“Te has fatigado en tus muchos consejos. Comparezcan ahora y te defiendan los contempladores de los cielos, los que observan las estrellas, los que cuentan los meses, para pronosticar lo que vendrá sobre ti. He aquí que serán como tamo; fuego los quemará, no salvarán sus vidas del poder de la llama” (Isaías 47:13-14).
¡Qué triste es el orgullo del hombre! Quiere tomar el lugar del Creador interpretando para su propia satisfacción los movimientos de los astros y de toda esta admirable multitud de cuerpos celestiales.
La astronomía es una ciencia maravillosa y vale la pena estudiar el movimiento efectivo de los astros. Por el contrario, la astrología es diferente, porque ella pretende interpretar esos movimientos aplicándolos a la condición e historia de los hombres. Si por ejemplo alguien nació bajo un signo del zodíaco, la astrología pretenderá dar una multitud de predicciones en cuanto a la manera en que su vida será influenciada. De esta manera, la imaginación del hombre sustituye la verdad de la Palabra de Dios. Esos astrólogos con tales procederes ¿pueden proteger a las personas frente a las calamidades que las amenazan? ¡Absolutamente no! Ni ellos mismos se pueden salvar “del poder de la llama” del juicio de Dios.
Pero el estudio de la luna y las estrellas tiene valor si lleva a alguien a admirar la sabiduría y el poder infinitos de Dios, creador y sustentador de “los cielos de los cielos, con todo su ejército” (Nehemías 9:6); de esta manera tendrá un efecto práctico.
David da un hermoso ejemplo cuando escribe: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Salmo 8:3-4). La grandeza de Dios y la debilidad del hombre se ponen de relieve. La continuación de ese Salmo nos lleva a ver al Hijo del Hombre, al Señor Jesús, ahora coronado de gloria y de honra, y la creación entera es finalmente vista como completamente bajo su control.
Sí, “¡Cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra!” (Salmo 8:1, 9).