Introducción
El libro de los Jueces nos presenta la historia del pueblo de Israel en los tiempos que siguieron a la muerte de Josué (2:10). Encontramos, en un período caracterizado ante todo por la decadencia, cinco despertares bajo doce jueces. La generalizada miseria moral de este período está expresada por el último versículo del libro: “En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (21:25; véase también 17:6; 18:1; 19:1).
Los capítulos 17 a 21 constituyen una forma de apéndice que exponen dos relatos muy tristes. Cronológicamente, los eventos citados ahí se sitúan al principio del libro. En los capítulos 17 y 18 tenemos el grosero pecado contra Dios mismo, la idolatría. Y en los capítulos 19 a 21, se trata del pecado contra el hombre. La depravación moral aparece en primer plano.
Horribles pecados en el pueblo de Dios
La situación del pueblo de Dios en esta época se pone claramente de manifiesto ante nosotros: el pecado de homosexualidad era practicado de la forma más descarada. El relato que se nos presenta en los versículos 22 a 30 del capítulo 19 presenta muchas analogías con el de Génesis 19. A los ojos de los judíos, Sodoma era la más horrenda ciudad que se pudiera imaginar. Para ellos estaba claro que el juicio ejecutado por Dios contra esta ciudad estaba totalmente justificado. Y aquí aprendemos ¡que las mismas cosas ocurrían en Israel! Cuán a menudo, nosotros también, debemos tener vergüenza de lo que pasa en el pueblo de Dios. Entre nosotros, lamentablemente, encontramos los mismos pecados que en el mundo.
Además del hecho abominable de los hombres de Gabaa, aparece después otro hecho no menos atroz, el del levita que corta el cuerpo de su concubina en trozos y los envía a todas las tribus de Israel. Su falta de respeto por ese cuerpo nos muestra algo de su estado interior. Todo eso es absolutamente abyecto.
La primera reacción del pueblo
La reacción de las tribus no se hace esperar. Es tan grande su indignación que inmediatamente se reúnen para deliberar sobre este asunto (20:1-2). Que el pueblo haya querido deliberar sobre este tema, es por cierto una buena reacción. Sin embargo, si comparamos estos versículos con el último párrafo del capítulo 18, nos preguntamos por qué motivo el pueblo no tuvo ninguna reacción cuando la idolatría había sido públicamente establecida en la tribu de Dan. Este pecado ¿era quizá menos horrendo? ¡No, por cierto! Pero esto pone en evidencia un hecho muy humillante: Cuando se manifiesta entre los creyentes un pecado que es solo contra Dios, es más difícil sensibilizar al pueblo que cuando se trata de un perjuicio cometido contra los hombres.
Desde el punto de vista humano, podemos comprender que el pecado del capítulo 19 haya tenido mucho más resonancia. Pero el creyente que se mantiene cerca del Señor sentirá que un pecado dirigido directamente contra Él, y que afecta Su gloria, es más grave que un pecado cometido contra los hermanos o las hermanas. Este principio está confirmado en el Nuevo Testamento. Nada es juzgado con más severidad que las falsas doctrinas que afectan a la persona y la obra de nuestro Salvador (compárese con la epístola a los Gálatas y la segunda epístola de Juan). No obstante, subsiste el hecho de que cada pecado es un pecado contra Dios.
¿Una unidad de partido?
La reunión de las once tribus “como un solo hombre” ¿reflejaba una unidad según Dios, o era la realización de una unidad carnal y egoísta, una unidad partidaria? Una unidad que solo se funda en el ejercicio colectivo de la disciplina no tiene solidez y no puede ser duradera.
Que el Señor nos dé la capacidad de comprender que cuando tenemos que ocuparnos de problemas de disciplina, ¡no es ella la que nos enlaza los unos a los otros! Es Él quien nos une. Si solo tenemos la disciplina ante nosotros, corremos el peligro de caer en sectarismo. Si perdemos de vista a Aquel que debe ser el verdadero centro de nuestros afectos y de nuestra vida de iglesia, tarde o temprano se manifestará que no son los principios y los fundamentos dados por el Señor los que han sido puestos en práctica, sino que simplemente ha habido un rechazo colectivo del mal. Y eso es muy insuficiente para guardarnos cerca del Señor de forma duradera. Si el Señor no es el centro al que nuestros corazones se apegan, entonces será el «yo» el que reivindicará este lugar.
