“Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento.”
(Cantares 7:10)
Esta admirable declaración de la esposa en el Cantar de los Cantares, ¿corresponde a una experiencia que también nosotros hayamos hecho en el secreto de nuestra vida con el Señor?
La esposa no siempre habría podido hablar así. Cuando por primera vez la contemplación del esposo llenó su alma y pudo discernir algo de su gran amor y de la dulzura de su nombre, exclamó: “Mejores son tus amores que el vino” y “Tu nombre es como ungüento derramado” (Cantares 1:2 3).
Él cobró cierto valor para ella, pero ¿significaba algo ella para él? Esta era la pregunta que agobiaba el corazón de ella. Sabía algo de sus propios deseos profundos: “Soy morena, porque el sol me miró” (v. 6). También sabía algo de Sus perfecciones: “He aquí que tú eres hermoso, amado mío” (v. 16). Su corazón tenía su contentamiento con él; pero, ¿sería posible que alguien tan hermoso pudiera sentir algún afecto hacia una persona tan morena como ella? Expresa el deseo de su corazón al decir: “¡Oh, si él me besara con besos de su boca!” (v. 2). ¡Si él me ama, entonces que me dé el testimonio de su amor!
Luego, con el paso del tiempo, llegó el momento en el que oyó la voz de su amado: “Mi amado habló, y me dijo: Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven” (2:10). Era el llamamiento personal del esposo. Correspondía al deseo de su corazón. Le hacía saber que con ella tenía su contentamiento. No quería estar sin ella. Entonces, en seguida vino su feliz respuesta: “Mi amado es mío, y yo suya” (v. 16). Es cierto que ella tiene cierta conciencia de que le pertenece, pero el pensamiento que prevalece en su corazón es: “Mi amado es mío”.
Luego, en el curso del libro, la esposa pasa por diversas experiencias que la conducen a una relación más profunda con su amado. Por algún tiempo, él se retira de su vista y la deja sola y en la oscuridad (3:1-2). Ella lo busca, pero no lo halla. En vano lo busca por la ciudad, pero no está allí. Pregunta a los guardas, pero no pueden ayudarla. Y después que hubo pasado de ellos un poco, y no encuentra ayuda en ninguna otra parte, él mismo se manifiesta a ella en toda su gloria, no solo como esposo, sino como el rey (v. 4-11). Ella ve al rey coronado de honra y de gloria, y en “el día del gozo de su corazón” (v. 11). Después de haberle revelado su gloria, le dice lo que ella es para él: “Toda tú eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha” (4:7).
Lamentablemente, a pesar de esta maravillosa revelación de sus pensamientos a su esposa, ella se vuelve indolente y se conforma con estar segura de Su amor (5:2-8). No responde a Su voz, y él se va (v. 6). Pero esto solo hace que su corazón vuelva a despertarse. Si los afectos de la esposa se habían debilitado durante Su presencia, él habrá de despertarlos por Su ausencia. Ella le abre la puerta, pero él ya se había ido; ella lo busca, pero no lo halla; lo llama, pero no da ninguna respuesta. En la ciudad solo encuentra golpes y vergüenza. Su amado no está allí.
Pero Su ausencia ha vivificado sus afectos. Su corazón desea dar a conocer las glorias de su esposo. Sus compañeras le preguntan: “¿Qué es tu amado más que otro amado?” (v. 9). E inmediatamente su corazón rebosa de alabanzas: Es “señalado entre diez mil… y todo él codiciable” (v. 10-16).
El corazón de la esposa está lleno de las glorias de su amado, sus labios proclaman su gloria. Ahora aparece frente a los ojos de su alma. Ya no es preciso buscarle, ella sabe donde está: “Mi amado descendió a su huerto” (6:2). Lo halló y, absorta por sus glorias, exclama: “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío” (v. 3). Hubo un tiempo en el que su primer pensamiento era: “Mi amado es mío”, me pertenece. Sin embargo, ahora su primer pensamiento es: “Yo soy de mi amado”, le pertenezco.
Pero, por muy felices que sean estas experiencias, la esposa tiene que conocer más profundamente el corazón de su amado. La contemplación de su persona había llenado su corazón, y ella había dado testimonio de sus glorias a otros (5:9-16). Pero ahora va a conocer el gozo, tanto más profundo, de oír de su misma boca lo que siente respecto de ella: “Hermosa eres tú, oh amiga mía”, “¡Qué hermosa eres, y cuán suave…!” (6:4; 7:6).
Ella les dice a otros lo que él es para ella, pero el esposo le dice lo que ella es para él. En secreto, derrama en su oído todas las delicias que encuentra en ella. Quiere que ella sepa, no solo cuán hermosa es a sus ojos, sino también cuán preciosa es para su corazón: “Mas una es la paloma mía, la perfecta mía; es la única de su madre” (6:9). Para él, ninguna puede compararse con ella.
En una explosión de gozo, el corazón de la esposa responde inmediatamente: “Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento” (7:10). Hubo un tiempo en el cual podía decir con gozo: “Mi amado es mío”. Luego, al madurar su relación con él, dijo: “Yo soy de mi amado”. Y, al final, al oír de su boca la expresión de lo profundo que es su amor, ella exclama con admiración: “Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento”.
¿No conoce cada creyente algo de estas experiencias? ¿Acaso no podemos volver la mirada atrás, al tiempo en el que fuimos atraídos a él, cuando sentimos nuestra profunda miseria y algo del amor y de la gracia de Cristo? Y, sin embargo, cuando considerábamos la negrura de nuestros corazones, nos preguntábamos: ¿Es posible que me ame, que ame a un ser como yo? Y el profundo anhelo de nuestro corazón era tener la seguridad de que nuestro interés personal en Cristo era genuino. Y en respuesta a ese anhelo —y puesto que Él siempre sacia al alma hambrienta—, un día oímos su voz que decía: Ven a mí y hallarás descanso (véase Mateo 11:28-29).
