Dios revelado como Padre

Dios es Espíritu, y habita en luz inaccesible, de forma que ninguno de los hombres lo ha visto ni puede ver (Juan 4:24; 1 Timoteo 6:16). Pero él se ha revelado, y eso tanto por hechos, por obras, como por palabras. Así, los hombres de antaño, y sobre todo los creyentes de los tiempos del Antiguo Testamento, tuvieron cierto conocimiento de Dios.

La revelación de Dios como Padre por el Hijo

No obstante, tenemos una plena revelación de Dios solo desde el momento en que el eterno Hijo de Dios vino como hombre a la tierra y nos lo reveló. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado ha conocer” (Juan 1:18). Y particularmente, él nos ha revelado a Dios como Padre.

Esta revelación de Dios ha sido hecha por las palabras del Señor Jesús y por toda su persona. Así, a su discípulo Felipe que le preguntaba: “Señor, muéstranos el Padre”, le respondió: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:8-9).

Los creyentes, hijos de Dios

En su evangelio, Juan escribe: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (1:12). También nos relata las palabras del Señor a Nicodemo: “Os es necesario nacer de nuevo” (3:7). En su primera epístola, Pedro nos enseña que somos “renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1:23). Así, cualquiera que cree en el Señor Jesús como su Salvador personal entra por el nuevo nacimiento en la familia de Dios, en la cual pasa a ser un hijo.

El Padre del Señor Jesús ahora es nuestro Padre

Sin embargo, solo después de haber terminado su obra de redención y después de su resurrección el Señor pronuncia las palabras que nos dan la certeza de que el Padre —que él había revelado cuando estaba en la tierra— también es nuestro Padre. En la mañana de la resurrección, envía a María Magdalena a los suyos con el maravilloso mensaje: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).

Si él habla de nosotros como sus hermanos, es porque hemos sido llevados a la presencia de Dios en una posición análoga a la suya. En su oración al Padre dijo: “Para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (17:23).

Por su encarnación, el Hijo de Dios vino a nosotros, a nuestro lado. Por su resurrección —que es la confirmación de que Dios aceptó plenamente su obra de redención a favor de los pecadores perdidos— los que creen en él están puestos ahora a su lado: él nos introdujo en su propia posición ante el Padre. ¡Insondables caminos del amor del Padre por nosotros!

El amor del Padre

En la parábola del hijo pródigo, en Lucas 15, ya vemos algo del amor del Padre. Al reconocer su miseria, el hijo vuelve en sí. Toma la resolución de volver a su padre con una sincera confesión y la pone en ejecución: “Y levantándose, vino a su padre”. Las palabras que siguen conmueven nuestros corazones: “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (v. 20). Es una imagen del amor con el que Dios acoge en sus brazos como su hijo a aquel que, confesando sinceramente sus pecados, viene a él con arrepentimiento y con fe.

Y si hemos llegado a ser hijos de Dios por la fe en el Salvador, experimentaremos día tras día el amor de nuestro Padre. Jesús dice a sus discípulos: “En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios” (Juan 16:26-27). Ahí, el Señor Jesús evoca el tiempo de su ausencia de la tierra. Es el tiempo en el que hoy vivimos y durante el cual tenemos un libre acceso al corazón del Padre. En todas nuestras situaciones, con todo lo que tenemos en el corazón y con todas nuestras necesidades, podemos venir a él, sabiendo que el Padre mismo nos ama.

En Juan 14, también es cuestión de un amor particular del Padre. El amor –o más bien el gozo de este amor– está ligado a una condición: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él… El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (v. 21, 23). Esta obediencia es la respuesta de nuestros corazones a su amor. Por ella abrimos una puerta para dejar entrar al Padre y al Hijo, para que hagan su morada con nosotros. Así es como tenemos comunión con el Padre y con el Hijo, y gozamos del amor del Padre de manera particular. Vemos pues que el gozo del amor del Padre está íntimamente ligado a la obediencia a los mandamientos y a la Palabra de Dios.

