Un incrédulo entregado a todos los vicios oyó cierto día la lectura de Génesis 5. Este capítulo no parece uno de los más importantes de la Palabra de Dios. Empieza así: “Este es el libro de las generaciones de Adán”, dándonos los nombres de los descendientes del primer hombre hasta Noé. En este pasaje hay dos palabras que se repiten ocho veces: “Y murió”. A excepción de uno de estos patriarcas, las oímos repetir como un sonido fúnebre.
Adán, el primer hombre, no tuvo infancia; fue creado en la plenitud de la fuerza y de la hermosura, pero, a causa de su pecado, cayó la sentencia de muerte sobre él y sus descendientes. Y novecientos treinta años después de haber sido creado, el fallo se cumplió: “Y murió”.
Ocho veces esas palabras “y murió” resonaron a oídos de ese incrédulo. El Espíritu de Dios las aplicó a su alma, fijando sus pensamientos en el hecho de que él también tenía que morir después de un breve periodo de vida y ¡qué vida!
Su conciencia se despertó. El dardo lo atravesó de un lado a otro; pero Aquel que supo causar esas heridas profundas, derramó el aceite y el vino de su gracia para sanarlas. El miserable pecador se apoderó por la fe del amor del Salvador y del valor de su sangre; vio al Hijo amado de Dios, al Hombre Cristo Jesús, en agonía, bajo el terrible peso de nuestros pecados, muriendo Él, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Tuvo la paz en su conciencia y el reposo, un reposo eterno para su corazón.