Aquel que ha seguido de cerca la conducta de los cristianos, que se ha ocupado de las almas con un corazón celoso por la gloria del Señor y con un verdadero deseo por el bienestar espiritual de los queridos hijos de Dios, no habrá dejado de apercibirse de la fatal influencia que el mundo ejerce sobre ellos cuando encuentra la entrada de sus corazones. Dios únicamente, si no es el corazón que ha sufrido, sabe por qué sutil medio y bajo qué apariencia amable el espíritu del mundo invade a menudo el corazón del creyente. No obstante, todas las insinuaciones que el mundo hace al corazón, jamás son la manifestación de Cristo al alma, ni el poder de Su presencia. Por eso, aquellos que por gracia se encuentran cerca de Cristo, están protegidos de la influencia de estos sentimientos y pueden juzgarlos, así como todo lo que tiende a trazar en el corazón un camino al mundo o a los deseos respecto al mundo.
Aquí abajo, estamos en lucha contra el enemigo, el cual procura sorprendernos cuando no estamos atentos; y por eso sabe disfrazarse como ángel de luz (2 Corintios 11:14). Si no estamos cerca de Cristo, y no nos hemos vestido de toda la armadura de Dios, nos será imposible resistir a sus artificios. La principal dificultad no consiste en resistir el poder de Satanás, porque Cristo venció por nosotros a ese terrible enemigo, sino en descubrir las trampas que él nos tiende, y sobre todo distinguir que es él quien está en actividad.
En nuestras luchas contra el enemigo, se trata de conocer el estado de nuestros propios corazones. El ojo sencillo (Mateo 6:22, V.M.), es decir el corazón lleno de Cristo, discierne el ardid, y el alma recurre al Salvador para su liberación; cuando sus afectos están puestos en Cristo, el corazón no ofrece asidero a los esfuerzos del enemigo. Un corazón sencillo y lleno del Señor escapa a muchas cosas que enturbian la paz de aquel que no se mantiene cerca de él. Gracias a Dios, el alma turbada y atormentada encuentra un remedio y un completo restablecimiento en la gracia de Aquel de quien insensatamente se olvidó. Solamente goza de los frutos de la gracia a través de más penas y ejercicios de corazón. Pero que no decaiga su ánimo: Él sabe liberar como también compadecerse.
Tenemos, pues, dos principios que regulan los caminos de Dios para con nosotros mientras atravesamos el desierto: por un lado, Dios guarda el corazón para hacerle discernir sus propias intenciones, y, por otro, Cristo intercede por nosotros respecto de todo lo que puede ser llamado debilidad.
Hay verdaderas dificultades en el camino como hay debilidades en nosotros y, lamentablemente, también una voluntad que no quiere ser refrenada y que se manifiesta bajo mil formas de pensamientos y acciones. Nuestras debilidades, así como nuestra voluntad, tienden a impedir que lleguemos al término de nuestro viaje; pero hay una gran diferencia en la manera de obrar de Dios respecto de nuestras debilidades, de nuestra voluntad y de los pensamientos que resultan. “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Dios juzga por su Palabra nuestros pensamientos y nuestras intenciones. Nada se le escapa, por eso es fiel para con nosotros; su Palabra es para nuestro corazón como un ojo ante el cual nada puede permanecer oculto. “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta”.
La tendencia de nuestro corazón natural es ilusionarse respecto de lo que le gusta, pero “no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia”; nuestros pensamientos y nuestras intenciones “están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (v. 13). No solo eso: su Palabra es simple, limpia y clara; habla a nuestra conciencia. Sepamos escucharla. Recordemos que, cuando Dios habla, tenemos relación con Aquel que habla como también con lo que dice. ¿Quisiéramos resistirle y provocarle a celos? No podremos evitar que Él actúe en nuestra conciencia.