Los cuidados del Padre

En Lucas 12, el Señor Jesús explica a sus discípulos que no deben inquietarse: “No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por el cuerpo, qué vestiréis. La vida es más que la comida, y el cuerpo que el vestido… Vosotros, pues, no os preocupéis por lo que habéis de comer, ni por lo que habéis de beber, ni estéis en ansiosa inquietud. Porque todas estas cosas buscan las gentes del mundo; pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de estas cosas” (v. 22-30).

El Señor Jesús emplea aquí la expresión “vuestro Padre” antes de que se hiciese la obra de la redención y la nueva relación de los creyentes con Dios conocido como Padre de ellos se establezca. Además, el gozo de esta relación solo fue posible desde el día en que el Espíritu Santo vino a la tierra y habitó en el creyente (véase Romanos 8:15-16; Gálatas 4:6). Hoy, este pasaje de Lucas 12 se dirige a todos los hijos de Dios. Si lo leemos atentamente, nos daremos cuenta de que muy a menudo nuestros temores y preocupaciones son inútiles y vanos. A veces, son incluso la expresión de nuestra falta de fe. ¡Cuán a menudo carecemos de confianza en nuestro Dios y Padre! Y, no obstante, él tiene cuidado de nosotros. ¡Honrémosle con una mayor confianza!

La protección del Padre

Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, guardaba a los suyos en este mundo peligroso y enemigo de Dios (Juan 17:12). Ahora que está en el cielo, ¿somos dejados aquí sin ayuda y sin protección? ¡Ciertamente no! Antes de dejar la tierra, nuestro Señor oró al Padre por nosotros. Dijo: “Ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre… No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:11, 15).

La primera petición para que seamos guardados se dirige al Padre “santo”. El acento está puesto en la santidad y la separación del mal. El Señor le pide al Padre guardarnos en el santo nombre del Padre que él mismo ha manifestado plenamente aquí abajo. Dios desea guardar a sus hijos en la santidad, es decir totalmente separados para él. Nuestro objetivo debería ser vivir en acuerdo con la santidad de nuestro Padre, tal como somos exhortados en 1 Pedro 1:15-16.

En la segunda petición, se trata de ser guardados de la influencia del mal que nos rodea. Los creyentes son aún dejados en este mundo en el que tienen que vivir. La Palabra de Dios no nos pide un total aislamiento, como una vida monástica. El Señor sabe que tenemos que ir a nuestro trabajo o al colegio, y que tenemos que vivir con vecinos que son del mundo. Pero él sabe que en ese ámbito tenemos necesidad de una protección particular. El mal, todo lo que está en contradicción con Dios, nos rodea por todas partes.

¡Cuán importante es que no nos dejemos arrastrar por nada en el mundo! El Padre quiere guardarnos y se nos recuerda que si bien es verdad que aún vivimos en el mundo, sin embargo no pertenecemos a él. Si fuésemos más conscientes de este hecho, esto resolvería numerosas preguntas respecto de nuestra colaboración con el mundo, en todos sus aspectos.

La disciplina del Padre

Por ser hijos de Dios, necesitamos de la educación de nuestro Padre mientras estamos en la tierra. El capítulo 12 de la epístola a los Hebreos nos da útiles aclaraciones sobre la acción educativa y disciplinaria de Dios, nuestro Padre, para con nosotros. La disciplina del Padre jamás es un castigo por los pecados que los creyentes podemos lamentablemente aún cometer. Es Cristo quien, en la cruz, sufrió el castigo de todos nuestros pecados durante las tres horas de tinieblas. Nuestros pecados han sido expiados. Dios no los reclama una segunda vez.

La disciplina del Padre a veces podría parecer un castigo, pero no lo es. Sin embargo, hay ciertas experiencias dolorosas que él no puede impedir que sucedan. Así pues, debemos, por ejemplo, segar lo que hemos sembrado. El versículo 7 de Gálatas 6, que habla de esto, se aplica tanto a los creyentes como a los incrédulos. Dios puede permitir que sigamos un camino conforme a nuestra propia voluntad a fin de enseñarnos algo a través de experiencias; y éstas, a veces, son muy amargas.

