“Pero el pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y dijo: No...”
(1 Samuel 8:19)
La escena narrada en 1 Samuel 8 se nos presenta como un «referéndum»: se trata de saber si el pueblo de Israel estaba en contra o a favor del régimen en el cual Dios era el único soberano. El resultado fue decisivo: “y dijo: No”.
La voz del profeta era la voz de Dios mismo: “No te han desechado a ti, sino a mí” (1 Samuel 8:7).
Hoy día, cerrando sus oídos a la Palabra, el hombre rechaza a Aquel que la escribió: “Mirad que no desechéis al que habla” (Hebreos 12:25). Desechar también se traduce por “excusarse” en Lucas 14:18. Es pues encontrar pretextos para alejarse de lo que Dios dice. Dios habla y el hombre encuentra escapatorias. Se dice: «Eso no es para mí, es para otros, cada uno obra distinto, no hay que ser tan terminantes». ¡Cuántas sutilezas somos capaces de inventar, y qué largas explicaciones sabemos dar, de modo que, si las consideráramos honestamente, podrían resumirse en una sola palabra: No!
¿Quien de entre nosotros no ha dicho, más o menos consciente, un «no» a Dios, un «no» a tal o cual mandato de su Palabra, un «no» que detiene nuestra marcha y paraliza nuestro servicio? ¡Qué contraste con la respuesta que dio cierta mujer cananea a una palabra —pese a haber sido áspera— del Señor Jesús: “Sí, Señor...” (Mateo 15:27)!
“Pero vosotros habéis desechado hoy a vuestro Dios, que os guarda de todas vuestras aflicciones y angustias, y habéis dicho: No” (1 Samuel 10:19).
Con dolor el profeta denuncia la ingratitud del pueblo que Dios había salvado de tantos males y angustias. Dijeron no a Dios; este «no» era dictado por el orgullo. Para aceptar al Dios que salva, es necesario no solamente reconocerse incapaz de salvarse a sí mismo; hay que ir todavía más lejos y juzgar la causa de todas nuestras “aflicciones y angustias”, a saber, nuestro alejamiento de ese Dios al cual, solo por nuestra culpa, ahora estamos obligados a pedirle socorro.
Y pensamos en ese Dios Salvador a quien el hombre rechazó. En la cruz, toda la humanidad se encontraba representada, desde el gobernador hasta el miserable ladrón; todas las clases sociales estaban allí, los judíos, los romanos, religiosos, políticos, los soldados y el pueblo, y de común acuerdo todos dijeron no a Jesús. Todos son responsables de este rechazo.
Pero, a su tiempo, cada individuo es puesto ante una elección personal: Cristo o Satanás. ¿A quién quiere servir? El Señor Jesús le ofrece una salvación gratuita, espera su respuesta. ¿Será ella el no de los israelitas de antaño o el sí de Marta de Betania: “Sí, Señor; yo he creído...” (Juan 11:27)?
“Me dijisteis: No, sino que ha de reinar sobre nosotros un rey; siendo así que Jehová vuestro Dios era vuestro rey” (1 Samuel 12:12).
¿Qué motivos incitaban al pueblo de Israel a pedir un rey? Parecerse a las naciones vecinas, escapar de la vida de fe y de las exigencias de santidad que se imponían al pueblo de Dios. Conformidad al mundo, búsqueda de poder humano, espíritu de independencia, son tendencias que conocemos bien. Aceptamos la salvación que da Jesús, pero sus derechos sobre nosotros no son reconocidos. ¿Jesús como Salvador? Sí, ¿como Señor? No; lo hallamos demasiado exigente. Es cierto que solo el amor por Él puede hacer que sus mandamientos resulten fáciles, por eso la ley comienza con este mandato: “Amarás a Jehová tu Dios” (Deuteronomio 6:5).
Para el cristiano, obedecer deja de ser una penosa molestia si ama a su Señor: “El que me ama, mi palabra guardará”, dijo Jesús a sus discípulos (Juan 14:23).
Dios ha hablado y habla todavía; cada uno debe darle una respuesta. ¿Le dio usted la suya? Para muchos hombres a quienes la gracia invita, esta respuesta es un no despectivo. «No, tu palabra no me interesa. No, yo no me reconozco culpable y sobre todo incapaz de reformarme. No, no te quiero en mi vida». Tal vez usted no se atreve a decirle no de una manera tan brutal, pero, ¿no es lo que manifiesta su actitud con su conducta en la vida cotidiana?