Leemos: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:15-17). El Señor juzga siempre según el lugar en el cual hemos sido puestos, según la posición en la cual nos encontramos. En cierta manera, hacemos lo mismo en relación con los demás. Así considero a los que permanecen bajo mi techo, de manera distinta respecto de los de afuera. Al que vive en mi casa le digo: «Es necesario ropas limpias para estar aquí», pero no a uno de afuera.
Con nosotros Dios actúa sobre el terreno de la gracia, como también sobre el terreno de la santidad. La santidad forma parte de la gracia al igual que cualquier otra bendición. “Sed santos, porque yo soy santo” no es simplemente una orden que debe ser acatada, sino que implica también una intimidad a la que somos admitidos. La gracia debe hacernos santos, “para que participemos de su santidad” (véase Hebreos 12:10, 14). No es un Dios que pide santidad al hombre, sino un Dios que nos hace participar de su santidad. ¿Podríamos desear algo más? El amor actúa, y somos hechos participantes de lo que separa a Dios de todo lo que es incompatible con Él, participantes de la santidad, y no simplemente de la inocencia. La inocencia es la ignorancia del bien y del mal; no podemos decir que Dios es inocente, sino que es santo. Nos hace “participar de su santidad”: su santidad, el conocimiento del mal tal como Él lo ve, y la capacidad de elevarse por encima del mal. La santidad forma parte de la gracia, así como el amor.