En lugar de “dar coces contra el aguijón” (Hechos 26:14), antes pensemos en la finalidad que Dios se propone. Podría dejarnos librados a nosotros mismos, dejarnos ir en pos de cosas que, si su gracia no interviniese, podrían hacer toda la travesía del desierto triste y humillante para nosotros. Podría decir como a Israel: “Efraín es dado a ídolos; déjalo” (Oseas 4:17). Terrible castigo, ¡más duro que la más severa pena exterior! Pero nuestro Dios no quiere privarnos de la luz de su rostro y de la dulzura de su comunión. Porque Dios no castiga voluntariamente: es una extraña obra, como Él mismo lo dice (Isaías 28:21). Pero el mal siempre es mal a sus ojos, y él no lo puede permitir.
¿Cómo, pues, obra Dios en nuestros pobres corazones? Los alcanza con su Palabra, para que nuestra conciencia vea cada cosa como él mismo la ve. Sus ojos están sobre nosotros, sobre nuestro corazón; y él ilumina los ojos de nuestra conciencia respecto de lo que pasa en el corazón por medio de esta Palabra que le revela a Dios. Lo que se encuentra en mi corazón, ¿es el pensamiento de un peregrino, el pensamiento de aquel que ama a Dios, un pensamiento según la voluntad de Dios, un pensamiento que conviene a alguien que Cristo ha amado bastante como para humillarse hasta la muerte por él? El pensamiento que me ocupa, ¿me lo permito como agradable a Cristo, a ese Cristo que se dio por mí para que yo sea salvo? Él me ama, sabe lo que tiende a hacerme caer en el desierto. No quiere gobernar por otros principios que no sean los suyos, que no sean la santidad y la naturaleza divina. “Él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13).
Ahora consideremos el segundo punto que deseo observar: el gobierno que Dios ejerce para con sus hijos. Les advierte con su Palabra, y si no escuchan, interviene con su poder para detenerlos, a fin de poder bendecirlos (véase Job 33:14, 30). En los propósitos de Dios, la salvación no está puesta en duda. Él mira a sus hijos y castiga a los que ama. Dios no aparta de los justos sus ojos, y como también dice a los hijos de Israel por el profeta Amós: “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades” (3:2).
En la primera epístola a los Corintios, vemos que, cuando los creyentes participaban de la cena del Señor indignamente, Dios los castigaba; por eso, muchos estaban enfermos y debilitados y otros dormían, es decir, habían muerto (11:30). El apóstol Pablo, haciendo esa observación, añade: “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (v. 31-32). Es un solemne pensamiento estar bajo la mano del Señor que castiga el mal en todas partes donde lo encuentra. Él es fuego consumidor y, cuando es el tiempo, el juicio comienza por su casa (véase 1 Pedro 4:17).
¡Qué diferencia entre tales relaciones con Dios y el gozo de su amor y su comunión cuando no hemos contristado a su Espíritu y andamos bajo su mirada a la luz de su rostro! No dudo de que parte de las enfermedades y pruebas que padecen los cristianos no son castigos enviados por Dios por las cosas malas que hayan hecho a Sus ojos, de las cuales la conciencia debería haber tomado nota, y no haberlas desatendido. Dios se vio obligado a producir en nosotros el efecto que deberían haber producido los ejercicios de alma ante él. No obstante, sería injusto pensar que todas las aflicciones sean castigos, y aunque a veces lo son, no siempre nos son enviadas por alguna falta. Se encuentran en el alma cosas que dependen del carácter natural, respecto de las cuales tenemos necesidad de ser corregidos para vivir mejor en la comunión de Dios y para glorificarlo en todos los detalles de la vida.
Lo que no sabemos hacer al respecto, Dios lo hace por nosotros, pero hay muchos hijos de Dios que cometen faltas que sus conciencias deberían sentir, y que descubrirían si sus almas estuvieran en la presencia de Dios. Jacob luchó toda su vida contra sí mismo, y, para bendecirlo, Dios debió luchar contra él. Por eso tampoco quiso revelarle Su nombre (Génesis 32:24-29). Pablo recibió un aguijón en su carne para prevenirlo del mal; el peligro no provenía de su negligencia, sino de la grandeza de las revelaciones que había recibido (2 Corintios 12:7).
Que Dios nos conceda la gracia, como a todos sus hijos, de buscar cada día su divina presencia.