Devoción

La devoción se caracteriza por el hecho de que no está condicionada por la necesidad, como la obediencia. Es el resultado de un impulso del corazón, del centro de las inclinaciones y de los motivos profundos. No es la respuesta a un mandamiento, y se encuentra por encima a toda forma de subordinación, ya sea a la voluntad de otro o a la obligación que deriva de una relación.

La devoción de Cristo

Cristo, “mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14). He aquí la expresión de la maravillosa devoción que lo hizo actuar voluntariamente y que reveló así el motivo profundo de su corazón: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:8).

Esta manera de actuar espontánea de nuestro Señor, siguiendo el movimiento de su propio corazón, es el pensamiento dominante del evangelio de Juan. Encontramos allí la obra de la cruz bajo el carácter del holocausto. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo” (Juan 10:17-18). La muerte del Señor era necesaria para nuestra salvación, ambas son inseparables, pero el motivo específico del evangelio de Juan es la devoción del Señor. El holocausto evoca lo que Dios encontró en la muerte del Señor, ese “olor fragante” (Efesios 5:2) que solamente Él podía apreciar, y que, de una manera muy especial, respondía a su amor.

A la declaración mencionada arriba, el Señor añade: “Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre”. En virtud de su divinidad, el Señor era completamente libre en cuanto a la muerte y a la resurrección, pero no hizo nada de su propia autoridad. Por eso habla de un “mandamiento”. Quizás ya nos hemos sorprendido de que aquí, en relación con el libre don de sí mismo, hable de un mandamiento. Pero su acto de devoción se cumplía en el perfecto acuerdo de su corazón con el del Padre. Es lo que lo caracterizó continuamente en su vida de hombre sobre la tierra.

La devoción de tres valientes

David había sido ungido rey, pero aún no había subido al trono. Tenía que sufrir todavía la hostilidad de Saúl y, además, combatir continuamente contra los filisteos para defender al pueblo de Dios. Un día, durante el calor del tiempo de la siega, tuvo el deseo de beber del agua del pozo de su pueblo natal, ocupado por los filisteos en ese momento, y dejó escapar las palabras: “¡Quién me diera a beber del agua del pozo de Belén que está junto a la puerta!” (2 Samuel 23:13-17). Tres de sus hombres lo oyeron y, sin que él lo haya mandado, irrumpieron por el campamento de los filisteos y le trajeron agua de ese pozo.

¿Por qué esa agua? ¿No había agua para tomar en otro lugar? No se imaginaron esta pregunta, porque allí donde hay verdadera devoción, no se necesita preguntarse. David sintió profundamente esta devoción. Vio en esta agua la vida de sus compañeros, que la expusieron por él. Por eso la derramó para Jehová. Y podemos estar seguros de que sus hombres lo comprendieron muy bien. Precisamente porque esta agua era preciosa para David, ella pertenecía a Dios. Muchos años después, el Espíritu Santo les da este testimonio imborrable: “Los tres valientes hicieron esto”.

Notemos todavía esto: si la devoción no tiene nada que ver con la necesidad, esto no quiere decir que el acto en sí sea inútil. No fue inútil regocijar el corazón de David, lo que manifiesta el testimonio del Espíritu Santo. Tampoco fue inútil el acto de María cuando derramó para el Señor Jesús un perfume de nardo puro de mucho precio, aunque algunos podían hablar de desperdicio (Juan 12:3-5).

La devoción del apóstol Pablo

“Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos” (2 Corintios 12:15).

Si hubo un siervo del Señor del cual podemos aprender lo que es un servicio de devoción, es el apóstol Pablo. Desde el día en el cual el Señor glorificado se le apareció en el camino a Damasco, para él, vivir no era más que “Cristo”. En Pablo encontramos todas las virtudes de un siervo: el amor por el Señor y por las almas, el celo, la perseverancia, la humildad... Estaba puesto para sufrir y darlo todo. En él había una devoción sin límites.

Pablo era plenamente consciente de que “cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5), y esta aprobación orientaba su vida. La idea del tribunal de Cristo lo motivaba para “procurar” serle agradable (2 Corintios 5:9-10). Y la corona de justicia que recibiría “en aquel día” era un consuelo para la última y difícil etapa de su carrera terrestre (2 Timoteo 4:8). Pero jamás buscó la aprobación de los hombres.

El versículo citado más arriba es una palabra especialmente conmovedora que Pablo escribió a los corintios, quienes le causaban tanta preocupación. Tal vez es la más emocionante que jamás escribió sobre sí mismo, por lo menos en esta carta que, de principio a fin, es un combate para ganar los corazones de los corintios. Aquí vemos la devoción del siervo: la devoción que da todo, incluso a sí mismo; no espera nada y, como consecuencia, está por encima de toda decepción. “Mi recompensa (está) con mi Dios”; esta palabra de Isaías 49:4, que aplicamos con gusto al Señor Jesús, también se puede aplicar al apóstol Pablo.