Examinar las cosas atentamente
Todo el pueblo está ahora reunido para examinar cómo tal infamia pudo producirse y rendir un juicio apropiado (20:3). No obstante, el examen es demasiado corto: se limita al breve informe del varón levita. Ahora bien, este no estaba en condiciones de proporcionar informaciones objetivas puesto que él mismo estaba implicado. Desgraciadamente, no se llama a ningún otro testigo.
Al leer el capítulo 19, estamos sorprendidos por la abundancia de detalles con que la Palabra de Dios describe el pecado que tuvo lugar. Esto atrae nuestra atención al hecho de que, en caso de disciplina, hay que saber exactamente en qué consiste el mal del cual nos ocupamos. Es peligroso obrar sin conocer las circunstancias y los detalles. Por supuesto, hay que guardarse de satisfacer una malsana curiosidad; pero un correcto conocimiento de las cosas es necesario para poder discernir cuales son las medidas que se imponen según Dios.
El capítulo 19 refiere muchos más detalles sobre el crimen cometido que lo que relata el varón levita en el capítulo 20. Como lectores de este relato, probablemente sabemos más a este respecto que el pueblo de Israel reunido en Mizpa. También sabemos que ese varón levita tenía alguna culpa. Pero el relato de este hombre guarda silencio sobre ello. Cuando se trata de disciplina, es absolutamente necesario distinguir los diferentes aspectos de un caso, para tener una mirada objetiva de las cosas. Sin eso, corremos el peligro de dirigir nuestra atención apresuradamente sobre ciertas faltas, sin advertir que también puede haber faltas por otro lado. Lamentablemente, muchas personas se dejan impresionar demasiado pronto por las primeras informaciones que reciben.
En el Deuteronomio, Dios había dado la orden a su pueblo de indagar bien para informarse de la verdad: “Cuando se hallare en medio de ti… y te fuere dado aviso, y después que oyeres y hubieres indagado bien, la cosa pareciere de verdad cierta…” (17:1-4). Además de esto, todo asunto debía estar confirmado por dos o tres testigos (17:6; 19:15). Estas dos instrucciones no fueron observadas por las once tribus.
¿Disciplina por indignación?
El pueblo escucha al varón levita que da cuenta de lo que le ocurrió. Al leer esto, tenemos la sensación de que incita claramente al pueblo a vengar su causa. Y la reacción de este va efectivamente en ese sentido. Su primer pensamiento es la venganza. “Ninguno de nosotros irá a su tienda, ni volverá ninguno de nosotros a su casa” (20:8). De esta manera la decisión ya ha sido tomada: no quieren volver a sus casas antes de emprender este asunto. “Esto es ahora lo que haremos a Gabaa: contra ella subiremos… conforme a toda la abominación que ha cometido en Israel” (v. 9-10). Dos cosas faltan gravemente aquí. Por un lado, no sienten para nada la necesidad de consultar a Dios para saber lo que tenían que hacer, y, por otro, nunca les viene a la mente el pensamiento: ¿Cómo podemos volver a traer a nuestro hermano?
En general, cuando oímos hablar de cosas malas en una iglesia local, nuestra primera preocupación no debe ser: ¿debemos separarnos?, sino: ¿Cómo podemos ganar a nuestros hermanos? La continuación de este relato habría sido muy diferente si las once tribus hubiesen obrado así. Por su acción apresurada, el pueblo añadió su propia culpabilidad a este triste asunto.
Humillarnos y lamentar
Cada medida disciplinaria —incluyendo el hecho de que no podemos mantener más la comunión práctica a la mesa del Señor con otra iglesia— debe llevarse a cabo en humillación, conscientes de que nosotros mismos hemos faltado. No se trata simplemente de expresar fórmulas; debe haber una convicción interior. Cuando una iglesia debe separarse de alguien, es necesario que se lamente por ello. Siempre podemos hacernos la pregunta: ¿hemos usado suficientemente de paciencia y mansedumbre? Eso revelaría que nuestros corazones están ejercitados ante el Señor. También deberíamos desear ganar a ese hermano o a esa iglesia. Pero si prevalece el deseo de «cortar» (compárese con Jueces 21:6), o si hay presiones, estamos muy lejos de la disciplina escrituraria. Nuestros corazones deberían abrazar este sentimiento: Señor, no quisiéramos cortar, sin embargo, no vemos otro camino que el de humillarnos de esta manera bajo tu poderosa mano. Ahora bien, en las tribus de Israel en ese momento, no vemos nada semejante a tal actitud. Al contrario, su inmediato propósito era el de juzgar a Gabaa.