La disciplina puede también tener el propósito de hacernos conocer nuestro propio corazón. Lo aprendemos especialmente por la historia de Job. También hay una disciplina preventiva. Dios la utiliza cuando quiere guardarnos de una caída o de un pecado. Por ejemplo, al apóstol Pablo le había dado un aguijón en la carne para que no se exaltase.

Por último, para formar a los suyos, Dios también se sirve de la prueba de la fe por medio de circunstancias que someten a prueba su solidez y la fortalecen aún más. Una de las más duras pruebas de este tipo es aquella a la que fue sometido Abraham cuando Dios le pidió ofrecer a su único hijo en sacrificio (Génesis 22).

Hebreos 12 nos enseña lo que la disciplina de nuestro Padre celestial debe producir en nuestra vida. Tiene como finalidad hacernos participar de su santidad (v. 10). Eso significa que la disciplina tiene lugar para quitar de nuestra vida lo que es incompatible con la santidad de Dios, por ejemplo nuestras malas inclinaciones tales como la impaciencia, la irritación, la vanidad, el orgullo, la arrogancia, la confianza en sí mismo, la dureza, el egoísmo o la avaricia.

La disciplina da fruto apacible de justicia (v. 11). Abstenernos de todo lo que es impuro nos conduce a hacer lo que es justo ante Dios. El fruto apacible está en contraste con la agitación del mundo.

La disciplina prueba que somos verdaderamente hijos (v. 8). Y como hijos, debemos parecernos siempre más a nuestro Padre. Es uno de los propósitos que él desea alcanzar por la educación que nos da.

A ninguno de nosotros nos gusta sentir la mano de Dios en disciplina. “Ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza” (v. 11). Y porque es así, dos peligros nos amenazan (v. 5); por una parte, corremos el riesgo de menospreciar esta disciplina, de soportarla digna y estoicamente sin tomarla a pecho, y, por otra parte, de dejarnos agobiar por ella, de desmayar y hundirnos en la desesperación. En ambos casos, el propósito que Dios persigue a través de su educación se retrasa.

No olvidemos que el amor de nuestro Padre es el motivo de toda disciplina, y gocémonos de que esta disciplina demuestra que somos hijos amados de Dios.

La casa del Padre

El fin de nuestro camino como hijos de Dios es la casa del Padre de la cual el Señor Jesús habló en Juan 14:2-3. Esa es nuestra verdadera morada. Aquí abajo somos extranjeros y peregrinos (Filipenses 3:20; Hebreos 11:13; 1 Pedro 2:11). Cuando hayamos llegado a la casa del Padre, sus cuidados, su protección y su educación habrán terminado. Entonces, solo quedará su amor. ¡Maravillosa perspectiva!

La casa del Padre es la morada del amor eterno. Se encuentra fuera de los cielos creados. Es la morada divina donde reina la perfecta armonía entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, ¿tienen los hombres verdaderamente acceso a ese lugar en el que Dios habita? Sí, un hombre se encuentra ya allí. Jesucristo entró como Hombre glorificado ahí donde desde siempre se encontraba como el eterno Hijo de Dios. De esta manera, nos preparó un lugar. Él es el garante de que nosotros también un día estemos allí. Además, el Señor dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay” (Juan 14:2). Esas moradas no tienen necesidad de ser edificadas. Están ahí disponibles. Eso lleva nuestros pensamientos a los eternos consejos de Dios. Antes de la creación del mundo, su propósito era tener un día con él a hombres como miembros de su familia y como hijos suyos. Ninguno de nosotros puede explica r o comprender eso. Pero podemos creerlo con toda humildad porque eso está escrito en la infalible Palabra de Dios; y nuestros corazones pueden regocijarse de ello.

Allí arriba, nada más nos impedirá gozar del amor del Padre (Juan 17:23, 26). Pero lo más elevado y bello es que entonces podremos considerar y admirar la eterna relación de amor que hay entre Dios el Padre y Dios el Hijo (Juan 17:24).