Josías /4

2 Crónicas 34 – 2 Crónicas 35

Trabajo en la casa de Dios

Cuando el joven rey tenía veintiséis años, llevó adelante nuevas medidas de reforma (2 Crónicas 34:8-13). Esta vez, sus acciones sobrepasaban su entorno directo y la administración de su reino y se extendían a la casa de Dios en Jerusalén. Josías vio que esta casa estaba en un triste estado. Muchas cosas habían sido descuidadas en los pasados años, y por ese hecho se habían deteriorado. Además, se habían introducido en ella algunos elementos que nada tenían que hacer allí y que contaminaban la casa. Josías hizo, pues, limpiar y reparar la casa de Dios.

El proceder del rey parece ser una prueba de su crecimiento interior. No solo se volvió hacia Dios, poniendo orden en su entorno personal, sino que ahora reconoce que también es importante lo que concierne a la casa de Dios. Esto nos lleva a reflexionar y comprender que también nosotros somos responsables de lo que pasa en la casa de Dios.

¿Qué significa para nosotros la casa de Dios, y cómo podemos limpiarla y repararla? Cada lector atento de la Biblia observará que el tema de la «casa de Dios» se trata en toda la Biblia. Esta casa siempre nos habla de la morada de Dios. En el Antiguo Testamento estuvo primero el tabernáculo, luego el templo en Jerusalén. En ambos casos se trataba de casas materiales. En el Nuevo Testamento, Dios no habita en una casa hecha de manos, sino en una casa espiritual. Esta casa espiritual se compone de todos los creyentes que viven en la tierra. Estos son “un templo santo”, “morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:21-22). Mediante esta imagen de la casa, Dios nos presenta a la Iglesia de Dios.

El Nuevo Testamento menciona esta casa bajo dos aspectos. Por una parte, nos dice que el Señor Jesús es quien la edifica (Mateo 16:18). Desde ese punto de vista, ella es sin mancha y perfecta. Por otra parte, la casa se nos presenta en relación con la responsabilidad del hombre, es decir que son los hombres los que edifican (por ejemplo, 1 Corintios 3:10 y siguientes). Aquí podemos hacer una aplicación para nosotros del Antiguo Testamento, porque encontramos ejemplos prácticos que ilustran lo que se presenta como doctrina en el Nuevo Testamento. Si tenemos ante nuestros ojos este aspecto práctico de nuestra responsabilidad en relación con la casa de Dios, vemos claramente en cuantos aspectos nos hemos equivocado. No podemos entonces hablar de perfección. Se introdujeron elementos y conductas que nada tienen que hacer en esta casa. Hay brechas y grietas. La necesidad de purificación y restauración es urgente.

¿Estamos dispuestos a emprender de todo corazón este servicio? ¿Estamos listos para intervenir para la gloria de nuestro Dios? Tomemos un ejemplo. Uno de los rasgos característicos de la casa de Dios tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es la santidad (Salmo 93:5). Claro que eso comienza en la vida personal, es decir en uno mismo. Pero hay algo más que la purificación y la santidad individuales. También está la responsabilidad y la santificación colectivas. En la casa de Dios estoy asociado con otros creyentes, y por ese motivo la manera en que se comportan no puede en ningún caso serme indiferente. También personas que no tienen la vida de Dios, sino solo una profesión exterior, han sido introducidas. La enseñanza de 2 Timoteo 2 nos muestra que la casa de Dios, vista desde el ángulo de la responsabilidad, debe ser comparada ahora con una “casa grande”, humana, en la cual no solo hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro. Para ser un utensilio para uso honroso, útil al Señor, es necesario apartarse de la iniquidad y limpiarse de los utensilios para usos viles (v. 19-22). Esta purificación requiere energía espiritual.

