciona con toda clase de personas. La mayoría lo rechaza y no quiere creer, como concluye tristemente el capítulo 12 (v. 37). Y desde ese momento, sus relaciones con el pueblo se terminaron. Pero algunos como los discípulos del capítulo 1, Nicodemo, la mujer samaritana, el paralítico de Betesda, el ciego de nacimiento, la familia de Betania, y otros, disciernen su gloria y creen en Él. Forman parte de sus ovejas, de esos hijos de Dios dispersos que el Señor ha congregado, delante de los cuales camina y a quienes pronto introducirá con él en el Lugar Santo del santuario.

La obra cumplida a favor de ellos en el altar de bronce los hace aptos. Están lavados; son enteramente limpios por la eficacia de la sangre del Cordero (13:10). Son hechos sacerdotes para adorar al Padre en espíritu y en verdad, y con este título van a ser invitados a entrar con Jesús en el mismo santuario, a aproximarse hasta el altar del incienso (4:23). Pero antes, es necesario que conozcan la virtud de la fuente de bronce. Todo sacerdote de la antigua dispensación tenía la obligación de lavarse las manos y los pies antes de entrar en el Lugar Santo para ejercer sus santas funciones. A esta ordenanza corresponde la escena del lavamiento de los pies que introduce la nueva sección (cap. 13-16). Para poder tomar a los suyos con él en el santuario donde gozarán de su comunión, para darles una “parte con él”, este lavamiento del agua por la Palabra es indispensable, y es Jesús mismo quien, en gracia, hace este servicio para ellos. Entonces, solamente él puede llevarlos consigo al “Lugar santo”, primera parte del tabernáculo, en el cual nos hace pensar los capítulos 14 a 16.

En espíritu, el Señor ya introduce a los suyos en esta casa de su Padre donde “muchas moradas hay”; les muestra el camino, y él mismo es este camino (14:1-6). Y, hasta el final del capítulo 16, va a estar ahí, solo con ellos sobre ese santo terreno, aparte de cualquier persona extraña e inoportuna, para tener con ellos las más íntimas comunicaciones. En otro tiempo, era el privilegio de un Moisés entrar en el tabernáculo de reunión para escuchar la voz divina que se dirigía a él de encima del propiciatorio, y Moisés respondía (Números 7:89). Pero ¡cuántas nuevas revelaciones, exhortaciones, consolaciones y promesas puede dirigir ahora el tierno Salvador a los que él llama sus amigos!

El Lugar Santo del tabernáculo, separado del Lugar Santísimo por el velo, contenía tres objetos: la mesa de los panes de la proposición, el candelero con sus siete lámparas y el altar de oro en el cual se presentaba el incienso. Encontramos la equivalencia en nuestros capítulos. El Señor y los suyos están a la mesa para la última cena de la Pascua. Él es el huésped, pero al mismo tiempo es también el Pan de vida que descendió del cielo (6:33-35). «La mesa pura y los doce panes representan a Cristo como continuamente presentado delante de Dios con toda la excelencia de su pura humanidad, y dado como alimento a la familia sacerdotal» (C.H.M.). Alimentarse de Cristo en el santuario, ¿no es la santa ocupación de los discípulos en estos tres capítulos donde el Señor hace vibrar sus afectos hablándoles de sí mismo?

También les habla del otro Consolador, el Espíritu Santo, de quien las siete lámparas del candelero prefiguraban la luz y la energía «fundadas en la perfecta eficacia de la obra de Cristo y unidas con ella» (C.H.M.).

Y, por fin, podemos decir que los conduce hasta el altar del incienso enseñándoles a “pedir en su nombre”, a acercarse al Padre que los ama, para esparcir ante Él el perfume de ese dulce nombre de Jesús (16:26). Su oración subirá ante Dios como el incienso, el don de sus manos como la ofrenda de la tarde (Salmo 141:2).

Así, los tres objetos de oro que están en el Lugar Santo nos recuerdan que el Espíritu Santo, la Palabra, alimento de nuestras almas, y la oración son los tres grandes recursos de los creyentes durante el tiempo de la ausencia del Señor, pero que pueden gozar de estos solo en la medida en que permanezcan en el santuario. Por otra parte, el candelero, la mesa y el altar de oro dirigen nuestros pensamientos respectivamente hacia el Espíritu Santo, el Hijo y el Padre en la comunión de quienes, por un favor inapreciable, el Señor introduce a sus queridos redimidos.

Pero es necesario que los deje un momento. “Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis”, les anunció (16:16). Todos los sacerdotes, bajo ciertas condiciones, tenían acceso al Lugar Santo del tabernáculo. Pero únicamente el sumo sacerdote entraba en el Lugar Santísimo una vez al año en representación del pueblo, llevando la sangre de la expiación para ponerla sobre el propiciatorio del arca. Luego salía a la vista de todos, y su aparición pública, viva, era la prueba de que el sacrificio había sido aceptado, de que Dios estaba satisfecho. A ese Lugar Santísimo corresponde el capítulo 17. Nuestro gran sumo sacerdote penetra en él solo, teniendo en cuenta a los suyos (“los que me diste”) y sobre la base de una obra concluida (v. 4), que satisfizo perfectamente la justicia de Dios.

El capítulo 16 de Levítico, que describe toda la ceremonia del día de la expiación, nos muestra cómo Aarón, después de haber entrado con la sangre de la expiación detrás del velo, volvía a salir, se cambiaba de vestidos y ofrecía el holocausto. En el evangelio de Juan, este carácter de holocausto es el que reviste la cruz de Jesús, y los capítulos 18 y 19 que relatan las escenas de su padecimiento nos lo muestran como aquel que se ofrece sin mancha a Dios.

En el capítulo 20, aparece vivo a la vista de los suyos, con pruebas indubitables de que la paz de ellos fue asegurada. Por fin, el capítulo 21 prefigura la introducción del reino, cuando Israel y la tierra entera se beneficiarán de la obra consumada en el altar de bronce y de la sangre puesta sobre el propiciatorio.

Un lugar de encuentro entre Dios y el hombre, es lo que podríamos poner como título tanto al tabernáculo en el Antiguo Testamento como al evangelio de Juan en el Nuevo Testamento. Tanto en uno como en otro descubrimos a Aquel que vino del cielo para hacer al hombre apto para acercarse a Dios, y que vuelve al cielo acompañado de «hijos»: una familia de sacerdotes preparada para los cielos. Se nos enseña el camino que ha seguido el Dios de la gloria para venir hasta nosotros y el camino que ahora está abierto para nosotros hasta la gloria de Dios.