El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas distintas que, sin embargo, juntas constituyen la deidad en una perfecta unidad. Es una verdad fundamental de la fe cristiana. Esta pluralidad ya es evocada en las primeras páginas de la Biblia, donde encontramos: “Hagamos al hombre a nuestra imagen...” (Génesis 1:26), “Ahora, pues, descendamos...” (11:7).
El Nuevo Testamento, en cada uno de los tres primeros evangelios, nos relata una escena en la que las tres personas de la deidad fueron percibidas de manera bien diferenciada. Esta revelación, única en la Santa Escritura, va mucho más allá de las alusiones contenidas en el Antiguo Testamento. Se trata del bautismo del Señor Jesús. Él mismo está allí, el Espíritu Santo desciende sobre Él bajo la forma de una paloma y la voz del Padre se hace oír desde el cielo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). ¡Qué maravillosa revelación de Dios!
También muchos otros pasajes presentan, de maneras diversas, la unidad de las tres personas de la deidad. Por ejemplo, cuando las tres son mencionadas en relación con un hecho determinado. En Hebreos 9 se dice que Cristo “mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (v. 14). Allí vemos esas tres personas en relación con el valor de la obra expiatoria cumplida en Gólgota.
Otra forma de la expresión de la unidad y de la armonía de las personas divinas se encuentra en el hecho de que las tres son caracterizadas por medio de expresiones semejantes o idénticas. Por ejemplo, el Señor dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). Leemos en la primera epístola de Juan: “El Espíritu es la verdad” (5:6). Además, Dios es llamado allí: “el verdadero” (v. 20).
Entre las personas divinas, la relación entre el Padre y el Hijo tiene un significado particular y de gran precio para nuestros corazones, especialmente en lo que concierne a la obra cumplida por Jesús en la cruz. La unidad de pensamiento en el cumplimiento de los designios eternos de Dios es evocada en varios pasajes, entre otros en Génesis 22 donde vemos que Abraham e Isaac “iban juntos” (v. 6, 8).
“Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30), dijo el Señor Jesús cuando era hombre en la tierra. El hecho de que vino a ser hombre no cambió en nada la absoluta armonía que existe entre el Padre y el Hijo. La humanidad de Cristo no quitó nada de su divinidad. Cuando tenemos al Hijo ante nuestros ojos, al mismo tiempo vemos al Padre. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). En la oración a su Padre, en Juan 17, el Señor dijo: “Tú, oh Padre, en mí, y yo en ti” (v. 21). Esta declaración expresa de manera particular la armonía íntima y recíproca en el seno de la deidad que el Señor Jesús manifestó como hombre.
Todo esto habla a nuestro corazón. Podemos seguir, a lo largo de los libros inspirados, la revelación de esta divina armonía; primero vemos la actividad de Dios en la creación (“Hagamos al hombre...”), poniendo nuestra atención sobre todo lo que nos habla de Cristo en el Antiguo Testamento, luego asistiendo a la venida del Hijo a la tierra para revelar a Dios en su plenitud, hasta el momento de su más alta y maravillosa expresión, cuando Dios mismo debió ejecutar el juicio sobre Cristo y abandonarlo. Allí, por más paradójico que parezca, la armonía entre el Padre y el Hijo fue hecha visible de la manera más gloriosa. Utilizando el lenguaje de las figura s del Antiguo Testamento, podemos decir que allí el holocausto y el sacrificio por el pecado se encuentran. Esto lo comprendemos por la fe y adoramos.
Esta maravillosa armonía entre el Padre y su Hijo resalta muy notablemente en la primera epístola de Juan. Repetidas veces, el autor pasa imperceptiblemente del Señor Jesús al Padre y viceversa. Así, por ejemplo, en el segundo capítulo: “Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados. Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él” (v. 28-29). Al principio de la frase, el pronombre “él” designa el Hijo, puesto que se trata de su manifestación, mientras que, al final, ese mismo pronombre designa al Padre ya que se trata de aquellos que son nacidos de Él.
¿Podría la armonía divina entre el Padre y el Hijo ser manifestada de manera más impresionante? ¡Cuán grande y glorioso es nuestro Dios! ¡Cuán maravillosa e insondable es su Palabra que nos lo revela en su infinidad!