Estar ocupado en los demás, cuidar de ellos, olvidarse de sí mismo, es uno de los rasgos del amor tal como se describe en este capítulo. Es lo que caracterizó al Señor Jesús aquí abajo, quien manifestó el amor divino de manera perfecta. Este amor se caracteriza particularmente por el hecho de que no piensa en su propio beneficio, sino que busca el bien del otro de manera desinteresada, sin pensar en sí mismo. Nos detendremos en algunas escenas en las que vemos brillar este maravilloso amor del Señor durante sus últimos pasos en el camino que lo condujo a la muerte.
Pero Él... mirando a los discípulos
El Señor Jesús comienza a enseñar a sus discípulos: “Le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días” (Marcos 8:31). ¡Cuáles debían de ser los sentimientos de su corazón, cuando hablaba abiertamente de estas cosas a sus discípulos! Pero Pedro no entra en absoluto en lo que Jesús acababa de revelar. Con buenas intenciones, pero en completa contradicción con la voluntad de Dios, se pone a reprocharle. “Pero él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro” (v. 32-33).
El diablo trata por todos los medios de desviar a Jesús de su camino hacia la cruz, ese camino de indecibles sufrimientos que lo llevó finalmente a la muerte. Pero el Señor se vuelve y dirige su mirada hacia los discípulos, a quienes ama. A causa de ellos, en su infinito amor, está dispuesto a ir hasta la muerte. No hay ningún otro medio para salvarlos. Es necesario que padezca el juicio de Dios y que dé su vida en el Gólgota. ¡Qué testimonio de su amor!
Dejad ir a éstos
El Señor se encuentra en el huerto de Getsemaní con sus discípulos. “Estando en agonía” (Lucas 22:44), oraba intensamente a su Padre. Llega Judas rodeado de soldados y alguaciles enviados por los principales sacerdotes, con “linternas y antorchas, y con armas” (Juan 18:3). Jesús se adelanta, como si quisiese ponerse delante de los suyos, y dice a sus enemigos: “Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos” (v.8). Para él empezaban las horas dolorosas en que iba a ser entregado en manos de los hombres. Sus discípulos debían quedar libres. “Dejad ir a éstos”. Estas palabras ponen en evidencia el amor del Señor Jesús que piensa en el bien de los suyos, mientras se hallaba en la situación más terrible.
El Señor, al volverse, mira a Pedro
Un gentío se juntó en la casa del sumo sacerdote —escribas, ancianos del pueblo—, y Jesús mismo, que fue hecho prisionero. Pedro estaba en el patio, porque deseaba saber lo que le sucedería a su Maestro.
Interrogado tres veces sobre su relación con el prisionero, Pedro negó tres veces conocerlo. Luego, el gallo cantó. Enseguida, “vuelto el Señor, miró a Pedro” (Lucas 22:61). Nada ni nadie a su alrededor, pues, escapaba a su mirada. ¿No ocupaban toda su atención sus enemigos? Pero ahora se trataba de su discípulo amado, Pedro, que necesitaba tomar conciencia de la grave falta en que cayó. El Señor quiere que se dé cuenta de eso en ese instante y emplea el tiempo necesario para ello en la situación en que se encuentra. En su maravilloso amor, no piensa en sí mismo. Y pone, por medio de esta mirada, el fundamento de la restauración de su discípulo.
No lloréis por mí
Una gran multitud se dirige hacia el lugar donde Jesús va a ser crucificado, fuera de los muros de Jerusalén. “Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él” (Lucas 23:27). Venía de ser tratado con crueldad y dolorosamente herido. Recorre el camino que lleva al Gólgota, y una muchedumbre va detrás de él. Pero las lamentaciones de las mujeres llegan a sus oídos. Entonces, vuelto hacia ellas, dirige un último y conmovedor llamamiento al pueblo judío: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos” (v. 28). Conoce el juicio que caerá sobre ellos si no se arrepienten. Tenía todos los motivos para pensar solo en él en esas circunstancias. Sin embargo, en su amor insondable, solo le preocupaba el bien del otro, el bien de su pueblo terrenal.
Jesús, viendo a su madre...
El Salvador se hallaba suspendido de la cruz por clavos, padeciendo dolores físicos atroces. Está plenamente consciente. Y sabe que tiene que pasar una prueba todavía mayor, la del juicio de Dios contra el pecado, durante las tres horas de tinieblas que seguirían.
Luego, su mirada se dirige a su madre que está “junto a la cruz” (Juan 19:25-26). A pesar de sus sufrimientos, se vuelve hacia ella para reconfortarla y consolarla. ¡Amor imposible de comprender, que puede preocuparse de las penas y dificultades de los demás en tales circunstancias!
El amor de Dios fue derramado en nuestros corazones
La epístola a los Romanos nos enseña que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (5:5). De esta manera somos hechos capaces, por el poder del Espíritu de Dios, de manifestar los caracteres del amor divino en nuestra vida cotidiana. Somos, pues, llamados, usted y yo, a mostrar que el amor divino “no busca lo suyo” (1 Corintios 13:5), cualquiera sea nuestra situación.
Timoteo constituye un hermoso ejemplo. El apóstol Pablo escribe a los filipenses respecto a él: “Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (2:20-21).
El mundo en el que vivimos está caracterizado por el egoísmo. En esta sombría escena, los hijos de Dios son llamados no solo a predicar el amor divino, sino también a manifestar diariamente sus caracteres allí donde el Señor los colocó.
Por su Palabra, Dios desea revelarnos a su Hijo para que este sea cada vez más apreciado en nuestros corazones. Pero, al mismo tiempo, quiere que la contemplación de su Hijo tenga un efecto formador y dé su carácter a nuestra vida práctica.
Fijemos más los ojos en nuestro Señor. ¡Que su amor por nosotros sea el tema constante de nuestra alabanza y adoración! ¡Y que nuestra marcha aquí abajo refleje algo de sus perfecciones para su gloria y para bendición de aquellos que nos rodean!