“Vemos... a Jesús, coronado de gloria y de honra.”
(Hebreos 2:9)
¡Que estas palabras retengan toda nuestra atención, llenen nuestros corazones, impregnen nuestras palabras y dirijan nuestras vidas!
“Vemos... a Jesús”. Es el gran tema de la epístola a los Hebreos, y, finalmente, de toda la Palabra de Dios. La meta final del Espíritu Santo, en toda su obra de inspiración de las Escrituras, y prácticamente en cada página, es dirigir la mirada del lector a Jesús; a Aquel que, ya antes de la creación, fue siempre el objeto del gozo del Padre.
Cristo es “el cuerpo” que, a la luz del Espíritu, proyectó las “sombras” por las cuales el Antiguo Testamento nos habla de Él (véase Colosenses 2:17). Pero ahora ya pasó el tiempo de las “sombras” y podemos verlo directamente. Él es Aquel a quien cada israelita creyente esperaba, deseando ardientemente verlo (véase Lucas 2:26, 29).
“Cuando vino el cumplimiento del tiempo”, hace dos mil años, “Dios envió a su Hijo” a esta tierra (Gálatas 4:4). Se lo pudo ver “envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (Lucas 2:12), llevando una vida perfecta, consagrada a la gloria de Dios y al bien de los hombres durante unos treinta y tres años. Lo vemos también en la cruz, llevando nuestros pecados como el Cordero de Dios; allí fue “hecho pecado” (2 Corintios 5:21) y dio su vida por nosotros.
Pero ahora lo vemos en el cielo, “coronado de gloria y de honra”. En efecto, tres días después de su muerte, dejó su tumba vacía como vencedor de la muerte. Y cuarenta días después, fue elevado en la gloria, siendo “declarado por Dios sumo sacerdote” (Hebreos 5:10). Levantamos los ojos hacia Él, al cielo, desde donde nos envió el Espíritu Santo y desde donde edifica su Iglesia. Y todavía tenemos los ojos puestos en Aquel que pronto volverá para colmar nuestra esperanza.
Después de venir a buscarnos, ejercerá sus derechos judiciarios. Nos gozamos al verlo aparecer como libertador prometido, a favor de Israel y de toda la creación, para establecer su reino de gloria. Por la fe, ya lo vemos obtener la victoria final sobre Satanás. Luego, durante la eternidad, será el objeto central hacia el cual se volverán todas las miradas y la adoración de todos los suyos.
“Vemos... a Jesús”. Cuando leemos personalmente la Palabra de Dios, nuestro ruego debería ser: «¡Padre, muéstrame a tu amado Hijo!» y «¡Señor, hazme ver tu gloria!». Ese debería ser también nuestro pedido cuando nos reunimos como iglesia para escuchar la Palabra o para estudiarla juntos. Entonces se cumpliría la palabra del salmista: “La exposición de tus palabras alumbra; hace entender a los simples” (Salmo 119:130).
“Vemos... a Jesús”, es el objetivo principal de la epístola a los Hebreos y, al mismo tiempo, la clave para comprender sus comunicaciones. Cada parte del santuario terrenal del Antiguo Testamento ya hablaba de Él. Y ahora nuestras miradas penetran en cierta medida en un cielo abierto. Es un cielo que ya encontramos por un breve instante en el evangelio: “Los cielos le fueron abiertos” (Mateo 3:16). Allí, el Padre mira al Hijo y atrae nuestra atención: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (v. 17). Pero ahora a nosotros —que estamos todavía en la tierra— nos es abierto el cielo; y vemos a Jesús, ya no más en su bautismo en el Jordán, sino en el cielo, “coronado de gloria y de honra”.
¡Él es el que da a la Palabra de Dios su resplandor! ¡El que nos abrió la gloria del cielo! Y en Él los siervos del Evangelio son llevados en triunfo, esparciendo en todo lugar el buen olor de su conocimiento (2 Corintios 2:14).
¿No nos sucede a menudo y fácilmente que desviamos la mirada de Cristo en la gloria? ¿Cuándo por última vez hemos gozado realmente de esta visión? Tal vez esa sea la razón por la cual hay tan pocas acciones de fe en nuestras vidas, acciones que podrían estar descritas como en el capítulo 11 de Hebreos: “Por la fe… por la fe… por la fe…”. Nuestra vida ¿no muestra demasiado a menudo “poca fe” (Mateo 14:31), y hasta incredulidad?
Cuando el Espíritu de Dios dirige nuestros ojos a Cristo glorificado, el “poder desde lo alto” puede operar en nosotros (Lucas 24:49). Esto nos eleva al cielo, y podemos gustar desde aquí “del fruto de la tierra” (Josué 5:11), de manera distinta de Israel, que tuvo que esperar a atravesar el desierto para gustar de esos frutos.
“Vemos... a Jesús”. Si es una realidad cotidiana para nosotros, Él llenará todo nuestro campo visual y todo nuestro corazón; y ya que del corazón “mana la vida” (Proverbios 4:23), Su gloria impregnará también toda nuestra vida.