Comprometerse con la casa de Dios no siempre es un camino fácil. En este contexto leamos el libro del profeta Hageo, y dejémonos enseñar por su mensaje. También se trata de compromiso con la casa de Dios. Los judíos que regresaron de Babilonia habían comenzado esta obra, pero la detuvieron para ocuparse de la construcción de sus propias casas. Mediante el profeta, Dios hace una seria pregunta a su pueblo: ¿Qué ocupa el primer lugar en sus vidas? Dios nada tiene contra el hecho de que nos hagamos una bella casa, que nos compremos un coche o que nos vayamos de vacaciones. Es incluso él quien nos concede esos favores. Pero la cuestión es saber qué lugar ocupan en nuestra vida todas esas cosas. ¿Son ellas más importantes que el trabajo de la casa de Dios? Si tal es el caso, algo no está en orden. Entonces, es urgente que nos detengamos a considerar tranquilamente nuestros caminos y quizás fijar de nuevo nuestras prioridades. Es posible que esto implique renunciar a algunas cosas, que haga falta dedicar tiempo, pero ciertamente tendremos la aprobación y bendición del Señor. Josías, por su compromiso con la restauración de la casa de Dios, fue llevado a hacer un descubrimiento que iba a tener un inmenso impacto en su vida. Nosotros también podemos hacer tales descubrimientos.

El valor de la Palabra de Dios

La Biblia relata diversos despertares en el pueblo de Dios de los días antiguos. Asimismo la historia de la Iglesia refiere varios. Comprobamos que ningún despertar se parece a otro. Al final del tiempo de los reyes de Judá, vemos dos de ellos, uno bajo el reinado de Ezequías y otro bajo el de Josías. El despertar bajo el reinado de Ezequías estuvo caracterizado por la absoluta confianza en Dios y sus promesas. Bajo Josías, también encontramos esta confianza, pero no es ella la primera característica. La época de Josías se distingue sobre todo por la sumisión incondicional del rey a la Palabra de Dios. El libro de la ley redescubierto es el punto central de la historia de este hombre.

La ley, de la cual cada rey debía hacerse una copia (Deuteronomio 17:18), se había perdido. No se trataba naturalmente de un libro impreso, tal como lo conocemos hoy, sino de un rollo manuscrito. Para ser reproducido y distribuido, la ley de Dios debía ser copiada a mano con esfuerzo. ¿Por qué ese rollo de la ley se había perdido? No lo sabemos. Podríamos buscar la razón de eso en la historia de los predecesores de Josías, quienes no habían dado importancia a la Palabra de Dios en sus vidas, y así no habían tomado ningún cuidado de ello. También podría ser que judíos piadosos hubieran escondido el rollo en el templo. En todo caso, se había perdido y el rey no había tenido acceso a él hasta entonces.

El redescubrimiento del rollo de la ley fue un acontecimiento decisivo en la vida de Josías. Era un hombre piadoso, espiritualmente maduro. Pero ahora, una nueva luz resplandece sobre su vida; reconoce cuántas cosas deben ser cambiadas lo más pronto posible. Josías está preparado para dejar que esta luz alumbre cada rincón de su vida, y a sacar las consecuencias para sí personalmente, así como para su pueblo.

Transportemos estos hechos a nuestro tiempo. Vivimos en un país cristiano; cada día se imprimen, se venden y se distribuyen Biblias. La mayoría de las familias posee al menos una, incluso a veces varias. De hecho no podemos representarnos lo que significa no tener una Biblia. La situación de fondo es, pues, diferente. Josías amaba a Dios, pero no conocía su Palabra. ¿No ocurre a menudo lo contrario con nosotros? Conocemos la Palabra de Dios (al menos el texto), pero ¿qué es de nuestro amor por Dios? No se trata en primer lugar de conocerla de hecho, sino que la cuestión decisiva es ésta: ¿Hemos descubierto la Biblia, la Palabra de Dios personalmente para nosotros? De nada sirve tener la Biblia sobre una estantería, cubierta de polvo. Tampoco sirve de nada tenerla sobre nuestra mesita de noche, o incluso sobre nuestra mesa de despacho. Agarrarla una vez por semana, para las reuniones cristianas, tampoco sirve de mucho más. La cuestión determinante es saber si la dejamos que nos hable personalmente, si la leemos, si estamos dispuestos a poner en práctica en nuestra vida diaria lo que hemos leído.

Esta disposición faltaba en el pueblo en el tiempo del profeta Ezequiel. Dios tuvo conocimiento de ello y dijo a su profeta estas serias palabras: “Y vendrán a ti como viene el pueblo, y estarán delante de ti como pueblo mío, y oirán tus palabras, y no las pondrán por obra; antes hacen halagos con sus bocas… Y he aquí que tú eres a ellos como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra” (Ezequiel 33:31-32). Me parece que estas palabras pueden sernos fácilmente aplicadas. Leemos la Palabra de Dios, la oímos, pero, ¿conformamos nuestras acciones a ella, la tomamos en serio para nuestra vida?