Oímos la voz del amado —la voz del Hijo de Dios— que nos llamaba a salir de este pobre mundo. Le oímos decir: “Ha pasado el invierno, se ha mudado, la lluvia se fue” (2:11). La tormenta que estaba suspendida sobre nuestras cabezas estalló sobre la suya, sobre su cabeza coronada de espinas. Y al mirar por la fe a nuestro Salvador resucitado, todos nuestros temores fueron disipados, tal como pasó con los discípulos cuando le oyeron decir: “Mirad mis manos y mis pies” (Lucas 24:39). Al contemplar sus heridas, testimonio de su muerte, la gloriosa realidad se grabó en nuestras almas: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Por fin logramos decir: Él es mi Salvador, “Mi amado es mío”.
¡Cuán precioso es tener esta certeza: Jesús es mío! Sin embargo, su deseo es conducirnos a un conocimiento más profundo de sus pensamientos respecto de nosotros.
Tenemos que empezar por la cruz, pero no debemos detenernos allí. Tal como lo hizo con los discípulos, quiere afirmar nuestros corazones con el pensamiento de la cruz, presentándose a nosotros con las heridas de sus manos y de sus pies, testimonio de su muerte. Y así como lo hizo con sus discípulos, quiere que demos un paso adelante en nuestra fe y hacernos escuchar el maravilloso mensaje que antaño había encomendado a María: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Quisiera que sepamos que no solo es nuestro Salvador, sino también que somos sus hermanos; que su Padre es nuestro Padre y su Dios nuestro Dios. Y, a medida que este mensaje vaya permeando nuestras almas, podemos decir con gran gozo: “Yo soy de mi amado”.
Qué bueno es saber que pertenezco a Cristo y que él es mío. Pero ¿es eso todo? Hemos recibido grandes bendiciones del Señor: el perdón, la justificación, el don del Espíritu Santo, el amparo frente al juicio y un derecho a la gloria. Sin embargo, ¿era esto todo lo que el Señor tenía en vista cuando dejó la gloria del cielo para bajar a la tierra e ir hasta la cruz? ¿Era esta la única razón por la cual él, siendo rico, se hizo pobre? ¿Era esta la única razón por la cual el Creador del universo se hizo extranjero en la tierra? ¿Era esta la única razón por la cual lloró en el huerto de Getsemaní y sufrió en la cruz? ¿No había en su corazón un deseo más profundo, mayor, que el de concedernos bendiciones?
Sí, había uno, y escatimamos su corazón lleno de amor cuando medimos la grandeza de sus pensamientos respecto a nosotros con nuestros pobres pensamientos respecto a él.
Si queremos aprender a conocer sus pensamientos, debemos mirar hacia atrás, cuando la tierra aún no existía, y ninguna criatura había sido creada. Desde esa eternidad pasada, Su mirada atravesaba todos los tiempos, hacia una eternidad futura; veía una multitud de seres humanos en armonía con el propósito de Su propio corazón. Respecto de ellos está escrito: “Mis delicias son con los hijos de los hombres” (Proverbios 8:31).
Cuando vino el tiempo, bajó a la tierra. Sanó a los enfermos y rescató a los cautivos; sació a los que tenían hambre y vistió a los que estaban desnudos; perdonó los pecados y resucitó a los muertos. Hizo todo esto, pero hizo aún más.
No solo satisfizo todas nuestras necesidades, sino que ganó el corazón de aquellos a quienes libró. Atraía a pobres pecadores a él y cautivaba sus corazones. No solo les hacía comprender que era su Salvador y que le pertenecían, sino también que con ellos tenía su contentamiento.
Con nosotros tiene su contentamiento. Por eso se hizo hombre pobre y solitario; aprendió a conocer el cansancio y la sed, para ganar nuestros corazones. Con nosotros tiene su contentamiento; por eso sufrió, corrió su sangre y murió para hacernos semejantes a él. Por eso también vendrá otra vez para tomarnos a sí mismo, para que donde él está, nosotros también estemos. Es como si nos dijera: Quiero tenerte para mí: puedo renunciar a tus riquezas, a tus capacidades y hasta a tu servicio, pero no puedo prescindir de ti. Es tal el contentamiento que tengo contigo, que me hice pobre para ganar tu corazón, que morí para hacerte semejante a mí, y muy pronto vendré otra vez por ti, para tenerte conmigo.
Al comprender sus pensamientos respecto a nosotros, cada uno de nosotros podrá exclamar con un gozo inmenso: “Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento”.
En un camino que atraviesa un mundo de pecado, de sufrimiento, de muerte y de juicio, es maravilloso poder mirar al Hombre en la gloria, y decir: Él es mi Salvador. Y más maravilloso aún, mientras atravesamos este mundo lleno de peligros y trampas por todos lados, es poder mirar a mi Salvador a la diestra de Dios y decir: “Yo soy de él”.
Pero lo más maravilloso de todo es poder decir: en la gloria hay una casa que me espera y un Hombre que desea que yo esté allí. “Conmigo tiene su contentamiento”. Y tanto me anhela que, cuando estuvo en la tierra, lloró por mí y oró por mí, sufrió por mí y murió por mí. Cada día de mi peregrinaje en la tierra, él vive por mí. Y pronto, muy pronto, vendrá por mí. El anhelo de su corazón por mí no se verá satisfecho hasta que me tenga con él y sea semejante a él. Y cuando todos los redimidos estén reunidos en la casa del Padre, comprenderemos de manera plena y perfecta que con nosotros tiene su contentamiento. “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11).