En su informe, el varón levita habla de un “crimen en Israel” (20:6). Y así era. Y así lo es también hoy: un pecado en una iglesia afecta a toda la Iglesia. El pueblo retoma una expresión parecida (abominación) en el versículo 10, y en el 13 se declara preparado para “quitar el mal de Israel”. En efecto, este debía quitarse. Pero tal comprobación de nada sirve si los corazones no se han humillado primeramente ante el Señor. Porque si hay un pecado en Israel, entonces también es el pecado de Israel. Es lo que Dios había declarado en otro tiempo a Josué: “Israel ha pecado” (Josué 7:11). Las once tribus deberían haber sabido en primer lugar: hemos pecado, por eso debemos humillarnos de que tal cosa haya podido producirse en medio de nosotros.
Este principio de Jueces 20 nos recuerda el versículo: “Vosotros estáis envanecidos. ¿No debierais más bien haberos lamentado, para que fuese quitado de en medio de vosotros el que cometió tal acción?” (1 Corintios 5:2). En Corinto no había ni justa indignación ni sentimiento de la santidad de Dios. Los corintios no se habían lamentado. Su estado espiritual era tan malo que no se les ocurría juzgar el mal que se había producido en medio de ellos. No obstante, aun cuando efectivamente se discierne el mal, uno puede obrar con orgullo.
El orgullo va junto con la justicia propia. ¡Cuán fácilmente olvidamos considerarnos a nosotros mismos, “no sea que nosotros también seamos tentados” (Gálatas 6:1)! Por naturaleza, no somos mejores que los que han caído, y podemos caer en las mismas trampas.
La dependencia de Dios
Aún otra cosa les faltaba a las once tribus: ellas no habían consultado a Dios en el momento necesario. Se dice en el versículo 18: “Se levantaron los hijos de Israel, y subieron a la casa de Dios y consultaron a Dios”. Pero ya habían concebido sus propios planes. Ya sabían lo que querían hacer. De cualquier manera, solo les faltaba que Dios aprobara los planes de las once tribus. Pero Dios no quiere que se lo consulte de esta manera. Debemos dejarnos conducir desde el principio por su Espíritu.
Además, el pueblo no le hace a Dios la pregunta correcta. Deberían haber preguntado: «¿Qué debemos hacer?» Pero le preguntaron: “¿Quién subirá de nosotros el primero en la guerra contra los hijos de Benjamín?” (v. 18). Para ellos ya era un hecho establecido que debían subir contra los hijos de Benjamín, aun cuando Dios todavía no les había dicho nada al respecto.
Una primera derrota — Llantos
“Y Jehová respondió: Judá será el primero” (v. 18). Podríamos estar sorprendidos de que Dios responda a la pregunta del pueblo y que le aconseje ir a la guerra. ¿Bendice Dios el propio camino de ellos? El desenlace de este primer combate contra Benjamín muestra lo contrario: Judá pierde 22.000 hombres. ¿No debería Dios haberles dicho desde el primer momento que no subiesen contra Benjamín?
Dios obra soberanamente, y nosotros no siempre comprendemos sus caminos. No quería obligar a su pueblo, sino llevarlo a la humillación a través de una amarga experiencia. A veces es necesario que nuestros corazones sean manifestados a fin de que aprendamos a conocernos a nosotros mismos.
Después de esta primera gran derrota, el pueblo vuelve a la casa de Dios y llora delante de Jehová (v. 23). ¿Ha tenido lugar la necesaria humillación? En el versículo 22 se nos dice: “Mas reanimándose el pueblo, los varones de Israel volvieron a ordenar la batalla en el mismo lugar donde la habían ordenado el primer día”. Y solamente después: “Los hijos de Israel subieron y lloraron delante de Jehová hasta la noche” (v. 23). Esta no es la verdadera humillación. Sus planes son nuevamente detenidos. Ya han tomado la decisión de librar una nueva batalla contra la tribu de Benjamín. Los que lloran de esta manera ante Dios no han alcanzado todavía el estado al que Él quiere llevarlos, y donde puede ayudarles: “Yo habito… con el quebrantado y humilde de espíritu” dice él (Isaías 57:15).