Encontramos entre los tesalonicenses un ejemplo alentador a este respecto. Esta iglesia estaba formada solo por personas recientemente convertidas. La palabra de la predicación había llegado a ellos, y Pablo puede dar testimonio en cuanto a ellos de que primero la habían recibido, después la habían aceptado y, finalmente, que ella actuaba en sus vidas (1 Tesalonicenses 2:13). Reflexionemos un poco sobre lo que estas tres etapas significan para nosotros. Todo comienza por la recepción de la Palabra de Dios, ya sea por el oír, o por la vista. La oímos o la leemos. Después eso va más lejos. La aceptamos. La Palabra de Dios no debe quedarse bloqueada en la cabeza, sino que debe alcanzar el corazón. Dios no se complace con un simple conocimiento intelectual. La cabeza es solo un canal. La meta es siempre nuestro corazón. De esto se trata. El Señor desea tener nuestro afecto. Solo cuando se lo damos puede realizarse la última etapa, es decir el efecto de la Palabra de Dios en nuestra vida. Es necesario que la Palabra nos conmueva, que produzca algo en nosotros, que se pueda ver hacia el exterior. Dios no nos juzga según el conocimiento que tenemos de la Biblia, sino de la manera en que la manifestamos en nuestras vidas y ponemos en práctica lo que él nos muestra por su Palabra. Esto es lo que el apóstol Juan da a entender por la expresión: “andando en la verdad” (2 Juan 4).

Tres hombres estuvieron en presencia del libro de la ley en la historia de Josías. El sacerdote Hilcías, el escriba Safán y Josías el rey. Mirando más de cerca, comprobamos que los dos primeros probablemente no le atribuyeron el mismo valor al rollo encontrado que el joven rey. No es inapropiado pensar que este sacerdote y este escriba eran fieles hombres de Dios, y que además podían ser de mayor edad que el rey. Hilcías y Safán tenían una tarea importante en relación con el trabajo de la casa de Dios, y todo nos dice que lo cumplieron lealmente. Pero no vemos que el descubrimiento de la ley de Dios haya tenido un efecto tan profundo sobre ellos como lo tuvo en Josías. Hilcías, quien lo había encontrado, lo entregó simplemente a Safán. Este último lo llevó al rey, pero tenía que hacer primero otras comunicaciones, que le parecían más importantes (2 Crónicas 34:14-18). El trabajo de la casa de Dios y la financiación de ese trabajo tenían notoriamente la prioridad para él. Era de eso que habló. Era activo y enérgico. ¿Nos atreveríamos a enjuiciar esto? Dejemos los hechos tales como Dios nos los describe. Cada uno puede leer para sí entre líneas. Pero lo que queremos aprender de Josías, es que no solamente era piadoso y activo, sino que la Palabra de Dios redescubierta, era para él de la mayor importancia.

La humillación de Josías

Notemos la reacción del joven rey ante el rollo de la ley redescubierto. No se enfada ni comienza a echar la culpa a los demás. No se pone a argumentar ni a discutir. Tampoco cuestiona si el rollo encontrado es la ley de Dios, o si tiene un significado para él, el rey. Tampoco intenta poner inmediatamente la Palabra de Dios en práctica mediante manifestaciones externas. No, el rey primeramente entra en sí mismo. Leemos estas simples palabras —y sin embargo tan sorprendentes—: “Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos” (2 Crónicas 34:19). La Palabra de Dios lo alcanzó y provocó en él profundos sentimientos. Por la profetisa Hulda, Dios nos concede leer en el corazón de Josías en esta ocasión. Su corazón se conmovió, se humilló y lloró (v. 27).

¿Queremos sacar una lección para nosotros de esta actitud? ¿Qué hacemos cuando comprobamos que Dios nos muestra por su Palabra algo que no está en orden en nosotros? ¿Empezamos a discutir o a defendernos? ¿O creemos que no nos concierne? ¿Pensamos antes en otros en quienes, según nuestra opinión, esta falta es todavía más grave? ¿O hasta nos atrevemos a poner en duda, sobre ciertos puntos, la actualidad de la Palabra de Dios, relativizándola (por el razonamiento: Es Pablo quien escribió eso, y era valedero para esa época, pero no para hoy)? Todas estas reacciones son posibles, y no surgen solo de la imaginación. ¿Nos sumergimos inmediatamente en una gran actividad tal vez para impresionar a los que nos rodean?

