¿Qué es la Iglesia que Cristo fundó y cuál es el fundamento sobre el cual está edificada? Para responder a estas dos preguntas leamos los versículos 16 a 19 del capítulo 16 de Mateo: Pedro confiesa al Señor como “el Cristo, el Hijo del Dios viviente”; sobre esta roca, pues, Jesucristo mismo confesado como tal, la Iglesia debía ser edificada. Asimismo el apóstol Pablo pudo decir: “Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Corintios 3:11).
En cuanto al edificio en sí, el Señor dice: “Edificaré”; él es el constructor de la verdadera Iglesia, que emplea también a los apóstoles y otros instrumentos mediante el Espíritu Santo.
En resumen, la Iglesia puede considerarse bajo dos aspectos:
- la Iglesia que es su cuerpo (el cuerpo de Cristo), ese cuerpo místico del cual él es la cabeza glorificada en el cielo (Efesios 1:23);
- la casa de Dios, un templo santo, donde Dios mora en el Espíritu (Efesios 2:21-22).
Ésta última es una “casa espiritual” compuesta de “piedras vivas” escogidas y preciosas para Dios (1 Pedro 2:5).
Notamos inmediatamente en estos pasajes que no se trata de una iglesia, sino de la Iglesia que abarca a todo el cuerpo de los creyentes. Recordando esto, queremos llegar a mostrar lo que es la Iglesia y lo que no es. Ella no es simplemente el cuerpo profesante de personas que han sido bautizadas. El bautismo, aunque adecuado en su justo lugar, no conduce necesariamente a un trabajo interior de Dios en el alma.
No sabríamos insistir demasiado en la gran verdad que nuestro Señor dice a Nicodemo en el tercer capítulo del evangelio de Juan: “Os es necesario nacer de nuevo” (v. 7). Un hombre puede ser bautizado y no tener “parte ni suerte en este asunto” (Hechos 8:21). Puede ser algo enteramente exterior, una forma en la cual el arrepentimiento y la fe no han tenido lugar. Pero en el nuevo nacimiento hay una vida y una naturaleza completamente nuevas, comunicadas por el Espíritu; “lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).
Además, el bautismo y la cena son una señal de muerte: “Bautizados en su muerte” (Romanos 6:3); “la muerte del Señor anunciáis” (1 Corintios 11:26). El nuevo nacimiento es la comunicación de una vida nueva y divina.
Insistimos en esto, porque si no vemos la diferencia entre el cuerpo profesante, que se atribuye el nombre de iglesia, y la verdadera Iglesia, caeremos en una confusión inextricable y en un error fatal, común a muchos cristianos, que consiste en aplicar a una iglesia de nombre los privilegios y bendiciones de los cuales habla la Escritura y que, en realidad, pertenecen solamente a la verdadera Iglesia, y no al cuerpo profesante.
Entonces, ¿qué se necesita, según la Escritura, para entrar en la Iglesia de Dios? No es una receta exterior, sino el trabajo interior, del que Cristo hablaba a Nicodemo al decir: “Os es necesario nacer de nuevo”. Es la posesión por la fe de una vida y de una naturaleza nuevas y divinas; es la purificación del corazón por la fe (Hechos 15:9). Es la obra del Espíritu Santo de Dios, y no un mandamiento humano. Sin duda que al principio, en los primeros tiempos de la historia de la Iglesia tal como la tenemos en los Hechos, aquellos que la componían eran realmente almas vivificadas; pero pronto fueron introducidos malos materiales, de manera que las últimas epístolas nos advierten sobre los falsos apóstoles de los cuales Pablo habla como de enemigos de la cruz de Cristo, y que son falsos maestros que enseñan herejías, y hasta anticristos.
Este estado fue de mal en peor durante la Edad Media, y ahora tenemos la cristiandad, la casa grande (2 Timoteo 2:20). Allí se mezcla toda clase de personas que hacen profesión de ser cristianos. Esto es el cuerpo profesante; no es la Iglesia. Pero, a pesar de todo, “conoce el Señor a los que son suyos” (2 Timoteo 2:19), y solamente estos componen la verdadera Iglesia. Si no comprendemos esto, toda nuestra idea de la Iglesia es falsa y engañadora.