Notemos, no obstante, un punto positivo en la pregunta del pueblo: “¿Volveremos a pelear con los hijos de Benjamín nuestros hermanos?” (v. 23). Por primera vez, oímos de su boca que se trata de “hermanos”. Cada separación con un hermano es dolorosa. Y si no tenemos ese sentimiento en nuestros corazones, no estamos en el estado conveniente para ejercer la disciplina.
El pueblo llora, es verdad, pero casi con la espada en la mano. Sus lágrimas no tenían mucho valor. Eran llantos por la pesada pérdida humana que acababan de sufrir; no eran llantos por sus propias faltas y por su propio pecado. Dios les había hablado muy seriamente; sin embargo, sus planes son tan irrevocables como precedentemente. Todavía no oímos la pregunta: Señor, ¿qué quieres que hagamos?
Una segunda derrota
Las once tribus preguntan a Dios si deben volver otra vez a pelear contra los hijos de Benjamín. Y Dios les responde de nuevo: “Subid contra ellos” (v. 23). Pero este segundo combate no tendrá la bendición divina. Hará falta una segunda derrota para que Dios alcance su objetivo. Entonces 18.000 hombres de Israel son muertos.
Quizá tengamos dificultad para comprender la manera de obrar de Dios. ¿No se debía juzgar el mal? Sí. Pero Dios quería mostrar a todo el pueblo que también tenía cosas que arreglar con él. Igualmente podría suceder que estamos tan convencidos de las faltas de los demás que no prestamos atención a nuestro estado interior y a nuestra manera de obrar. Entonces, cualquier medida disciplinaria nos parece correcta. Pero si juzgamos el pecado cuando nosotros mismos estamos en un mal estado, nos exponemos al castigo de Dios. Y cuando alguien piensa ser más espiritual que otros, la disciplina divina puede ser muy severa. 40.000 hombres de Israel por 25.000 de Benjamín; esta es la proporción aquí. En las luchas entre hermanos, no hay más que perdedores.
Los llantos y el ayuno — Cristo ante nosotros
Después de esta dura derrota, “todos los hijos de Israel… vinieron a la casa de Dios; y lloraron, y se sentaron allí en presencia de Jehová, y ayunaron aquel día hasta la noche” (v. 26). Esta vez no solo lloran, sino que también ayunan. Aquí vemos lo que es la humillación. Nos inclinamos ante el juicio de Dios. Nos mantenemos aparte de todo lo que tiene relación con las necesidades y gozos de la tierra, para examinar a la luz de la Palabra si no hemos dejado entrar algo en nuestras vidas que no esté de acuerdo con los pensamientos de Dios.
Aún más: “Ofrecieron holocaustos y ofrendas de paz delante de Jehová. Y los hijos de Israel preguntaron a Jehová (pues el arca del pacto de Dios estaba allí en aquellos días, y Finees hijo de Eleazar, hijo de Aarón, ministraba delante de ella en aquellos días)” (v. 26-28). Aquí tenemos una evocación de todo lo que representa en figura al Señor Jesús: los sacrificios, el arca del pacto y el servicio sacerdotal. El pueblo estaba verdaderamente ante Dios, consciente de su santidad, y puede mirar hacia él apoyándose en los recursos divinos.
Aquel que no tiene ante sí otra cosa que el mal, no está en el estado espiritual conveniente para ejercer la disciplina. Esta puede ser justamente aplicada solo si verdaderamente tenemos al Señor Jesús ante nosotros. Entonces, experimentaremos profundamente el sentimiento de su santidad, una santidad que es infinitamente mayor que lo que nosotros quizá llamamos nuestra santidad. Si solo estamos preocupados por Su honor y por su gloria, entonces también estaremos en condiciones de ejercer de manera adecuada una disciplina que puede resultar necesaria.
Celo espiritual
Así llegamos a Finees. ¿Qué distinguía a este hombre? Dios dice: “He aquí que yo le doy a él mi pacto de paz”. Y ¿por qué? “Finees, hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha hecho volver mi ardiente indignación de en contra de los hijos de Israel, por cuanto ardió en celo por mi causa en medio de ellos, de manera que yo no acabé con los hijos de Israel en el ardor de mis celos” (Números 25:11-12, V.M.).