Cuando la Palabra de Dios debe hacer mover algo en nuestra vida, ella siempre empieza por el corazón. Podemos verlo en Josías. Al principio siempre hay humillación personal bajo la voluntad de nuestro Señor. Es la prueba de que tomo la Palabra de Dios verdaderamente en serio para mí personalmente. Cuando me pongo bajo la autoridad de la Escritura, comienzo a temblar. Eso nada tiene que ver con el miedo, sino que es el deseo de no recibir la Palabra de Dios ligeramente. Dios mismo dice: “Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66:2). Dios toma conocimiento de tal actitud. Tampoco olvida las lágrimas que puedan derramarse. Conoce nuestros sentimientos y nos ayudará en lo que siga.

En nuestros días no necesitamos rasgar nuestras vestiduras, sino deberíamos experimentar el estado de corazón que Josías expresaba con este hecho. Es la condición previa para recibir la Palabra de Dios verdaderamente en serio, y someternos a ella con obediencia. Esta sinceridad de corazón, este deseo de obedecer al Señor en todas las cosas y en todos los ámbitos de la vida nada tiene que ver con el legalismo. El legalismo es seguramente un mal de nuestro tiempo, y jamás encuentra la aprobación del Señor. Pero calificar de legalismo una actitud de obediencia es igualmente un gran mal. Acusar a los demás de legalismo, a menudo está asociado a una falta de obediencia en mi vida personal. Porque quiero ensanchar un poco mi camino, juzgo de legalistas a aquellos que desean seguir recibiendo la Palabra de Dios con seriedad. La obediencia a la Palabra de Dios es un deber permanente; pero esta obediencia da la libertad y hace feliz. Josías buscó de todo su corazón la obediencia a Dios en su vida, y conoció años felices.

Cuando leemos la historia de Josías, podríamos preguntarnos: Finalmente ¿por qué se humilló este hombre? ¿Hizo algún mal personalmente? Dios nada nos dice de ello hasta ese momento. Y, no obstante, su humillación era apropiada. Aprendemos aquí que hay dos lados en la humillación. Primero la humillación que concierne a nuestros propios pecados, los que hemos cometido personalmente. Encontramos un ejemplo en Manasés, el abuelo de Josías (2 Crónicas 33:12). Dios afligió tanto a este hombre que al final, bajo la presión de las circunstancias, se abatió y se humilló grandemente. En cambio, la humillación de Josías se asociaba a una falta común, colectiva, de la cual la responsabilidad se remontaba incluso a sus antepasados. Josías se sabía unido al pueblo de Dios. Conocía la falta de ese pueblo, al que él pertenecía, y la hacía suya.

También encontramos un bello ejemplo de este aspecto de la humillación en Esdras el escriba (Esdras 9 y 10). Personalmente era totalmente inocente del pecado del pueblo. Pero tres puntos importantes, y que nos hablan, se nos relatan respecto a él. Primero, Esdras se humilló a causa de la infidelidad del pueblo (9:4). Segundo, se arrodilló y oró a Dios (9:5…) y tercero, se levantó de su oración y obró (10:5…). Esta conducta es la que encontramos en Josías. Guardó duelo, oró y obró.

Preguntémonos ahora si conocemos verdaderamente esta humillación. A veces somos más propensos a llorar por nuestros propios pecados que por aquellos de los cuales no nos sentimos directamente responsables. No obstante, pertenecemos al pueblo de Dios, y, por ende, somos también responsables, a los ojos de Dios, del estado de ese pueblo. No podemos sustraernos a este deber moral. También tenemos una responsabilidad para con nuestros hermanos y hermanas. Quizás hablamos fácilmente de esta humillación, pensando al mismo tiempo que somos mejores que los demás. Podemos «disecar» con precisión el estado del pueblo de Dios y hablar de ello, pero cuando se presenta la situación, los aspectos señalados son precisamente aquellos en que los demás se condujeron mal. Tal «humillación» sobre los pecados de los demás quizás suena bien al oído; pero en realidad eso no es una humillación, sino exactamente todo lo contrario. Recordemos que la humillación y la humildad son parientes cercanos.