¿Qué herencia dejamos?

Proverbios 10:7

La memoria del justo será bendita; mas el nombre de los impíos se pudrirá.”
(Proverbios 10:7)

Una persona, por su trabajo y aptitudes, adquiere bienes que lega a sus hijos cuando deja este mundo. Otra, hace honor al nombre de su familia por su vida ejemplar o por acciones destacadas. Pero, ¿qué herencia dejamos detrás de nosotros en lo que respecta a las verdaderas riquezas?

En el transcurso de nuestra vida, sin duda hemos encontrado personas cuya memoria es de bendición, y a quienes debemos mucho, incluso si su “herencia” no tiene ninguna relación con los bienes materiales. Pensamos particularmente en creyentes que han servido a otros sin buscar intereses propios. Dios los conducía en su actividad, y ahora, mucho tiempo después de su entrada en el reposo, su recuerdo despierta en nosotros sentimientos de amor y agradecimiento.

¿Qué animaba a los recabitas, hijos de Jonadab, a no beber vino, edificar casas, ni plantar viñas, ni tener heredad (Jeremías 35)? Se puede pensar que la vida y conducta de este hombre había impuesto tal respeto en sus descendientes que fueron llevados a guardar sus mandamientos aun después de su muerte. Era una herencia cuyo valor sobrepasaba largamente a todos los bienes terrenales, y al guardarlos encontraron la aprobación de Dios que los dio como ejemplo a su pueblo insumiso (Jeremías 35:14).

Con Abraham sucedió lo mismo. Dios dijo de él expresamente: “Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio” (Génesis 18:19). La influencia del padre se ejercería aun mucho tiempo después de su muerte. ¡Benditas las casas que hayan recibido tal herencia! ¡Bienaventurados los hijos que saben estimarla!

La familia es la esfera en la cual se ejerce la influencia más directa y duradera. Es donde en primer lugar deben estar todos nuestros cuidados. La influencia que se ejerce allí no solo despliega sus efectos para el presente, sino también en la herencia que dejaremos detrás de nosotros.

Sin embargo, hay una esfera que toca los intereses directos de Dios mismo, y cuyo alcance sobrepasa los límites del círculo familiar. Es su casa, la Iglesia del Dios viviente, su testimonio en la tierra; son los rescatados con la sangre de su Hijo. En esta esfera también preguntamos: ¿qué dejo detrás de mí?

El apóstol Pedro no dejaba de despertar a los creyentes atrayendo su atención sobre lo que era importante para su vida espiritual, para que después de su partida puedan en todo momento tener memoria de esto (2 Pedro 1:12-15). El apóstol Pablo también tenía en el corazón el futuro del rebaño cuando él no estuviera más aquí. Lo vemos en particular cuando se despide de los ancianos de Éfeso (Hechos 20:32). El libro de los Hechos nos muestra cómo Dios toma conocimiento de las obras de amor que son hechas por los suyos. En ocasión de la muerte de Dorcas, mujer discípula que habitaba en Jope, llaman a Pedro y todas las viudas vienen a él “llorando y mostrando las túnicas y los vestidos que Dorcas hacía cuando estaba con ellas” (Hechos 9:36-39). La muerte de esta sierva de Cristo dejaba tal vacío en el círculo donde vivía que los discípulos de ese lugar recurrieron a Pedro. Sin duda todos hemos conocido siervos y siervas del Señor cuya partida fue una gran pérdida, no solamente para la familia, sino también para toda la iglesia. Y pensamos con agradecimiento en todos aquellos que, después de una vida de servicio fiel, dejaron tras sí una herencia que es de bendición para nosotros hoy. Nuestra responsabilidad es cuidar esa herencia conforme a la exhortación del apóstol: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe” (Hebreos 13:7).

Ese recuerdo agradecido no debe conducir nunca a glorificar a un hombre, sino a apreciar los dones que ha hecho Dios y que han sido ejercidos con fe y para la bendición de muchos. La bondad del Dador, juntamente con la fidelidad de los que recibieron los dones, debe alentarnos a tomar en serio esta exhortación: “Imitad su fe”.

Para nuestra advertencia, la Escritura menciona también ejemplos deplorables. Recordemos aquí a Joram, rey de Judá. Fue un hombre a quien se le había dado una gran responsabilidad, pero que falló totalmente. Era hijo de Josafat, un rey que hizo “lo recto ante los ojos de Jehová” (2 Crónicas 20:32). Pero Joram se había casado con la hija de Acab, rey impío, lo cual lo condujo a hacer “lo malo ante los ojos de Jehová” (21:6). Reinaba en Jerusalén, donde se encontraba el templo, pero esto no le impidió sacrificar sobre los lugares altos y arrastrar a los habitantes de Jerusalén a la idolatría. Como rey, era responsable del estado del pueblo, pero en lugar de conducirlo a Dios, lo arrastró al mal. Su fin fue terrible, y el balance de su vida, particularmente triste: “Murió sin que lo desearan más” (v. 20).

A menudo la partida de los creyentes ancianos es profundamente lamentada, incluso si vivieron en las sombras y no ejercieron ninguna influencia visible. Pero por sus oraciones y testimonio, fortalecieron los corazones y las manos de sus hermanos y hermanas; contribuyeron a apegarlos al Señor y acercarlos unos a otros por los lazos del amor.

También debemos hacernos la pregunta: ¿Qué huellas dejo entre aquellos que trabajan diariamente conmigo? ¿Qué es del ejercicio de mi profesión y de los contactos que implica? La Escritura dice: “Procurad lo bueno delante de todos los hombres” (Romanos 12:17). Esta palabra “bueno” ¿tiene para mí todo su peso? Si el nombre de Jesús y su testimonio son preciosos para mí, no lo pasaré por alto a la ligera. Esta exhortación de Romanos 12 se dirige a creyentes, y está lejos de ser superflua. Está escrito: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Y también: “Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados” (1 Pedro 4:14). Pero, ¡qué vergüenza si debiéramos sufrir porque se encontró en nosotros algo que no es “bueno delante de todos los hombres”!

No estamos por mucho tiempo en la tierra, “y volamos” (Salmo 90:10). Que dejemos detrás pocos o muchos bienes materiales, ¿qué importa? Apeguémonos a esta promesa divina: “La memoria del justo será bendita” (Proverbios 10:7). Apliquémonos a esto. Nuestra fe tiene al Señor Jesús por objeto. Le pertenecemos ahora y por la eternidad. Servirle debería ser la primera y más gloriosa tarea de nuestra vida. “Por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15).