A causa de Finees, en la circunstancia relatada en Números 25, Dios había apartado su ira de los hijos de Israel. Y en Jueces 20, ocasión en la que murieron 40.000 hombres, la ira de Dios se aparta de Israel cuando Él ve el arca del pacto, los sacrificios y al sumo sacerdote en medio del pueblo. Además —y llamamos la atención particularmente sobre eso— Finees había ardido “en celo por mi causa en medio de ellos”. El discernimiento y la manera de obrar de Finees tuvieron la aprobación de Dios porque respondían a Su santa naturaleza. ¿Hay todavía hoy hermanos y hermanas que estén celosos por causa de Dios?
Puede ocurrir que el celo por quitar el mal de la iglesia de Dios decaiga con el tiempo. Muchas veces, bajo el pretexto del amor, el mal no es más condenado con firmeza. Sin embargo, el amor “no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad” (1 Corintios 13:6).
También existe el peligro opuesto. Creyentes que se preocupan demasiado por la santidad en la casa de Dios (Salmo 93:5) pueden llegar a ser tales que su celo no sea más “por causa de Dios”. ¿De qué fuente proviene nuestro celo? ¿De la carne o del Espíritu de Dios? Estamos en peligro de comprometernos por la causa de Dios como lo hizo el pueblo de Israel. Podemos ocuparnos del mal en nuestros hermanos y hermanas para juzgarlo y quitarlo de en medio del pueblo y, no obstante, obrar con un celo carnal. Recordemos a los dos discípulos que, viendo que los habitantes de una aldea no querían recibir al Señor Jesús, le dijeron: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?” (Lucas 9:54). Este no era celo espiritual por Cristo. Era un honor ofendido que se disimulaba con una apariencia de celo por Cristo, sin comunión de pensamientos con él. Y Jesús “los reprendió” (v. 55).
Ejercer la disciplina con firmeza allí donde el mal es tolerado o sostenido, por necesario que fuera, no es todavía una prueba de que el celo es verdaderamente espiritual. Dios solo podrá poner su bendición sobre nuestra acción si obramos “por causa de Dios”.
Resultado
El pueblo de Israel se ha humillado, en todo caso en cierta medida. Por fin preguntan: “¿Volveremos aún a salir contra los hijos de Benjamín nuestros hermanos, para pelear, o desistiremos?” (v. 28). En realidad preguntan: ¿Qué debemos hacer? Ya no es: ¿Quién debe subir? Están dispuestos a ir una vez más o a abstenerse. Habiendo abandonado la confianza en sí mismos, casi desesperados, ahora están delante de Dios. Y aunque en la debilidad de su estado muchas cosas les falten todavía, Dios, no obstante, ve sus corazones y les dice: “Subid, porque mañana yo os los entregaré”. Habían acabado con sus propias fuerzas, de manera que Dios ahora podía comenzar a obrar. Después de tales derrotas, ¡qué sublime oír de la boca de Dios que él estará con su pueblo para socorrerlo!
La medida adecuada
Lamentablemente, no hay ninguna señal de arrepentimiento en la tribu de Benjamín, aun cuando la lucha contra ellos se hace muy ruda. Su corazón permanece endurecido. ¡Qué triste estado! Pero echemos una última mirada a la actitud de las otras tribus. Leemos en el versículo 43 que “hollaron” a Benjamín, “hasta enfrente de Gabaa hacia donde nace el sol”. Algo debía hacerse en cuanto a Benjamín, pero seguramente no era la voluntad de Dios que esta tribu fuese exterminada.
De nuevo hay aquí un importante principio para nosotros: la medida de la acción disciplinaria no debe ir más allá de lo que exige el pecado cometido.
Cuando el mal es tolerado en una iglesia y ello necesita una intervención exterior, no se debe recurrir de inmediato a la medida más severa. Antes de involucrarse en una separación, sería grave no haber examinado si medidas menos rigurosas no son todavía posibles para procurar ganar a nuestros hermanos que todavía no ven con claridad las cosas. El orden en la casa de Dios no puede ser mantenido ni por la precipitación ni por medidas exageradas. Podemos estar seguros de que el punto de partida correcto siempre será una humillación profunda frente a nuestras propias faltas y la confesión de nuestra incapacidad. Si tal actitud nos caracteriza, estaremos ejercitados ante el Señor para discernir cuál es la medida apropiada para cada caso. Depositemos nuestra confianza en él; él nos la mostrará.