“La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4:10).
La pregunta que nos recuerda este texto fue dirigida por Dios a un homicida. Quizá a usted, lector, considerándose una persona honesta, decente, que nada grave tiene que reprocharse, tal pregunta no le interesa.
¿Está seguro de ello?
En una parte retirada de una montaña, vivía un hombre ya de edad. Cuando se intentaba hablarle del pecado y de la salvación, su contestación no variaba, era siempre la misma: — ¡Oh!, esto no es para mí, yo soy un hombre bueno, no le he hecho mal a nadie. Pues era cierto, ese anciano era un hombre bueno...
Pero, un día se le dijo: — ¡Vaya, amigo, por lo menos dos pecados por día habrá cometido!: enojo, pequeñas mentiras... ¿verdad?
Esta vez, tras unos segundos de reflexión, estuvo de acuerdo. — Pues bien, prosiguió su interlocutor, haga usted la cuenta: con dos pecados por día, al cabo de un año son unos 700; al cabo de 10 años son 7.000; y ¡unos 50.000 en 70 años! Si yo estuviera en su lugar, ¡con 50.000 pecados en mi conciencia, tendría miedo de presentarme a la puerta del cielo!
El anciano tuvo miedo. El buen hombre comprendió que, a los ojos de Dios, no era otra cosa que un pobre pecador perdido, y no tuvo descanso hasta conseguir la certeza de que sus muchos pecados hayan desaparecido, lavados en la sangre de Cristo en la cruz.
Lector, haga la suma de sus pecados: “Da cuenta de tu mayordomía”, mientras puede ser perdonado. “¿Cuánto debes a mi amo?”(Lucas 16:1-7). ¿No tiene Dios el derecho de preguntarle: ¿Qué has hecho?